Gloria y caída del «Huáscar» Markham

Combate de Angamos

Si la subjetividad patriótica impregna algunas de las páginas de la historia dedicadas a Miguel Grau Seminario, ¿qué decir entonces de los merecidísimos elogios que el inglés Ciements Markham prodiga al héroe de Angamos en su libro «La guerra entre el Perú y Chile» (primera edición londinense de 1882).

Sir Clements Markham, Londres, en 1900.

 

Ahora el Huáscar era la única esperanza del Perú. Mientras su bravo comandante burló a las fuerzas inmensamente superiores del enemigo y paseó por los mares el pabellón peruano al tope de su barco, los chilenos no osaron emprender expedición alguna de importancia. Las costas del Perú estaban a cubierto de todo ataque serio. Más de cuatro meses duró esa hazaña, y durante ese tiempo el Perú fue defendido por su heroico hijo.

En el mes de julio, el Huáscar se dedicó a hostilizar al enemigo y a ponerlo en constante alarma e inquietud. La mayor parte de la flota chilena se empleaba en bloquear a Iquique; y el capitán Grau había recibido instrucciones del Presidente del Perú para no arriesgar combate por ningún motivo, en lo posible, con los acorazados chilenos.

Gracias a su mayor velocidad logró por mucho tiempo cumplir esas órdenes, hasta que en una ocasión, a pesar de sus precauciones, fue casi inevitable el empeñar batalla. Sabedor de que la división bloqueadora se hacía a la mar al ponerse el sol, durante la medianoche del 9 de julio, se deslizó cautelosamente en la rada de Iquique, con luces apagadas y en silencio absoluto. De improviso, se halló al lado de un barco, en el que sin dificultad reconoció al transporte chileno Matías Cousiño. Disparó un cañonazo, intimando rendición, más el transporte, con hábil maniobra, procuró esquivar a su poderoso adversario. Al cabo, viendo imposible toda escapatoria, la tripulación chilena arrió sus botes, con el ánimo de abandonar el buque y refugiarse en alguna de las naves bloqueadoras, que sabía que no estaban muy lejos.

En tan crítico instante, atraído probablemente por el disparo de intimación del Huáscar, la corbeta chilena Magallanes, comandada por el capitán Latorre, apareció de improviso. Al principio Grau se quedó perplejo en la oscuridad, creyendo que el que llegaba era uno de los acorazados; mas, descubriendo en breve su engaño, trató de espolonear al recién venido, y se empeñó entre ambos buques intermitente fuego por algún tiempo, hasta que la luna, surgiendo tras los cerros, reveló al comandante peruano la ingrata aparición del Cochrane, que se acercaba a toda velocidad. Con un cañonazo de despedida a su perseguidor, el Huáscar se alejó mar adentro y escapó hacia Arica.

Poco después de esa acción nocturna, el capitán Grau, acompañado por la Unión, realizó un crucero eficaz a lo largo de la costa chilena, que fue en cierto modo de represalias, destruyendo las lanchas que estaban ancladas en las bahías de Chañaral, Carrizal, Huasco, Pan de Azúcar y capturando un buque mercante en Chañaral.

En el curso de su expedición, el comandante tuvo informes de que el Gobierno chileno esperaba dos navíos cargados con material de guerra, procedentes de Europa, por lo que al punto despachó a la Unión al Estrecho de Magallanes, con el objeto de que les cortase el paso.

El 18 de agosto apareció este buque enarbolando el pabellón francés en Punta Arenas y logró obtener carbón y provisiones. Punta Arenas es una colonia chilena, mas el Gobernador, que estaba plenamente enterado del carácter de su visitante, ordenó que se le suministrarán provisiones con el objeto de deshacerse de él rápidamente, pues sabía que uno de los buques esperados se hallaba actualmente frente al Cabo de las Vírgenes, en la entrada derecha del Estrecho.

Asimismo propaló noticias acerca de ambos buques, haciendo creer a los peruanos que ya habían pasado hacia el oeste. Engañada por los falsos informes, la Unión zarpó tras los presuntos fugitivos en precipitada persecución, apenas evitando un encuentro con los dos cruceros chilenos que habían sido despachados para escoltar desde el Estrecho a los ansiados buques.

Con todo, el crucero de la Unión no fue estéril, pues al volver al norte, navegando ya en conserva con el Huáscar, ambos buques avistaron en la madrugada del 23 de julio, frente a Antofagasta, al hermoso transporte chileno Rímac. Fue presa importante, porque además de ser excelente y poderoso, el Rímac conducía a bordo un regimiento de caballería de cerca de 300 hombres con igual número de caballos. Los oficiales y soldados fueron desembarcados en Arica, de donde se les remitió después al Callao en calidad de prisioneros de guerra; utilizándose los caballos para el ejército peruano y el Rímac fue artillado y convertido en crucero peruano.

Hasta entonces la división bloqueadora de Iquique no había perpetrado ningún acto de agresión contra la ciudad, pero el 16 de julio a las siete de la noche, sin aviso previo, los cañones chilenos rompieron fuego, iniciando un bombardeo que duró por espacio de dos horas. La excusa que para justificar este atentado alegó el almirante chileno fue que había sido represalia de la tentativa frustrada para volar uno de sus buques con un torpedo.

Añadió que los artilleros tenían orden de disparar alto, en dirección de un cuerpo de tropa estacionado en los cerros, afirmación que corroboraron en parte los habitantes de la playa, manifestando que la mayoría de los tiros pasaron sobre la ciudad. Los daños fueron pocos, pues sólo murieron dos hombres y tres niños y fueron heridas siete u ocho personas.

El 27 de agosto el Huáscar visitó el puerto de Antofagasta, en donde encontró a los cruceros chilenos Magallanes y Abtao, al ancla en la bahía, este último con la máquina desmontada. Grau abrió inmediatamente fuego sobre ellos, pero estaban protegidos por baterías de tierra en que había algunos cañones de grueso calibre, circunstancia que le impidió capturarlos. Durante la acción, el Huáscar recibió una granada de 300 libras en su chimenea, que al estallar mató a un oficial. Si Grau, en vez de atacar a los buques y a las baterías, hubiese disparado contra los condensadores de la playa, que abastecía de agua a la ciudad,destruyéndolos, habría obligado a un ejército de 7,000 chilenos, que acampaba allí, listo para invadir su país, a rendirse o a sucumbir miserablemente por falta de agua. La huida por tierra era del todo impracticable y no había buque que los condujera a otro puerto. Su conducta, al respetar los condensadores de Antofagasta, fue noble y humanitaria en grado extremo.

En esa ocasión fue cuando se empleó por vez primera torpedos en la guerra. El Huáscar disparó contra la Abtao un torpedo Ley, pero, por cierta descompostura en su mecanismo, no bien fue lanzado al agua, viró sobre sí y regresó directamente contra el Huáscar. De haber llegado a tocar al monitor, la suerte de este habría sido fatal, pero uno de sus oficiales, el teniente Diez Canseco, viendo el inminente peligro, se arrojó al mar y logró desviarlo de su curso.

Durante esta época de ansiosa vigilancia, en que Grau se esforzaba incesantemente por librar a su patria de la invasión, usó como apostadero de espionaje minucioso varias caletas que por tal circunstancia sugerirá siempre tristes recuerdos históricos. Al sur de Antofagasta, a los 25° 52′ yérguese el Morro Jara, ostentando su cantil nudo y desolado. En su extremo norte, ábrese la rada de Bolfino. Allí anclaba el Huáscar, a menudo por las noches, en acecho de transportes conductores de tropas para el ejército invasor.

Mientras tanto, reinaba gran disgusto en Chile, motivado por la ineficacia de la flota, sentimiento que por su fuerza determinó la nominación de un nuevo ministro de Guerra, en la persona de Don Rafael Sotomayor. El primer acto del nuevo funcionario fue levantar el bloqueo de Iquique y ordenar a los acorazados que regresaran a Valparaíso, para sufrir minucioso examen en su maquinaria y cascos, porque se había experimentado que en su estado actual no podía competir en rapidez con el temible Huáscar. Revisó también los buques de madera, limpió sus fondos y se reparó su maquinaria. En suma, reorganizó concienzudamente la escuadra. Convirtió en transportes cierto número de vapores mercantes rápidos, destinándolos a convocar tropas a lo largo de la costa y se procuró emplear otros como cruceros.

El almirante Williams renunció, alegando enfermedad, y, en parte, a no dudarlo, a consecuencia del fracaso de sus operaciones navales, y fue reemplazado por el Contralmirante Galvarino Riveros, que izó su insignia a bordo del Blanco Encalada. Este oficial, hijo de un viejo prócer de la guerra de la Independencia y de la hija del coronel Cárdenas, soldado del ejército realista, nació en Valdivia. Perdió a sus padres en su infancia y fue educado por el coronel Aldunate, compañero de armas de su padre, quien lo matriculó en la Academia militar de Santiago en 1843.

En 1848 ingresó en la armada, a órdenes de Simpson y de Muñoz y ascendió a capitán de navío en 1876. Riveros había sido el primer explorador científico del río Toltén, en 1860, y fue a Europa, comisionado para traer el vapor María Isabel. Desde 1863 sirvió bastante en el litoral de Atacama, a bordo de la Esmeralda y del Abtao, y en 1872 desempeñó el cargo de Gobernador Naval de Valparaíso. El comando del Cochrane recaía, a su vez, en el capitán Latorre, que había desplegado gran energía como jefe del pequeño Magallanes.

Ahora el proyecto magno del Gobierno chileno era la captura del Huáscar, pues esta nave era obstáculo real a los planes de devastación y conquista en que desgraciadamente se había empeñado la en otros días pacífica y civilizadora república.

Las hazañas del Huáscar después de la pérdida de la Independencia, su compañero, cuando, ya solo, burló por largo tiempo la persecución de los acorazados chilenos, cada uno de los cuales era más poderoso que él, y mantuvo al enemigo en perenne estado de alarma, constituyen el episodio más interesante de la guerra naval del Pacífico, guerra cuyo verdadero héroe fue Grau.

Este bravo patriota era hijo de un oficial colombiano, cuyo padre había sido mercader en Cartagena. El apellido indica claramente ascendencia catalana. Por las venas del campeón peruano corría la propia sangre que infundió vida y pujanza a las escuadras de Aragón. Un vástago de aquella cepa de recios hombres de mar que por mucho tiempo señorearon el Mediterráneo, iba ahora a ganar imperecedera fama en el Pacífico. Su padre, Juan Miguel Grau, vino al Perú con el General Bolívar y tomó parte como capitán en la batalla de Ayacucho. Sus camaradas retornaron a Colombia en 1828, mas los encantos de una hermosa peruana decidieron a Grau a radicarse en Piura, y allí vio la luz el joven Miguel, en junio de 1834.

El niño recibió el nombre del santo patrón de su ciudad natal. El padre desempeñó algún cargo en la Aduana de Paita, mas no parece que gozara de mucha holgura, pues el mozo Grau fue embarcado en Paita en un buque mercante a la tierna edad de diez años. Abrióse paso en el mundo como grumete y aprendió a fondo su profesión con rudo trabajo al pie del mástil en los siete años siguientes; sólo al cumplir dieciocho obtuvo el nombramiento de guardiamarina en la por entonces humildisima marina del Perú. Servía a bordo del Apurímac cuando el teniente Montero se sublevó en la rada de Arica contra el gobierno de Castilla, a favor de su rival, Vivanco. El desamparado guardiamarina no pudo probablemente sino obedecer lo que se le ordenaba y seguir la suerte de los insurrectos, hasta la caída de su caudillo; además, Montero era su conciudadano, por ser oriundo de Piura. Al sofocarse la rebelión en 1858, Grau retornó al servicio mercante y navegó a China e India, casi por dos años.

A la sazón era uno de los mejores marinos prácticos del Perú, asaz prestigioso por su talento, rápida resolución y valentía así como por la bondadosa disposición de su carácter. De suerte que cuando se incorporó eh la marina en 1860 fue al punto nombrado jefe del buque Lerzundi y poco después enviado a Nantes con la delicada comisión de traer al país dos nuevas corbetas, la Unión y la América.

Obtuvo el grado de capitán de navio en 1868 y comandó la Unión por cerca de tres años y luego el Huáscar, el monitor a cuyo bordo iba a ganar inmarcesible fama. En 1875 fue electo diputado al Congreso por su ciudad natal y se distinguió como ardiente defensor del gobierno de Don Manuel Pardo. Visitó Chile en 1877, estuvo en Santiago y pasó breve tiempo en el balneario de Cauquenes. Hizo ese viaje con el objeto de trasladar a su país los restos de su padre, que falleciera en Valparaíso, para enterrarlos en Piura al lado de los de su madre.

Al estallar la guerra había cumplido veintinueve años de servicios en la armada peruana, y era aún representante al congreso por Paita. Se había casado con una dama peruana de familia distinguida, Doña Dolores Cavero, que más tarde, en medio de su duelo por la irreparable pérdida de su heroico esposo, halló algún alivio en la manera como apreció su país los servicios del mismo.

El gran sacrificio por esa patria, que estaba ya en el último extremo, iba en breve a consumarse. El 1° de octubre una división compuesta de dos acorazados y algunos otros buques, todos minuciosa y completamente reparados, zarpó de Valparaíso con el objeto de obligar al Huáscar a aceptar batalla, solo como estaba, sin esperanza alguna.

Esa división tocó primero en Arica y allí supo el 4 de octubre que el Huáscar, escoltado por la Unión, expedicionaba al sur. Ahora, después de su limpieza, la velocidad de los acorazados chilenos era superior a la del Huáscar. Culpa sería del perseguidor, si encontraba a su heroico adversario, no poder obligarlo a entablar una acción decisiva.

El Almirante chileno había dispuesto que sus barcos más veloces (el Cochrane, al mando del capitán Latorre, escoltado por el O’Higgins y el Loa) navegasen de veinte a treinta millas mar adentro, entre la rada de Mejillones y Cobija, mientras él, en el Blanco, acompañado por la Covadonga y el Matías Cousiño, naves de velocidad inferior, recorría la costa comprendida entre Mejillones y Antofagasta. La escuadra estaba, pues, distribuida de modo que cortaba el paso a todo navío que se encaminase al norte, sin tener noticia previa de la disposición de aquella.

El Gobierno peruano había recompensado la energía y bravura de Don Miguel Grau como comandante del Huáscar, promoviéndolo al rango de Contralmirante, y las damas de Trujillo, departamento del norte del Perú, como nuevo premio a sus grandes servicios, le habían obsequiado con una insignia primorosamente bordada con sus propias manos, pidiéndole que la izase como bandera de combate, cuando ocurriese alguno con el enemigo.

Tocaba ya a su fin la gloriosa carrera del marino peruano, y con ella las esperanzas de su país.

El Huáscar y la Unión cruzaban por las aguas de Antofagasta, espiando a los buques chilenos al ancla en aquel puerto y haciendo lo posible por frustrar los preparativos militares para la invasión del Perú.

En la madrugada del 8 de octubre, del todo ajeno a la proximidad de sus enemigos, Grau navegaba tranquilamente hacia el norte, escoltado muy de cerca por la Unión. La atmósfera estaba densa y nebulosa, como ocurre en aquella época del año, cerca del litoral. A medida que aclaraba el día, disipaba rápidamente la niebla y los marinos peruanos pudieron divisar tres distintas columnas de humo que subían en el horizonte, inmediatamente al noreste y muy cerca de tierra, junto a Punta Angamos, es decir, en el extremo oeste de la rada de Mejillones.

Al punto, el Almirante Grau sospechó que esas tres humaredas no podían salir sino de las chimeneas de los tres buques enemigos que le daban caza. Señaló la presencia del adversario a su acompañante, maniobró hacia el oeste por breve distancia, seguro de que la presunta velocidad superior de sus dos buques lo pondría fuera de alcance y enfiló luego hacia el noroeste. Pronto reconoció a la plena luz de la mañana al acorazado chileno Blanco, a la corbeta Covadonga y al transporte Matías Cousiño. Todo iba bien para las naves peruanas, que parecían lentas pero seguramente aumentar la distancia que las separaba de sus perseguidores, cuando a las 7 y 30 tres nuevas humaredas surgieron en la misma dirección en que aquellas navegaban. Pronto se vio que salían de las chimeneas del Cochrane, del O’Higgins y del Loa.

La situación de Grau se agravó en extremo. Por todos lados estaba cerrada la escapatoria, y en breve fue indudable que el acorazado chileno que avanzaba cruzaría al Huáscar antes de que este lograse cubrir la distancia que mediaba entre su actual posición y la libertad.

Grau se dio cuenta exacta del peligro. Viendo que era imposible todo escape, decidió acometer denodadamente a sus enemigos y abrirse paso entre ellos o perecer en la demanda. Aprestó su buque para el combate, apegándose a tierra, para respaldarse con ella y restar así eficacia a los planes del adversario. Ordenó a la Unión que se alejara del Huáscar e hiciera lo posible para escapar, ya que, perdido este buque, aquel sería el único efectivo que le quedaría al Perú, orden que no le fue difícil cumplir, gracias a su gran velocidad. Comandábala el capitán García y García, correcto oficial que desempeñará importantes misiones diplomáticas durante el período del presidente Pardo y negociara un Tratado con la China. Es autor de un volumen sobre derrotero de la costa del Perú y de otros libros. Por dolorosa que fuese la partida de la Unión era manifiestamente lo mejor que podía hacerse en beneficio del país.

A las nueve y veinticinco la torre del Huáscar disparó el primer cañonazo del primero y último combate jamás realizado entre acorazados, contra el Cochrane, casi a distancia de 3,000 yardas, tiro que cayó corto. El segundo y tercero corrieron igual suerte. El cuarto cayó corto también, pero rebotó y perforó la coraza del acorazado chileno, atravesando las crujías. Hasta entonces los cañones del Cochrane habían permanecido mudos, mas ahora rompieron fuego y la batalla se entabló con igual decisión por ambas partes hasta el fin. El cuarto proyectil del Cochrane cayó en la torre del monitor peruano e inutilizó por el momento su aparato giratorio. Aquella torre era movida a mano, no á vapor, como las de los buques análogos de nuestra escuadra.

Casi a la vez, un tiro del Huáscar tocó el costado del navío chileno, aflojando y mellando levemente una de sus planchas de hierro. Entretanto, los buques habíanse acercado considerablemente, por lo que el Almirante Grau intentó espolonear a su adversario, maniobra que frustró la rapidez de movimientos del Cochrane, pues, provisto como estaba con doble hélice, podía girar sobre sí mismo en la mitad del tiempo que empleaba en hacerlo el Huáscar, y además el capitán Latorre manejaba su buque con gran habilidad y prudencia. Nuevos intentos de espoloneo fallaron igualmente. Ya las naves peleaban sólo a cosa de 300 yardas, si bien en el curso de sus maniobras acercándose a menudo hasta 100 y aún 50 yardas, instante en que los combatientes acribillaban a metralla y fusilería. A las 10 menos 5, justamente media hora después de disparado el primer tiro, una granada del Cochrane alcanzó la torre de comando del Huáscar, que ocupaban el Almirante Grau y uno de sus tenientes, y estalló dentro, destrozándola y matando a sus ocupantes. Tan mortífera fue la explosión que sólo se pudo hallar un fragmento de pierna del valeroso almirante, el resto del cuerpo había volado en pedazos. El bravo marino luchó y cayó frente a Punta Angamos. La Historia no olvidará jamás sus hazañas de heroico patriotismo y apellidará a Grau el Héroe de Angamos.

Hasta el momento de estallar la fatal bomba, el Huáscar había sido manejado con pericia y arrojo, mas el fuego de ambos contendientes era ineficaz, por ser muy escaso el porcentaje de tiros que daban en el blanco. Poco después de las 10 a.m., el Blanco, que desde el amanecer había estado acercándose por popa a toda máquina, llegó al teatro de la acción y al ponerse a distancia de 600 yardas disparó su primer tiro contra el ya condenado Huáscar.

Al caer el Almirante peruano, asumió el comando de su nave el primer oficial sobreviviente, capitán Don Elías Aguirre; mas no bien había ocupado el puesto de honor cuando una bomba del Blanco le voló la cabeza, hiriendo a la vez gravemente al capitán D. Manuel Carbajal, que le seguía en graduación. Apenas el teniente Rodríguez, en quien recayó el comando en razón de grado, reemplazó a Carbajal, fue a sumarse a la lista de víctimas. Lo mato una bomba que, hiriendo a la torre tangencialmente, se desvió hacia el portalón junto al cual el infortunado teniente se apoyaba dando órdenes a los artilleros. Sucedió que el teniente Don Enrique Palacios que, antes de terminar el combate, cayó a su vez gravemente herido por un casco de bomba siendo reemplazado por el teniente Don Pedro Gárezon.

A la sazón, el Huáscar estaba completamente desmantelado. La máquina del timón había sido inutilizada por el mismo disparo que mató al almirante, y desde entonces el buque había sido gobernado mediante aparejos enganchados abajo. Como había desaparecido el tubo de órdenes que comunicaba la cubierta superior con la cámara de timoneles, las órdenes del comandante tenían que transmitirlas mensajeros, lo que ocasionaba gran confusión.

 

Una granada había penetrado también en la torre averiando uno de los cañones hasta hacerlo inservible, después de matar y herir a varios hombres. La propia torre estaba también desmantelada. Sin embargo, se sostenía el desigual combate.

Sobrevino momentánea cesación de hostilidades por haber caído el pabellón del Huáscar, lo que se debió a la rotura de la driza (cuerda con que se izan y arrían las vergas, velas o banderas): mas al punto fue izado nuevamente y los acorazados chilenos reanudaron el fuego. Ambos adversarios intentaron entonces varias veces poner fin a la lucha con el espolón, pero infructuosamente. Gracias al corto espacio que los separaba, el fuego de los cañones era muy mortífero y, al cabo, el cañón Gatling de la cofa del Huáscar fue silenciado por el fuego más eficaz de los Nordenfelts chilenos.

A las 11 a.m., hora y media después de empezada la batalla, se arrió al fin la bandera del Huáscar. Por cierto descuido no se paró las máquinas al mismo tiempo, por lo que los chilenos siguieron disparando, aunque sobre el puente se veía a varios tripulantes agitando pañuelos blancos en señal de rendición. Al fin, el Cochrane despachó un bote a tomar posesión de la presa tan duramente ganada. Tripulaban esa lancha los tenientes Simpson y Rogers, un ingeniero, media docena de marineros y cuatro soldados. Entretanto, había por lo menos tres pies de agua en la sentina (cavidad inferior de un barco) del Huáscar y ardía el revestimiento de la torre de comando, donde cayera el Almirante. Al saltar al buque el teniente Simpson fue recibido por el teniente Gárezon, oficial subalterno de la nave, que, por muerte de sus superiores, comandaba ahora.

El espectáculo a bordo era terrible. Dondequiera yacían cadáveres y cuerpos mutilados y ante la cámara del capitán amontonándose destrozados cuerpos. Así el puente como el entrepuente ofrecían espantosa vista, literalmente sembrados con fragmentos humanos.

«De su plana de 193 tripulantes, entre oficiales y marineros, con que el Huáscar empezó el combate, 64, es decir, casi la tercera parte, yacían muertos y heridos».

Los captores ordenaron a los sobrevivientes que les ayudarán a extinguir el fuego y a trabajar hasta tenerse la seguridad de que se habían cerrado portalones y válvulas, de que las máquinas funcionaban perfectamente y de que la santabárbara se hallaba a salvo. Enseguida se les trató como a prisioneros de guerra. De los 170 hombres de marinería, 30 eran ingleses, 12 pertenecían a otras nacionalidades y el resto, esto es la gran mayoría, eran peruanos.

Fue un duelo solamente de artillería, pues las maniobras de espoloneo, aunque empleadas por ambas partes, fracasaron por completo y no se lanzaron torpedos. El número de disparos que hizo el Cochrane fue casi cuarenta y seis y el del Blanco de treinta y uno.

De estos setenta y siete tiros sólo veinticuatro hicieron blanco en el Huáscar o sea algo menos de la tercera parte. Las bombas que usaron los chilenos fueron exclusivamente Palliser: estallaban después de perforar, demostrando que la débil coraza del Huáscar era peor que inútil. El Huáscar disparó cosa de cuarenta tiros, manejando sus cañones con gran rapidez, pero con mala puntería, debido a insuficiente ejercicio. Los que alcanzaron al Cochrane a cosa de 600 yardas y a un ángulo de 30o penetraron cerca de tres pulgadas, haciendo saltar los pernos y revestimiento interior rompiendo un bao de hierro y pulverizándose al chocar.

Al anochecer, los buques chilenos con su presa fondearon en la rada de Mejillones, en donde dieron sepultura a los restos del héroe naval peruano junto con los de veinticinco de sus bravos compañeros de armas.

Esta batalla demostró la importancia del fuego de artillería y la necesidad de prestar cuidadosa atención al ejercicio y preparación de los capitanes artilleros. Evidenció asimismo la gran dificultad de practicar eficazmente operaciones de espoloneo. Otra lección que dio fue la inconveniencia de poner la máquina del timón sobre la línea de flotación, sin la defensa de una buena coraza, pues el timón del Huáscar fue desmantelado tres veces, primero por la destrucción de su rueda y dos veces más por la rotura de las jarcias supletorias. La acción habida frente a Punta Angamos fue el primer encuentro hostil de buques de moderna construcción y, por tanto, es muy de desear que se estudien atentamente sus detalles.

En adelante, los peruanos sólo tenían dos corbetas de madera. Una de estas, la pequeña Pilcomayo, fue perseguida y capturada por uno de los cruceros chilenos el 17 de noviembre; mas la otra, la Unión, esquivó persecuciones hasta el fin de la guerra y realizó, al menos, heroica hazaña naval, a despecho de todos los acorazados de Chile.

 

Miguel Grau Seminario: el peruano universal.