La Batalla San Francisco ó La Batalla de Dolores, fue una batalla que apenas puede llamarse así. Soldados peruanos siendo heridos por la espalda por sus aliados, con el enemigo preguntándose si semejante despliegue de irresponsabilidad era una treta para distraerlos de una batalla de verdad. Se equivocaban. Y los testimonios así lo confirmaron.
Hoy tocan 136 años de San Francisco, o Dolores, o Pozo de Dolores. 19 de noviembre de 1879. Una batalla de la que casi no se habla en el Perú, y que en Chile apenas merece algunas líneas, con historiadores que todavía hoy discuten si el desmadre que se vivió allí fue en verdad una batalla como las que enseñaban en las academias militares, o un simple tiroteo a lo loco, que solo dejó montones de muertos y un ejército en retirada.
Pero hasta de la desgracia, los peruanos logramos sacar un héroe. Quedó de recuerdo un valiente; sí, el comandante Espinar (que va de Pardo al óvalo Gutiérrez, para los que no lo conocen) El cusqueño Ladislao Espinar, no tengo muy claro por qué, le caía mal a la gente. Soberbio, estirado, de pocas palabras, poco afecto a hacer la patería ni a tropas ni a oficiales. La cosa es que pasó a la historia por ser el único jefe que en medio de todo el desmadre, logró ponerse a la cabeza de las tropas, concretamente el batallón Zepita (me queda la duda de si era subatallón, o Cáceres simplemente no llegó, como la mayoría de oficiales, porque el tiroteo lo agarró almorzando).
Un héroe de aquellos. Ignorando los disparos por la espalda, se concentró en capturar 8 cañones que curiosamente mandaba el sargento mayor Juan de la Cruz Salvo, ese a él a quien Bolognesi le dirige aquello de “hasta quemar el último cartucho”. A punto estuvo de alcanzar la gloria, pero una bala en la frente acabó con su vida. Fue enterrado con todos los honores por los propios chilenos al día siguiente, cuando los peruanos y bolivianos ya se habían ido.
Pero volvamos a la batalla. El desierto de Tarapacá, sección El Tamarugal, según se pasa Pisagua, en medio de la mismísima nada, es un infierno de arena y grava donde el calor te llega entre los 35 y 40 grados de temperatura. Ahora imaginen esa caminata, con arreos de combate, fusil, manta, mochila, o sea todo, menos un gorrito con tapacuello que hacía que los pobres soldados cayeran desmayados y muertos en medio de la travesía. Travesía que tenía la intención de juntar a las tropas peruanas y bolivianas para hacer una gran batalla contra los expedicionarios chilenos recién desembarcados.
Los amigos del Altiplano que nos metieron en la guerra, como que muchos no llegaron. Los que llegaron, se regresaron (con su presidente Hilarión Daza diciendo “habla’os” y dando la media vuelta en el río Camarones) y los que no se regresaron, bueno, que mejor se regresaban. En serio. Mi humlide opinión. ¿Por qué? Porque fueron protagonistas de lo que fue posiblemente la más grande confusión de todas las guerras de todos nuestros ejércitos, de toda nuestra historia. Ok, que si los peruanos la pasaban mal en el desierto, seguro los bolivianos lo pasaban peor, es cierto, pero de allí a que se les haya frito la azotea por el sol, como justificación, no me parece.
Volviendo al tiroteo, no se sabe cómo empezó. Igual que en la batalla de Miraflores, que nadie sabe quien empezó a pegar de tiros, aunque en ambos casos yo tengo mis sospechas. El tema es que luego de una caminata de varios días, sin que nadie hubiese tomado agua, y con los soldados chupando balas (ni piedritas había en el arenal) para hacer saliva y mojar la garganta, las tropas peruanas y los batallones bolivianos que se sumaron llegaron al pozo de Dolores, al pie de una cadena de cerros donde el San Francisco dominaba la pampa.
Era tan buen sitio, que todos los chilenos ya estaban allí arriba hace un par de días, con sus 34 cañones apuntando como erizos hacia todos lados. Hay que reconocerlo. Las peleas la ganan los más vivos y los más rápidos. O sea.
A los oficiales, unos caballeros, por supuesto, ni se les ocurrió disparar, y a los nuestros mucho menos montar un cerco y dejar sitiados a los chilenos allí arriba para que murieran de sed y de insolación. Era obvio que siendo las tres de la tarde, para todos era lógico que mejor se descansaba de la travesía por el desierto, se pasaba rancho, y ya luego se vería cómo se resolvía la batalla el día 20. Es en serio, así se hacía antes la guerra, casi casi con horarios.
Por supuesto, eso eran los oficiales. La tropa era de otro colegio. Suárez, Cáceres, Buendía y los demás estaban en una tienda de campaña, los mapas sobre la mesa, cuando se empezaron a oír tiros. Luego más tiros, y luego cañonazos y en fin, una balacera infernal, que cuando salieron a ver qué pasaba, se encontraron a los soldados peruanos cargando cerro San Francisco arriba, sin hacer formación, sin orden, sin estrategia y por supuesto, sin oficiales.
Imaginen cómo era la cosa: arriba, los seis mil, siete mil chilenos disparando a batallones que venían tan ordenados como barras bravas; estos mismos batallones a mitad del cerro disparando para arriba, cuando de repente empiezan a caer muertos y heridos, pero heridos por la espalda, porque los que todavía no subían (los muchachones de Bolivia entre ellos) disparaban a la ya-qué-chú hacia arriba, pegándole la mitad de las veces a las rocas, y la otra mitad a los uniformes blancos de los nuestros.
Aquí ya se armó el de todos contra todos. Peruanos contra bolivianos hacia abajo, bolivianos contra peruanos hacia arriba, chilenos contra peruanos para abajo, peruanos contra chilenos hacia arriba, bolivianos contra chilenos hacia arriba, y chilenos dejando en paz a los bolivianos hacia abajo, porque estaban haciendo un muy buen trabajo, los chicos.
Pero no todo parecía un scketch de Monty Python. Aquí empieza la parte seria y documentada del asunto. Peruanos y chilenos llegados al cuerpo a cuerpo, pelearon como bravos, como refiere el testimonio de un soldado expedicionario del Atacama: “He tenido ocasión de ver a dos soldados muertos, José Espinoza, y un peruano del Zepita; ambos estaban cruzados por sus bayonetas y como si aun no fuera bastante, esos valientes se hicieron fuego, quedando enseguida baleados en el pecho”.
Belisario Suárez también cuenta en su parte oficial de la batalla, cómo vio todo el caos: Su testimonio está allí, para que luego no se crea que soy yo agarrándole bronca a los vecinos del altiplano: “Mientras tanto, sordos a la corneta, indóciles al ruego, a la amenaza, a la exhortación y a todo, los soldados bolivianos sin jefes, continuaban su obra con la precipitación y frenesí propio de quien no tiene otro objeto que hacer incontenible el desorden. La conducta de las divisiones bolivianas (…) hicieron irreparable la primera imprudencia, que nos improvisaron un campo de batalla inesperado y más digno de atención que el del enemigo”. Una joya.
Y si tampoco creían eso de sentarse a almorzar con los enemigos a tiro de vista, don Belisario también lo cuenta: “La jornada había concluido por ese día y me retiraba a dirigir y presenciar el reparto de las raciones, cuando los primeros tiros del cañón enemigo y un vivísimo fuego de fusilería, me obligaron a regresar a las posiciones avanzadas, en las cuales, sin orden alguna, se había comprometido un verdadero combate. Las columnas ligeras de vanguardia organizadas en días anteriores, escalaron el cerro fortificado y no tardaron en seguirlas los cuerpos de la división Vanguardia; el batallón Ayacucho y algunas otras fuerzas de la división primera. Tres veces ganaron nuestros valientes la altura y desalojaron a los artilleros apoderándose de las piezas bajo el fuego de los Krupp, de las ametralladoras y de una infantería muy superior defendida por zanjas y parapetos; pero las fuerzas del ejército aliado en completa dispersión, sin orden, sin que nada autorizara ese procedimiento, rompieron un fuego mortífero para nuestros soldados e inútil contra el enemigo”.
Yo me imagino a los chilenos sin entender claramente qué pasaba allí abajo. Porque si la estrategia peruana era crear una distracción para flanquear al enemigo, les estaba quedando muy bien. Solo que nadie flanqueaba ni medio cerro ni nada. Suárez lo sigue explicando. De no tratarse de documentos históricos, pasaría por una mala broma.
“El campo se cubrió de esos soldados fuera de filas que disparaban desde largas distancias, avanzaban a capricho o escogían un lugar para continuar quemando sus municiones sin dirección ni objeto; en cada sinuosidad del terreno, tras de cada montón de caliche y aún en cada agujero abierto por el trabajo, había un grupo que dirigía sus fuegos sin concierto, sin fruto y produciendo un ruido que aturdía y confusión que no tardó en envolverlo todo. (…)Aún cuando yo intenté dirigir la altura, el ataque en que estábamos empeñados, ya que sin plan, con ejemplar denuedo, enseñaba al enemigo a respetar nuestra bandera, que se señoreaba de sus parapetos; pero tuve que abandonar con bien ese empeño a ruego de los soldados heridos por la espalda mientras combatían denodadamente”.
Allí lo dice. Heridos por la espalda. Y ahora entiendo cómo tras el lamentable espectáculo, se animaron los del sur a lanzar la emboscada de Tarapacá, en donde les fue igual de mal que a los nuestros en San Francisco. Una victoria para Perú y una para Chile, más que por lo buenos que eran unos, por lo malos que eran los otros. Como decía Sofocleto, el caos es lo único que se organiza solo.
Escrito por: Por Gastón Gaviola.
Fuente:
diariocorreo.pe