Manifiesto De Montán: 31 De Agosto De 1882

La gran masa nacional, descreída, indiferente, extenuada, ni tomó parte en la
lucha, ni quiso ponerle término recobrando sus fueros. Tan relajados estaban
los vínculos sociales, tantos y tan grandes eran los agravios recientes que los
pueblos tenían recibidos de los hombres públicos que se disputaban el honor
de dar a la patria el golpe de gracia, que puede decirse, miraban con una
especie de indolente satisfacción, desencadenarse a cada hora más horrenda,
la tormenta en que ellos mismos podían naufragar. ¡Consecuencia fatal de
sesenta años de abominable corrupción política!
Hubo, sin embargo, un momento, en que todo pareció contribuir a que se
cambiase la negra faz de nuestros destinos. La guerra civil, por una serie de
rápidos acontecimientos, puso la suerte de la República en manos de un
hombre que se exhibió desde luego, dispuesto a romper con las tradiciones de
la intriga y de la deslealtad, y a fundar una nueva era política, reuniendo bajo
una sola enseña a todos los peruanos, hasta dar inmediata solución a los
conflictos de que pendían la libertad y el bienestar del país. Fue aquella una
coyuntura digna de ser bien aprovechada.
Como prenda de conciliación y de propósitos honrados, el general Montero
invocó mi patriotismo para que me decidiera a aceptar el gobierno superior de
los departamentos del norte.
Era necesario afianzar a toda costa la unificación nacional. ¿A quién no
seducen juramentos que halagan sus más ardientes deseos y la esperanza de
contribuir en alta escala a la restauración de su patria?.
No trepidé un instante, pero mi aceptación resultó de un compromiso, muchas
veces ratificado, cuyas bases principales fueron, a saber, dar a los pueblos una
representación legítima, ajustar la paz exterior y destruir hasta en su último
germen esa ponzoña que, con el título de partidos políticos, corroía las
entrañas de la patria.
Bajo estas expresas condiciones y no queriendo que se me echase en cara un
egoísmo que jamás he sentido, di a la nación mi manifiesto de 1 de abril, con
declaraciones amplísimas; documento que, para más afirmarme en mis
propósitos, fue recibido con general aplauso.
El general Montero marchó inmediatamente al centro de la República, con el fin
aparente de asegurar el mejor éxito de sus determinaciones, pero en realidad
para echarse en brazos del círculo que ha trabajado con el mayor tesón por la
ruina nacional.
No quiero detenerme en vanas lamentaciones.
Una vez en Huaraz y variando radicalmente de conducta, dictó Montero una
medida violenta contra los redactores de La Reacción, periódico que se editaba
en la capital de este departamento y que difundía con entusiasmo la patriótica
doctrina de regeneración y paz, siendo este proceder tanto más notable, cuanto
que el mismo general había aplaudido y ofrecido solemnemente a los señores
Frías y Hernández, como a mí, que gobernaría con los pueblos y para los

pueblos, que en la voluntad nacional fundaba el origen de su gobierno y que
estaba resuelto a romper todos los lazos que quisieran sujetarle a intereses de
bandería.
Al mismo tiempo, cerraba la puerta a todo avenimiento con el enemigo,
contestando al discurso del Ministro americano Trescot, que no trataría de
arreglos con Chile sino se salvaban íntegros el honor, el territorio y los
intereses de las naciones aliadas.
Fracasó, porque debía fracasar, el negocio indecente de la intervención
extranjera, y el general Montero, lejos de convocar una representación nacional
con poderes bastantes para resolver sobre la situación del país, uno de los más
graves cargos que a los señores Hernández y Frías hizo fue el de sediciosos,
por haber iniciado la idea de los comicios provinciales. Entonces declaró ya
terminantemente que la legitimidad de su gobierno derivaba del Congreso de
Chorrillos y que no era otra cosa que el sucesor y continuador de la farsa
criminal que tuvo origen en la Magdalena.
Indignado por tales procedimientos, que destruían todas las esperanzas
concebidas y probaban, cuando menos, la falta de carácter en el hombre a
cuyas protestas de honor me atuve, y teniendo al frente dos provincias
sublevadas con el pretexto de que querían la guerra a todo trance, no podía ser
mi situación más cruel. La lealtad, empero, dictó mi conducta: siempre me ha
repugnado la traición y por ningún motivo hubiera aprovechado de la autoridad
que en estos departamentos ejercía para romper la unidad política interna, al
frente del enemigo que necesitábamos afrontar estrechamente ligados.
Elevé mi renuncia de la jefatura superior al gobierno de Huaraz, previniendo al
general Montero que solo por mi propia dignidad e interés nacional daría cima
a la pacificación de Chota y Hualgayoc, pero que, cumplida tan enojosa misión,
dejaría el puesto al sucesor cuyo nombramiento irrevocablemente exigí.
No obstante mi categórica declaración el general Montero quiso prolongar con
satisfacciones personales una situación insostenible y, sin resolverla en
definitiva, efectuó su violenta traslación a Arequipa, sólo, después de disolver
su ministerio y despojándose a sí mismo de todo carácter de autoridad
suprema; rompiendo de hecho su comunicación con el norte, cabalmente
cuando fuerzas de Chile, salvando el límite en que hasta entonces se habían
mantenido, invadieron San Pablo y Cajamarca.
¿A quién podía entregar el puesto en circunstancias tan estrechas?
Ni tenía instrucciones a que sujetar mi conducta ni facultades de los pueblos
para imponerles mi voluntad. Responsable del legado forzoso de un caudillo
cuyo programa había cambiado y no era ya conforme con el mío; con un
puñado de hombres de armas a mis órdenes, pero insuficientes para resistir al
invasor, sin recursos y teniendo que empeñar mi crédito personal para dar pan
al soldado, pues las repetidas contribuciones ordinarias y extraordinarias
cobradas durante un año a los pacientes pueblos los habían reducido a la
mayor miseria ¿cómo salvar el inminente conflicto?

Quise ganar algún tiempo retirándome a la provincia de Chota, pero
desgraciadamente el pueblo inexperto, exaltado por el ultraje que de una
pequeña porción del enemigo recibía, exigió combatir y se ensangrentaron las
alturas de San Pablo.
¡Cuán caro se ha pagado el estéril triunfo de un instante!
Los pocos abnegados voluntarios que me acompañan, no son, ni con mucho,
bastantes para oponer seria resistencia a las formidables fuerzas invasoras que
asolan en estos momentos, ansiosas de venganza y exterminio, el noble
departamento de Cajamarca; conducirlos a un sacrificio estéril provocando
mayores iras de parte de un enemigo que las descarga sobre vecindarios
indefensos, sería imperdonable; y me he visto precisado, sofocando los
impulsos del corazón, a emprender con ellos una retirada tristísima, impuesta
por la necesidad más absoluta, en tanto que las familias abandonan sus
hogares, que las llamas devoran ciudades enteras y que pesan los horrores de
una guerra sin ejemplo sobre seres inermes y desvalidos.
Esta es la condición a que se ven reducidos los departamentos del norte y su
gobernante, por consecuencia de los errores, de la falta de energía, de
constancia y de elevado espíritu, en el caudillo que va a probar fortuna dentro
de los muros de Arequipa.
Mi determinación está tomada. Ni aún tratándose del general Montero quiero
ser un rebelde. Pero como no es posible que pueda continuar contra mis
convicciones y sin derecho, el ejercicio de una autoridad discrecional, la
entregaré a los pueblos.
Quiero dar el primer paso honrado en favor del país, provocando un
movimiento nacional pacífico, que coloque en los pueblos mismos el
expediente de su salvación.
Ya que no me es posible de toda la República, convoco una Asamblea parcial
de Representantes de los siete departamentos que me obedecen.
Ante esa Asamblea depondré mi autoridad para ajustar a sus decisiones mi
conducta de ciudadano.
En nada, absolutamente en nada, peligra la unidad nacional por el paso franco
en que me empeño.
Las relaciones fraternales con el centro y sur se conservarán fielmente, y si en
aquellas regiones se procede como en ésta, podremos arribar a la reunión de
una gran Asamblea General, con derecho para decidir de la suerte de la
República.
Mientras tanto, no pueden por menos que traicionar a la patria, todos los que
pretenden imponerle, sea cual fuere, su voluntad individual arbitraria.

Aprovechar de las angustias nacionales para conservar una autoridad punible,
para seguir fomentando los odios de facción y explotando la sangre del pueblo,
es horroroso.
Inténtese, alguna vez, con fe y sinceridad, la concordia de la familia peruana.
Depónganse las pasiones mezquinas, siquiera sea para salvar unidos del
común peligro.
No me he cuidado de cubrir con un velo engañoso el triste estado del país por
mucho que los especuladores de farsas censuren mi conducta.
Creo que han perdido al Perú los engaños de que constantemente le han
hecho víctima sus hombres públicos.
Con seguridades, siempre fallidas al día siguiente, le han mantenido la fiebre
de una guerra activa, o a la esperanza de una paz ventajosa, imposibles de
todo punto, después de nuestros repetidos descalabros.
Se habla de una especie de honor que impide los arreglos pacíficos cediendo
un pedazo de terreno y por no ceder ese pedazo de terreno que representa un
puñado de oro, fuente de nuestra pasada corrupción, permitimos que el
pabellón enemigo se levante indefinidamente sobre nuestras más altas torres,
desde el Tumbes al Loa; que se saqueen e incendien nuestros hogares, que se
profanen nuestros templos, que se insulte a nuestras madres, esposas e hijas.
Por mantener ese falso honor, el látigo chileno alcanza a nuestros hermanos
inermes; por ese falso honor, viudas y huérfanos de los que cayeron en el
campo de batalla, hoy desamparados y a merced del enemigo, le extienden la
mano en demanda de un mendrugo…
¡Ah! Guerreros de gabinete, patriotas de taberna, zurcidores de intrigas
infernales! ¡Cobardes, mil veces cobardes, autores de la catástrofe nacional!.
¡Basta!
Que no me lleve el corazón demasiado lejos.
He creído de mi deber explicar a los pueblos la razón de la conducta que voy a
seguir.
Ya lo he hecho.
Ahora solo me resta proceder, y que el presente y la posteridad me juzguen.

 

Fuente:

congreso.gob.pe

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