En este capítulo el historiador italiano Tomás Caivano condensa los éxitos basados en el dinero, la extorsión y la complicidad latinoamericana de la diplomacia chilena durante el desarrollo de la guerra del guano y el salitre.
Luego del combate de Angamos la diplomacia chilena bloqueó todo intento del Perú por renovar su flota
Chile tenía razón (si razón puede existir alguna vez para la comisión de actos reprobables) cuando tan arrogante se mostraba: su diplomacia triunfaba en toda la línea, como sus tropas habían triunfado en los campos de batalla; y esos triunfos le colocaban en aptitud de imponer la ley. Verdad es, también, que para alcanzar tales victorias, había hecho correr ríos de oro, del mismo oro que había usurpado al Perú.
“Cuando el oro juega un papel tan esencial en los negocios humanos decía el ministro del Perú en Washington, en oficio de 10 de agosto de 1882, al ministro de relaciones exteriores de su patria y se carece de él, no se necesita la experiencia de los años para saber (un niño puede saberlo) que sin él no se avanza mucho en este mundo, sobre todo, atando puede haber un enemigo que lo derrame a manos llenas”.
Y a manos llenas se derramaba, por los agentes chilenos, en Estados Unidos, en Europa y en las repúblicas hispanoamericanas, en tanto que el Perú, arruinado y exangüe, no podía proporcionar a sus agentes diplomáticos ni los recursos indispensables para atender modestamente a las necesidades de la representación de que estaban investidos.
He allí el secreto de los fáciles aunque no baratos triunfos de Chile, que le permitieron salvar la situación embarazosa, llena de peligros que el mismo país se creara; peligros sintetizados en estos tres acápites de la memoria que el ministro de relaciones exteriores de Chile presentó al congreso de 1882:
“Un conjunto de circunstancias especiales, extrañas a la iniciativa y ala voluntad del gobierno de Chile, habían creado, en setiembre de 1881, una situación internacional digna de la más seria consideración del gobierno y del país.
No nos cumple demostrar las causas verdaderas, latentes u ocasionales, que hubieran sido parte a determinar UN ESTADO DIPLOMÁTICO PREÑADO DE AMENAZAS Y DE LAS MÁS GRAVES COMPLICACIONES…
Aunque de distinta índole y con fines quizá diversos teníamos que afrontar una situación política compleja, que presentaban faces bien separadas, en Europa, en los estados americanos del Atlántico, en Colombia por el proyectado
congreso de Panamá, en los Estados Unidos de América y en las repúblicas mismas con las cuales nos encontramos en guerra”.
Chile, pues, necesitó recurrir a todas las argucias de su diplomacia y a todo el oro que arrebató al Perú, para salvar tantos peligros que le rodeaban, y sólo así pudo lograr el fin que se propuso.
El primer peligro era Europa: los tenedores de bonos de la deuda pública del Perú en Francia, Inglaterra, Bélgica y Holanda pidieron a sus respectivos gobiernos que, en protección de sus intereses, intervinieran en la guerra del Pacifico –antes de la ocupación de Lima– porque ya Chile explotaba los guanos y salitres afectos al pago de aquella deuda.
A mediados del año de 1880 los gobiernos de los cuatro países europeos indicados se asociaron “para acordar las bases de un ofrecimiento de mediación conjunta a los beligerantes del Pacífico, mediación cuyos términos habrían de ser impuestos a todos los países empeñados en la contienda”.
El asunto era arduo para las potencias europeas: tenían en contra la doctrina de Monroe -sustentada tan mal siempre por los Estados Unidos- que era necesario respetar en gracia a la armonía con la Gran República, cuyos celos no querían despertar; y tal vez si hubiera sido mejor que entonces lo hicieran, tanto por la tranquilidad futura de la América del Sur, como por salvar los intereses europeos comprometidos en la guerra tripartita, y para evitar que pueblos americanos de política falsa y engañosa pudieran más tarde imponer la ley al mismo viejo continente.
Pero Chile no se descuidó: dividió la delegación única que tenía acreditada en Francia e Inglaterra y creó otra delegación en Alemania. Fue entonces cuando pudo después de haber reducido, durante la primera etapa de la guerra, su delegación en Francia e Inglaterra, al ministro y a su secretario- dotar a sus legaciones con numeroso personal, pagar agentes para que vigilaran todos los astilleros y dar grandes recompensas a los editores o redactores de periódicos europeos de alguna importancia, para que hicieran propaganda en favor de Chile. Periódico hubo que hasta elogió la pericia de los chilenos para rastrear y cortar o unir el cable submarino según convenía a sus intereses.
La diplomacia chilena trabajó activamente y el concierto de las potencias europeas no llegó a efectuarse. Los Estados Unidos contribuyeron a este resultado, haciendo presente a aquellas potencias que América era para los americanos... (¿de la Gran República?), según la doctrina de Monroe.
Pero al mismo tiempo que apartaba esta tormenta Chile, otra nube amenazadora se presentaba en el horizonte de su política internacional; la República Argentina, que comprendía el peligro que entrañaba la ambición de su vecina y eterna rival la que, si llegaba a adueñarse definitivamente de los ingentes tesoros del Pera, al fin se volvería contra ella-, buscó el acuerdo del gobierno del Brasil, para mediar en la contienda del Pacífico.
A tenor de un oficio que el ministro argentino acreditado cerca del gobierno del Brasil dirigió al ministro de relaciones exteriores de este país, el 25 de diciembre de 1880, desde Petrópolis, residencia de la corte imperial, la Argentina se proponía que ambas naciones “apoyaran todas las proposiciones que tendieran a obtener la paz, con la sola excepción de aquellas que pudiesen herir el honor nacional de las partes interesadas, o privar a cualquiera de estas de su derecho de soberanía y propiedad sobre territorios no disputados; que, como toda proposición de esta clase tenía que ser inadmisible para los beligerantes, los dos países mediadores aconsejaran discretamente su retiro y substitución por otras que no imposibilitasen el desenlace pacífico que se buscaba; que ofrecieran a los beligerantes las siguientes condiciones para poner término al estado de guerra: pago de los gastos originados en la guerra, que serían determinados por comisiones mixtas; devolución de propiedades y bienes particulares; indemnización de perjuicios causados por la guerra; garantía para la conservación de la paz y para el pago de las sumas que se adeudaran, y sometimiento al arbitraje de una potencia imparcial de todas las cuestiones que dieran lugar a la guerra y de las que se originaran con motivo de los tratados de paz; y que si los mediadores no llegaban a obtener resultado feliz en sus gestiones, se retiraran, creyendo haber llenado los deberes impuestos por los más elevados sentimientos que proclama la civilización, y, deplorando los obstáculos que hubieran hallado para la realización de sus sanas intenciones, dejaran al juicio imparcial de los pueblos cultos la apreciación de los hechos que sobrevinieran”.
Chile cruzó estos buenos propósitos, enviando instrucciones terminantes a su ministro en Río de Janeiro, para que, llegado el caso de que le fuera ofrecida la mediación, ya confidencial, ya solemnemente, declinara el honor por no ser posible que su gobierno prescindiera de los antecedentes que le aconsejaban no aceptar dicha mediación. Estos antecedentes no eran otros que la simple presunción de Chile de que la Argentina no era neutral en la cuestión del Pacífico, sino que se inclinaba del lado de los aliados, y favorecía a estos “procurando la mediación sobre bases contrarias a las formuladas en las conferencias de Arica”.
Chile, pues, triunfó, esta vez más, diplomáticamente, con daño del Perú.
El 30 de diciembre de 1880, el ministro de relaciones exteriores de la República Argentina dirigía un oficio a su colega de Colombia, con motivo del proyectado congreso americano de Panamá, en el que, entre otras cosas, le decía:
“Erigidas las antiguas colonias españolas en naciones libres y soberanas, proclamaron, como base de su derecho público, la independencia de cada una de ellas y la integridad del territorio que ocupaban, y este principio debe ser inscrito en la primera página de la conferencia que se proyecta, porque tiene el asentimiento de los pueblos y es necesario desautorizar explícitamente las tentativas de anexiones violentas o de conquistas”.
Chile, entonces, intrigó de tal manera, que no sólo neutralizó la acción argentina, sino que hizo fracasar el proyectado congreso, como luego veremos.
El 25 de octubre de 1881, el ministro de Estados Unidos en Buenos Aires comunicaba al secretario de estado, Blaine, que el día 1° de dicho mes el ministro de relaciones exteriores de la Argentina le había leído el memorándum de Hurlbut a Lynch, que ya conocemos; que le había informado de sus gestiones ante el gobierno del Brasil; que copias del oficio en que se basaban dichas gestiones habían sido enviadas a los ministros argentinos en Washington y Londres, con instrucciones para que las presentasen a los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra, a los que, a la vez, deberían hacerles presente “la conveniencia de aplicar a Chile una política enteramente igual a la diseñada en aquel memorándum”; y que creía el ministro argentino de relaciones exteriores haber obtenido la aprobación de lord Granville (primer ministro inglés por entonces) a las sugestiones de la política argentina.
Chile salvó este nuevo escollo, por los medios ya conocidos, en Washington y en Londres.
Desde el principio de la campaña contra el Perú, Chile procuró adormecer a las repúblicas americanas que podían favorecer, directa o indirectamente, al Perú.
Una de las repúblicas que mejores servicios podría prestar a los aliados era Colombia, por cuanto el istmo de Panamá era el tránsito obligado para los elementos bélicos que aquellos pudieran proporcionarse.
No teniendo Chile cuestión alguna que ventilar con Colombia, hubo de recurrir a un pretexto para neutralizarla, y dio instrucciones a su ministro en Bogotá, con el objeto de que celebrase con dicho país una convención general de arbitraje. En efecto, el 3 de setiembre de 1880 se firmó en Bogotá una convención en la que se estipulaba que:
«Las controversias o dificultades de cualquier especie que pudieran suscitarse entre ambas naciones debían ser sometidas a arbitraje; que en cada caso concreto se designaría, de mutuo acuerdo, el árbitro que había de fallarlo; que, a falta de acuerdo, el árbitro sería el presidente de los Estados Unidos de Norte América, y que la convención debía ser ratificada y canjeada, a más tardar, en el término de un año”.
Colombia, que tragó el anzuelo, comprendió, al fin, la red en que había caído, y, queriendo volver contra quien así le engañaba el arma de que este se había valido, invitó a los gobiernos de Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, República Argentina, Paraguay, Uruguay, Venezuela, Santo Domingo, Guatemala, Costa Rica, Salvador, Nicaragua, Honduras y México, a un congreso americano que debía reunirse en Panamá el 1° de diciembre de 1881, con el objeto de procurar la celebración de convenciones análogas a la ya citada, entre las repúblicas invitadas, y de atender al desenvolvimiento de los intereses generales y comunes al continente.
Chile conocía que “esta idea era útil a la paz y al progreso de la América española”; pero, para él era peligrosa, porque las simpatías o antipatías que los beligerantes del Pacífico habían despertado en las repúblicas americanas estaban llamadas a producirse, como un elemento perturbador, en el seno de aquel congreso, si antes de la reunión de este no había terminado la guerra tripartita”.
Ya hemos dicho que, con motivo de la convocación a este congreso, el ministro de relaciones exteriores de la Argentina se dirigió al de Colombia, indicándole cuál era, a su juicio, la declaración principal que debía sancionar dicho congreso. El canciller colombiano, dando respuesta a aquel oficio, el 19 de abril de 1881, decía que en los propósitos de la invitación se había entendido que la base, al efecto necesaria, debía serla expresa adopción de las doctrinas de justicia y de los principios de común seguridad, doctrinas y principios que en Colombia constituían no simplemente uñateo ría más o menos popular y variable sino la tradición constante de su política y la norma de conducta de todos sus gobiernos.
A Chile no podía convenir que se reuniera un congreso que tales declaraciones debía hacer y sancionar, ratificando las bases del derecho público proclamado por las repúblicas hispanoamericanas, y dirigió todos sus esfuerzos a impedir que se llevara a cabo el grandioso proyecto de Colombia.
Su primer paso en este sentido fue no ratificar la convención de arbitraje pactado con Colombia; pero como ya el plenipotenciario chileno había asegurado oficialmente al gobierno de aquella república, el 4 de junio, que el gobierno de su patria no sólo ratificaría aquella convención sino que se haría representar en el congreso de Panamá, en presencia de esta dificultad, Chile no vaciló y envió instrucciones terminantes a su plenipotenciario para que declarase al gobierno colombiano:
- Que Chile no revalidaría la convención de arbitraje;
2. Que no concurriría al congreso de Panamá;
3. Que su pensamiento era que dicho congreso no debía reunirse hasta que terminase la guerra en que estaba empeñado y obtuviera de ella todas las ventajas que se proponía; y,
4. Que deseaba que se aplazase la reunión del congreso aludido hasta el momento en que la paz continental pudiera constituir la primera y más sólida garantía de una inteligencia correcta sobre los acuerdos dirigidos al bienestar común de las repúblicas americanas.
En vano Colombia protestó moderadamente de estas resoluciones e invocó la buena fe internacional en la celebración de los pactos; Chile se mantuvo inexorable. Tampoco le convenía hacer otra cosa, porque la reunión del congreso de Panamá era la muerte de todos sus proyectos de expoliación del Perú.
El gobierno colombiano, no obstante, insistió en la reunión de aquel congreso, pero Chile cruzó todos sus planes.
Al efecto, los agentes diplomáticos de Chile, acreditados en las repúblicas americanas invitadas por Colombia, recibieron instrucciones para proponer a los respectivos gobiernos el aplazamiento del congreso o la no concurrencia a él; y como Chile carecía de representación diplomática en el Ecuador, las cinco repúblicas centroamericanas y México, envió legaciones a dichos países con idénticas instrucciones.
El gobierno del Ecuador fue el primero que accedió a los deseos de Chile, lo que ocasionó una agria discusión entre el plenipotenciario de Colombia en Quito y el ministro ecuatoriano de relaciones exteriores; ambos gobiernos se empeñaron, con este motivo, en nueva discusión; se hicieron mutuas recriminaciones, y poco faltó para que se rompieran las hostilidades entre los dos países. El Ecuador ha sido siempre la víctima de las tendencias absorbentes de Chile: verdad que merecido lo tiene.
Las repúblicas centroamericanas habían nombrado ya sus representantes para el congreso de Panamá; pero los agentes chilenos intrigaron de tal manera que obligaron a los gobiernos de esos países a variar por completo las instrucciones dadas a dichos representantes. Excusado es decir que las nuevas instrucciones se conformaban a los deseos de Chile.
México y el Paraguay escucharon la palabra oficial de Chile, y declararon que no concurrirían al congreso.
La República Argentina nombró su representante y lo proveyó de instrucciones en todo conformes a la política que se proponía seguir y que ya conocemos.
Venezuela nombró; también, al diplomático que debía representarla.
Faltaba saber qué actitud asumiría el Uruguay.
Chile no tenía legación en dicha república, y por esta circunstancia se ordenó al ministro chileno en Río de Janeiro que se trasladase, sin pérdida de tiempo, a Montevideo; pero, como el asunto urgía y no se podía perder un solo momento, por telégrafo se invistió al cónsul general de Chile en Buenos Aires con el carácter de plenipotenciario en misión especial, y se le enviaron instrucciones precisas; por telégrafo, también, se pidió al canciller uruguayo que recibiera a ese agente ad hoc, y por telégrafo recibió el gobierno chileno seguridades de su aceptación. El enviado especial se dirigió a Montevideo, y en dos días llenó cumplidamente su cometido: el Uruguay no mandó representante suyo a Panamá.
Como se ve, esta misión, que puede llamarse eléctrica, dio el mejor resultado.
Así impidió Chile la reunión del congreso de Panamá: triunfó una vez más, y una vez más, también quedaron defraudadas las esperanzas del Perú y de Bolivia.
No terminó allí, sin embargo, la acción de Chile en este sentido; necesario era escarnecer de nuevo a los aliados, y aprovechó de la ductilidad y de la ambición de un político boliviano para lanzar a la aliada del Perú en un terreno escabroso, a la vez que impedía a dicho hombre público marchar a Panamá, donde era necesario formar el vacío, para que no se reuniera el proyectado congreso.
Nos referimos a don Mariano Baptista, nombrado plenipotenciario de Bolivia ante dicho congreso, a quien Chile hizo concebir esperanzas de ascender al poder, en su patria, y de cuya actitud y conducta nos hemos ocupado extensamente en la segunda parte de esta obra, así como de las consecuencias del pacto de tregua entre Chile y Bolivia suscrito en Tacna, a mediados de enero de 1882, por Baptista y don Eusebio Litio, pacto que, según los chilenos, fue abandonado por Bolivia sin conocerse las razones que para ello tuviera; pero que en realidad no llegó a protocolizarse porque así convino a los intereses de Chile. En cambio, este país logró que el diplomático boliviano olvidara el verdadero objeto de su viaje y que quedara constancia de que una de las repúblicas aliadas -interesada directa en la reunión del congreso de Panamá- no había concurrido al lugar de la cita.
Chile consiguió, pues, cuanto se propuso con su insidiosa y maquiavélica política internacional, y justo era que tratara a Estados Unidos con el desdén que lo hacía, desde que no ignoraba ya cuál era la llave que abría todas las puertas a la complicidad y a la aprobación de cuantos despropósitos, extorsiones y expoliaciones había consumado y tenía aún en mente perpetrar.
Había sonado la hora fatal para las naciones empobrecidas, y principiaba la era feliz para el pueblo que llevó a aquellas a la ruina y a la muerte.
El crimen quedaba triunfante; las víctimas no debían esperar ya auxilio, reparación, ni venganza, si no las buscaban por sí mismas, y esto era imposible en el momento, y tal vez lo sería por muchísimo tiempo más…
Mariano Baptista: el penoso boliviano que, seducido por promesas chilenas, al final no asistió a la cita de Panamá.