En la inagotable recopilación de documentos lograda por Pascual Ahumada Moreno (Valparaíso, Imprenta del Progreso, 1884) está inserto, en las páginas 98 y 99, el editorial que «El Comercio» de Lima escribió a fines de febrero de 1879, dos semanas después de que las tropas chilenas invadieran el territorio boliviano con el pretexto de defender los intereses de la empresa que, fundada con capitales el Mapocho y el aporte británico, explotaba las salitreras de la región. Quizá al diario que hoy concentra el 75% del periodismo impreso en papel le resulte saludable recordar ese aspecto piadosamente oculto de ó que fueron también sus raíces.
La primera página del exhaustivo libro del chileno Pascual Ahumada Moreno donde está republicado el editorial de «El Comercio» de Lima.
“Chile tiene razón pero su causa no es simpática”
(Editorial de El Comercio de Lima)
Las noticias que del Sur nos ha traído el vapor del domingo, explican con bastante claridad los acontecimientos realizados en el litoral boliviano y descubren los planes de los chilenos sobre esa zona mineral.
Forzoso seria cerrar los ojos a la luz de la justicia para no ver que la razón está de la parte de Chile; y sin embargo, a la primera mirada investigadora que echa el espectador desapasionado sobre el vasto campo en que se ventilan los derechos e intereses de Bolivia y Chile, descubre que la causa de este último países antipática. (!!)
Que Bolivia ha violado los pactos y que los “doctores paceños,” como llama un diario de Santiago a los políticos de la Paz, han creído que las cuestiones internacionales pueden resolverse con abogaderas de leguleyos, son hechos que los mismos periódicos bolivianos se encargan de comprobar cuando pretenden hacer creer que las reclamaciones de Chile en favor de la Compañía Salitrera de Antofagasta, debían cesar en cuanto se dictó por el Gobierno del general Daza la resolución de 1° de Febrero que arruina a la citada Compañía.
Todo hombre de sentido común debía haber previsto que el tajo con que el Gobierno boliviano pretendía cortar el nudo gordiano de Antofagasta, tenía forzosamente que exasperar a los chilenos, pues cuando éstos pretendían resolver la cuestión por arbitraje no era ciertamente la mejor manera de proceder, destruir lo que servía de origen a la cuestión. En cambio Chile, que estaba indudablemente autorizado para apelar a las vías de hecho, de la misma manera que Bolivia, no se ha conformado con salvar su derecho y decoro, sino que, juzgándolo por las revelaciones y sobre todo por el tono de su prensa, parece mui satisfecho de encontrar un pretexto para realizar planes preconcebidos.
Si Chile se hubiera limitado a ocupar Antofagasta para evitar que se realizase la venta de las propiedades de la Compañía Salitrera, declarando a la vez que tan luego como el decreto que autorizaba su enajenación se revocara, abandonaría aquel puerto; si Chile hubiese manifestado de alguna manera que, a pesar de las violencias de Bolivia, estaba siempre dispuesto a apelar al arbitraje, con tal que las cosas se retrotrajeran al estado en que se hallaban cuando lo propuso, no habría motivo alguno para quejarse de los procedimientos del Gobierno de aquel país y por el contrario, los hombres de Estado que se interesan en el mantenimiento de la paz entre las naciones, habrían creído de seguro que el único camino para alcanzar este fin era ejercer presión sobre el Gobierno boliviano, con el objeto de obligarlo a que desistiera de su singular propósito de constituirse en juez único de una causa en que es parte. Pero Chile ha ido mucho más lejos; su prensa habla de reivindicación de territorio, como de la cosa más natural del mundo; el jefe de sus fuerzas expedicionarias no se toma el trabajo de insinuar siquiera una excusa al tomar posesión de Antofagasta, y aunque es cierto que los diarios chilenos manifiestan una reserva circunspecta al disertar sobre la actitud que nuestro país pueda asumir al frente del conflicto creado por la ocupación del litoral boliviano, bien claramente dejan comprender algunos de ellos su resolución de alentar al Gobierno chileno a arrancar al boliviano el territorio comprendido entre los grados 23 y 24, aunque para esto sea necesario sostener una guerra con los Estados vecinos que pudieran oponerse.
Uno de los diarios a que nos referimos deja entrever en el caso de que el Perú condene las pretensiones de Chile, que el sempiterno revolucionario peruano don Nicolás de Piérola encontraría fácilmente elementos en Chile para turbar la tranquilidad pública en su país; pero los que esto escriben no cuentan para nada con el sentimiento patriótico, demasiado propenso a exaltarse en nuestro país, y que no podrían menos que tener en cuenta el señor de Piérola y cualquier otro que pretendiera debilitar al Perú en una lucha exterior. No desconocemos que sería posible, y aun relativamente fácil, que Chile hiciera estallar la guerra civil en el Perú; pero ¿cuánto tiempo permanecerían en armas los auxiliares de un enemigo extranjero? Probablemente solo el que la distancia obligara a perder a las fuerzas del Gobierno antes de caer sobre ellos y castigar su traición.
En sentido hipotético habla el diario chileno, y de la misma manera le contestamos nosotros, porque hoy, como ayer y como siempre, abogaremos por la paz y la aconsejaremos con firme convicción, mientras no sea absolutamente necesario recurrir a las vías de hecho. Pero la verdad es que la violencia con que procede Chile somete a muy dura prueba los sentimientos conciliadores de que estamos animados, pues no es posible mirar con indiferencia que se consume la desmembración de un Estado vecino, y al cual estamos ligados por mui estrechos vínculos, como un castigo que se le impone por la falta de sagacidad y cordura que ha manifestado en sus relaciones internacionales.
Nosotros no podemos olvidar que el Perú tiene también vecinos poderosos que, andando los tiempos, podrían pretender despojarlo de una parte de sus fértiles regiones amazónicas, y en previsión de tal emergencia y catando un alto principio de justicia internacional, no podemos mirar impasibles que la fuerza trace a nuestro rededor líneas caprichosas en el mapa político de América. y en el mismo caso que el Perú se hallan: Colombia, el Ecuador, el Uruguay; y estas naciones deben también dejar conocer con oportunidad que no están dispuestas a consentir en que se erija la conquista en principio de derecho internacional americano.
Nuestros colegas del Mapocho no tienen embarazo para declarar que no quisieran que el Perú interviniese con las armas, pero manifiestan con bastante claridad que ni nuestra alianza con Bolivia los haría desistir de sus propósitos. Esto mismo, con la sola diferencia de nuestras situaciones respectivas, es lo que hemos opinado desde un principio: lamentaremos profundamente un rompimiento con Chile, pero habremos de resignamos a ello si este país persiste en reivindicar para sí la rica zona del litoral que hasta ayer formaba parte integrante del territorio de Bolivia.
Mientras tanto, y sin que sea nuestro ánimo sugerir la adopción de una medida hostil contra Chile, creemos oportuno recomendar al Gobierno que piense hasta qué punto es prudente conservar la provincia de Tarapacá sin una fuerte guarnición en las circunstancias actuales. No sabemos adónde vamos, y por consiguiente ignoramos el camino que tendremos que recorrer.
Las noticias que nos ha traído el vapor llegado hoy en la tarde, en momentos de terminar este artículo, manifiestan que allí puede haber serios trastornos. Hay que resolver en Tarapacá un problema de la mayor importancia: conservar quietos a los millares de trabajadores chilenos que allí existen, tanto porque el Perú no puede consentir que en su territorio se hagan demostraciones hostiles y quizás ofensivas contra un país amigo, cuanto porque nos es indispensable impedir que por cualquiera emergencia pudiera paralizarse o entorpecerse siquiera la exportación del salitre.
¿No cree el Gobierno que la mejor manera de resolver ese problema sería enviar un par de batallones a Iquique?