Después de un traidor, un imbécil

 

Dueño del Callao y de su importante guarnición, Piérola representaba ya una fuerza que podía, si no imponer su ley a la capital, luchar con alguna probabilidad de éxito contra ella y las tropas que habían permanecido fieles al Gobierno. Su revolución había ganado en pocas horas, merced a la gran desventura de los momentos en que estallara, un tal carácter de seriedad, de hacer prever que no hubiera sido nada fácil el sofocarla sin gran pérdida de tiempo y de sangre, cuando precisamente urgía reunir prontamente todas las fuerzas del país para defender el territorio nacional de la creciente invasión chilena.

Nicolás de Piérola al Perú

 

Urgía por esto poner inmediatamente término a la incipiente guerra civil, que no podía llegar en peor momento. Y puesto que el Gobierno, que había quedado acéfalo con la fuga de Prado, no gozaba, ni podía gozar de la confianza de nadie, siendo el vicepresidente que lo había sustituido, por cuanto muy estimable persona, tan adelantado en los años que había muy poco que esperar de él en momentos de tanta gravedad para el país, el público de Lima creyó conveniente ceder a las pretensiones de Piérola, y dejar que este, como prometía, salvase el país en la terrible lucha contra Chile.

Por otra parte, Piérola (los hechos demostraron más tarde cuán vanas eran estas esperanzas) tenía en aquellos momentos todas las apariencias de una gran personalidad. No era conocido más que por la famosa contrata del guano, hecha con la casa Dreyfus cuando era ministro de Hacienda, y por las muchas tentativas de revolución, a las cuales se dedicó con ardor y constancia siempre crecientes durante siete años consecutivos para apoderarse del supremo poder del Estado, sin dejarse jamás abatir ni cansar por los descalabros sufridos; y estos precedentes lo hacían creer hombre, si no de gran capacidad, por lo menos atrevido y firme en sus propósitos, enérgico y activo como pocos; es decir, dotado de todas aquellas cualidades que eran más indispensables en aquellos momentos al Jefe del Estado para poder reunir con mano firme y segura a todos los esparcidos elementos de fuerza, de que tan abundantemente se hallaba provisto el país, y dirigirlos contra un enemigo que era fuerte únicamente por las innumerables divisiones y rivalidades que minaban y debilitaban al Perú.

Además de la necesidad de abandonar el triunfo a Piérola, para poner término a una guerra civil que en aquellos instantes supremos debía ser necesariamente fatalísima al Perú, aquel se presentaba también como el hombre providencial del momento; y como si una misma corriente eléctrica se infiltrase en todos los ánimos  corriente que no era más que el ardiente deseo de triunfar a toda costa en la guerra contra Chile todos los personajes más importantes del país, sin diferencia de colores políticos, se pusieron en movimiento el 22 para obtener que el vicepresidente, general La Puerta, se retirase de la escena política sin lucha y sin efusión de sangre; lo que el noble anciano hizo inmediatamente, casi con alegría y sin hacerse de rogar, apenas se le dijo que se le pedía dicho sacrificio de sus derechos en obsequio a la patria en peligro. Siguieron a esto en la mañana del 23: 1° el acuerdo tomado por unanimidad por todos los comandantes de las divisiones y cuerpos de tropas residentes en Lima de no oponer ninguna resistencia a Don Nicolás de Piérola, declarándose solamente dispuestos a batirse contra el enemigo común de la patria; 2° comicios populares presididos por el Consejo Municipal, que deliberaba cuanto sigue:

«El pueblo de Lima, presidido por su H. Municipio, y reunido en la casa Consistorial, hoy 23 de diciembre 1879 – Considerando:

1° La fuga clandestina del General D. Mariano Ignacio Prado en momentos en que el país necesita del denodado valor de sus hijos, y la ineptitud que hasta ahora ha manifestado en la dirección de la guerra, causa única de todos los desastres que ha sufrido la República;

2° La imposibilidad de llevar adelante el orden constitucional por la avanzada ancianidad e invalidez del primer vicepresidente de la República, la ausencia del segundo, y la deficiencia de las leyes para estos casos anormales;

3° La aspiración nacional que se cifra exclusivamente en el triunfo rápido y completo sobre el enemigo extranjero, y exige el llamamiento al frente de la República, del ciudadano que mejor pueda salvarla;

4° La confianza que Don Nicolás de Piérola inspira a los pueblos, por su probado patriotismo e ilustración que garantizan la buena dirección de la cosa pública y el honroso desenlace de la guerra resuelve:

Elevar a la suprema magistratura de la Nación, con facultades omnímodas, al ciudadano Doctor Don Nicolás de Piérola: en fe de lo cual firmaron …» (firmas del alcalde, de los concejales y de gran número de ciudadanos).

Piérola, ya Jefe del Estado, regresaba a Lima la misma noche del 23; y todo hacía esperar que fuese animado de los mismos sentimientos de concordia y abnegación en aras del patriotismo, que tanto habían in-fluido en la población de la capital para elevarlo, de simple revoltoso, al eminente puesto que ocupó.

«Para nosotros —decía él en una proclama al pueblo y al ejército— no hay ni puede haber sino una sola aspiración: el triunfo rápido y completo sobre el enemigo extranjero. Para esta obra no hay sino hermanos, sin memoria siquiera de las pasadas divisiones, y estrechados por el vínculo indisoluble del amor al Perú.

Cuanto retarde el instante de la completa unidad nacional es un delito de lesa patria. Ella es la condición del poder y del triunfo del Perú«.

Pero este espíritu de concordia y de santo amor patrio no lo tuvo, o por lo menos no fingió tenerlo, más que pocos días más; es decir, hasta que no fue seguro de la adhesión de los puntos más importantes de la República, y principalmente del jefe del ejército de Tacna y Arica, contralmirante Montero, del cual desconfiaba.

Contrariamente a cuanto declaraba en su proclama que hemos copiado más arriba, Piérola trajo consigo al frente del Estado todas las veleidades, todas las desconfianzas y todos los odios del antiguo conspirador; cosas que, unidas a una vanidad sin igual, se erigieron en norma y guía principal de todas sus acciones. El ánimo lleno de mal disimulado rencor contra todos los que militaron bajo bandera diversa de la suya, desconfiando en sumo grado de todo aquel que por su mérito real o aparente pudiese tener derecho a cualquiera aspiración, aun antes de que esta se manifestara, Piérola procuró ponerse en guardia contra todos ellos.

Y antes de pensar en la guerra, en el extranjero que se había apoderado ya de la parte más rica del territorio nacional, se dispuso a combatir a sus verdaderos o supuestos enemigos personales, tanto los del día como los de la víspera, y a crearse impartido propio que sirviese de sostén y base a su dictadura, que aspiraba a no dejarse jamás arrancar.

En vez de reunir en sus manos todas las fuerzas del país, se esforzó de consiguiente en malgastarlas y destruirlas, para sustituirlas con fuerzas propias que, tanto por falta de aptitud en él, cuanto por la falta de elementos de donde tomarlas, era imposible improvisar de un momento a otro.

Una de las cosas más difíciles en el Perú, en un país que vivía desde más de medio siglo en una lucha continua de partidos, era quizás encontrar un hombre de algún valer, sea por méritos personales, sea por posición social, que no perteneciera más o menos abiertamente a una fracción política, de las muchas existentes. Nacía de esto que el pensamiento de Piérola, de crearse un partido exclusivamente suyo, en el cual no tuviese cabida un solo hombre que hubiese militado ya bajo otra bandera, debía tropezar en primer lugar con el gran obstáculo de la falta de buenos elementos, o sea, de hombres aptos para constituirlo; y así fue. Sin embargo, esto no fue suficiente para hacerlo abandonar una senda tan difícil y peligrosa, y se contentó con la gente que encontró disponible.

Inspirado por sus antiguas simpatías por los curas y frailes, llamó a sí, después de sus raros amigos personales, a toda la gentualla de sacristía, cofrades y santurrones, que gozaban a la par que él de la amistad de aquellos; los cuales, aprovechándose de la propicia ocasión que se les ofrecía, de extender su esfera de acción, hicieron una llamada general.

Y toda la hez, que únicamente podía responder a su voz, no hubo de hacer más que pasar por las iglesias y sacristías para ganarse las buenas gracias del dictador, el cual, encomendándole poco a poco todos los cargos públicos, tanto civiles como militares, procuró hacérsela cada vez más afecta con los enormes sueldos que les pagaba en una moneda que a él le costaba muy poco: los billetes de banco.

¡He aquí el extraño partido al cual el Dictador Piérola confiaba los destinos suyos y de su país!

Y como si todo esto no hubiese sido suficiente para precipitar al Perú en el más profundo de los abismos, Piérola daba, después de cinco meses de absurdo desgobierno, un decreto que debía por sí solo producir una inmensa conmoción. Llevado de la idea de dar a sí mismo y a su informe partido una base amplia y sólida, la buscó en la diferencia de razas, una de las cuales, ala que concedió odiosos privilegios, puso bajo su especial protección.

Este decreto, cuya típica extrañeza y absurdo bastan por sí solos para caracterizar al hombre que lo dio, dice así:

«Nicolás de Piérola, Jefe Supremo de la República – Considerando:

1° Que la raza indígena ha sido y es aún en el país objeto de desafueros y exacciones contrarias a la justicia y que reclaman eficaz reparación;

2° Que si bien la situación de guerra en que nos hallamos no permite toda la consagración que la importancia de este asunto demanda, no es posible tampoco desatenderlo por más tiempo.

En uso de las excepcionales facultades de que estoy investido, y con el voto unánime del Consejo de Secretarios de Estado – Decreto:

Art. 1° Declaro unido a mi carácter de Jefe Supremo de la República el de Protector de la raza indígena, título y funciones que llevaré y ejerceré en adelante.

Art. 2° Los individuos y corporaciones pertenecientes a esta raza tienen el derecho de apelar directamente a mí, de palabra o por escrito, contra todo atropello, injusticia o denegación de esta que sufriesen por parte de toda autoridad, cualquiera que sea su denominación y jerarquía, quedando exceptuados de las leyes comunes a este respecto.

Art. 3° En el caso de castigo por daño inferido aun habitante del país, la circunstancia de pertenecer este a la raza indígena será considerada como agravante para la aplicación de la pena.

Art. 4° Toda servidumbre o contribución exigida al indio y no impuesta a los demás será considerada como de daño público, etc. etc. 

Lima, 22 de mayo de 1880«.

Este decreto, por su naturaleza destinado a dividir más y más al pueblo peruano, y a arrastrarlo en una monstruosa guerra de razas, que venía a sobreponerse a la ya existente de clases, con la cual debía hasta cierto punto hacer causa común, como efectivamente la hizo con grande acritud de los ánimos, salió a luz cuatro días antes de la batalla de Tacna; de una batalla que debía tener una gran importancia en los destinos de la guerra con Chile, y que se perdió solamente porque Piérola nada hizo en su favor, o por mejor decir, porque a Piérola le agradaba tal vez más que acabase con la derrota antes que con el triunfo de las armas peruanas.

Además, veremos mejor poco más adelante, hasta dónde se dejase transportar por su necia ambición, que fue desde el primer momento la única guía y norma de su conducta.

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