Esas fueron las palabras que usó el general Juan Buendía para describir a las fuerzas peruano-bolivianas que iban a combatir, en el sur del Perú y tras la caída de Pisagua, al bien preparado ejército invasor. En este capítulo de su obra dedicada a la guerra del salitre y el guano, el historiador italiano Tomás Caivano describe las miserias que las fuerzas peruanas padecen por la negligencia de Prado y su entorno y la contramarcha del general boliviano Hilarión Daza desde la quebrada de Camarones, actitud que Caivano no atribuye a la cobardía sino a un pacto secreto con Chile.
El texto a continuación… Está transcrito del libro de Caivano:
Durante los 7 meses de la campaña naval, las Repúblicas aliadas, Perú y Bolivia, habían conseguido organizar en el departamento o desierto de Tarapacá un ejército de cerca de diez mil hombres, 7,000 de los cuales eran peruanos y 3,000 bolivianos.
Otro ejército de ocho mil hombres, 5,000 peruanos y 3,000 bolivianos, se encontraba en la provincia limítrofe de Tacna. El general Prado, presidente del Perú y director supremo de la guerra, acampaba en Arica con sus 5,000 peruanos, mientras el general Daza (Presidente de la República de Bolivia), presidente de Bolivia y capitán general del ejército boliviano, ocupaba la próxima capital de la provincia, Tacna.
Hilarión Daza (4 de mayo de 1876 – 17 de abril de 1879)
Presidente de Bolivia.
Que el primero y verdadero teatro de la guerra habría sido el desierto de Tarapacá era tan cierto y seguro que nadie pensaba ponerlo en duda.
Así lo daban a entender desde el primer día de la guerra:
1° El curso natural de la misma, por ser territorio limítrofe del desierto boliviano de Atacama, ocupado ya por el ejército chileno;
2° Las notorias y evidentes aspiraciones chilenas de apoderarse de dicho territorio, cuya conquista era el objeto y motivo principal de la guerra;
3° El continuo clamor levantado por los periódicos chilenos que, revelando y comentando con seis o siete meses de anticipación los proyectos de aquel Gobierno, repetían diariamente que el ejército chileno, tan luego como pudiera moverse de Antofagasta, efectuaría inmediatamente un desembarco sobre las costas de Tarapacá, para apoderarse ante todo de Iquique y de los grandes recursos económicos que ofrecían el salitre y el guano, que en tan gran cantidad encerraba el desierto.
Con aquella habitual ligereza con que los periódicos chilenos revelaban siempre las cosas más íntimas de su Gobierno, sin excluir las que el decoro nacional impondría el secreto, llegaron hasta indicar cuáles serían los probables puntos de desembarco del ejército, señalando precisamente Pisagua como el principal.
Sin embargo, Prado y Daza, presidentes de las 2 Repúblicas aliadas y generales en jefe de sus ejércitos, permanecieron tranquilamente en Arica y Tacna, donde su presencia no era de ninguna utilidad; y confiaban el mando del ejército de Tarapacá al general Buendía, al cual, aunque buen soldado, faltaban la energía y autoridad necesarias para imponer silencio a la indisciplina y a las rivalidades de los oficiales que tenía a sus órdenes, y que, como veremos, fueron causa no indiferente de grandes desastres.
En previsión de un desembarco del ejército enemigo en las extensas costas del desierto de Tarapacá, el ejército de la alianza, al cual estaba confiada la defensa de este territorio, se encontraba diseminado por pequeñas fracciones en los diversos puntos de posible acceso del mismo por mar, así como también en algunas localidades interiores, de las cuales hubiera sido fácil acudir solícitamente allí donde se verificase un ataque, en:
«Mejillones», «Molle», «Pisagua», «Patillos», «San Juan», «La Noria», «Monte de la Soledad», «Huatacondo» e «Iquique».
donde tenía su cuartel general, y donde a toda prisa se concentró después del desembarco del ejército chileno en Pisagua.
Desembarcando en Pisagua, punto intermedio entre Iquique y Arica, el ejército chileno se proponía dos cosas:
1° Cortar toda comunicación entre los dos ejércitos de la alianza acampados en aquellas localidades; aislarlos el uno del otro, y colocarlos de este modo en la imposibilidad de obrar de acuerdo, o de socorrerse mutuamente; marchar sobre Iquique por tierra, a través del desierto, y apoderarse de esta ciudad que, como sabemos, era el centro principal del comercio salitrero del codiciado desierto de Tarapacá.
Para poder conseguir su doble intento, era necesario en primer lugar internarse con celeridad en el desierto, 30 millas próximamente, hasta Dolores, localidad eminentemente estratégica, puesta precisamente sobre el camino que quería cortar al enemigo, de Arica a Iquique, y que él mismo tenía que seguir para ir a Iquique; y en esto fue maravillosamente favorecido por el ferrocarril que desde Pisagua iba a Agua Santa y que pasaba precisamente por Dolores, donde tenía una estación de las más importantes.
Además de otras muchas ventajas, la estación de Dolores ofrecía también la de encontrarse al lado del único manantial de agua que existe en toda aquella zona del desierto:
«verdadero río de excelente agua potable que corre a poca profundidad por un cauce subterráneo del cual se extrae fácilmente por medio de grandes y sólidos aparatos».
Dueño del ferrocarril, de este gran elemento de locomoción que tanto y tan eficazmente ayudaba a sus proyectos, el ejército chileno se lanzó inmediatamente sobre él; y sus primeros batallones pudieron apoderarse de la estación de Dolores y plantar allí sus tiendas, sin que nadie los molestase, y sin disparar un tiro, como en su casa.
Entre tanto el ejército peruano-boliviano que, como hemos dicho, se había concentrado en Iquique después de la toma de Pisagua, se encontró desde el primer momento en una situación muy poco lisonjera. Bloqueado por mar por la escuadra chilena, encerrado en medio a un desierto que carece de todo recurso, cortado por el enemigo el único camino, el de Arica, por el cual podía recibir socorros, abandonado sin provisiones de reserva por la incuria del Gobierno y del supremo director de la guerra que a nada supieron proveer, el ejército peruano-boliviano, que se había reunido a toda prisa en Iquique, carecía casi de todo, y principalmente de víveres: los pocos sobre los cuales podía contar con alguna seguridad bastaban escasamente para 15 o 20 días a lo más.
Para salir de una situación tan difícil, por no decir desesperada, al ejército de las Repúblicas aliadas no le quedaba más que un solo camino que seguir: el de marchar contra el enemigo, sea para echarlo del país obligándolo a reembarcarse, sea en último caso, para forzar el paso sobre él, e ir a buscar a Arica los medios de vida, las vituallas de las cuales se hallaba próximo a carecer absolutamente; y después de haberse puesto telegráficamente de acuerdo con el supremo director de la guerra, general Prado, que se encontraba en Arica, para combinar en cuanto posible un plan de ataque contra al ejército invasor, salió de Iquique en contra de este en el estado más deplorable en que se puede hallar un ejército.
En el informe del jefe del Estado Mayor al general en jefe Buendía, se lee:
«Como a usted le consta, salió el ejército de Iquique casi desnudo, muy próximo a quedar descalzo, desabrigado y hambriento, a luchar, antes que con el enemigo, con la intemperie y el cansancio durante la noche, para evitar en las pampas el sol abrasador y, en una palabra, con el equipo que al principio de la campaña era ya inaparente para emprenderla; porque ninguno de los pedidos que usted y este despacho han reiterado fue satisfecho en los siete largos meses de estación en Iquique».
Juan Domingo Buendía y Noriega (Lima, enero de 1816 – 27 de mayo de 1895)
Todo esto es todavía muy pálido al lado de la verdad: otras llagas roían al mismo tiempo el ejército de la alianza; y la primera entre estas era la rivalidad y consiguiente indisciplina que reinaba más o menos encubierta entre los oficiales, y más aún entre los jefes.
El plan de operaciones combinado de acuerdo con el general Prado consistía en que el ejército chileno fuese atacado simultáneamente, cogiéndolo en medio, por el ejército de Iquique y por el cuerpo de 3,000 bolivianos que estaba en Tacna a las órdenes del general Hilarión Daza, presidente de Bolivia.
Efectivamente, el 8 de noviembre el general Daza salió de Tacna para Arica, a la cabeza de su pequeño ejército; y después de haber conferenciado largamente con el general Prado, emprendió el día animado a la par que toda su gente del más vivo entusiasmo, el solitario camino del desierto de Tarapacá.
Bien provisto de todo lo necesario, y marchando siempre en el orden más perfecto, llegó el 14 al valle de Camarones, pequeño y delicioso oasis de verdura situado precisamente en el centro del desierto.
Pero una vez llegado allí, en lugar de continuar su marcha hacia el enemigo, siguiendo el itinerario trazado de antemano en combinación con el del ejército de Iquique, y mientras sus tropas, acostumbradas desde largo tiempo a las fatigas de las marchas más forzadas, no deseaban más que correr adelante, él hizo alto, y se paró.
¿Para qué? Para volver atrás después de dos días, y después de haberse adelantado dos veces él solo, con algunos íntimos, o inútilmente o con algún fin misterioso que todos ignoraron, hasta Tana, pocas leguas más allá de Camarones.
Tana cerca de pisagua y dolores
He aquí cómo se expresa sobre este particular uno de los coroneles del pequeño ejército que Daza llevaba consigo:
Muy triste y enlutada fue, en efecto, aquella tarde del 16 de noviembre en que a horas 5 desfilaban los batallones mustios y pensativos en ascenso lento la cuesta de Camarones hacia Arica.
El cielo mismo parecía ruborizarse de acto tan vergonzoso, cubriendo al sol en su ocaso con un tinte siniestramente purpurino que infundía fatídicos presagios, más fáciles de sentir que de expresar… El único responsable de ella (de la retirada) es el general Daza, aunque él asegure que fue influido por muchos jefes de su círculo.
Por otra parte, cuando nos persuadimos de la resolución que tenía el general Daza de no llevar el ejército adelante, opinamos varios jefes desde el principio hasta el fin del consejo de guerra que tuvo lugar el 15:
«Que la orden de avanzar o de contramarchar el ejército desde Camarones, el general en jefe debía darla de Pozo Almonte, donde él iría conmigo y 2 edecanes».
Sin embargo, ni esa tarde ni ala madrugada del día siguiente emprendió marcha el general Daza.
A las 9 a. m. del 15 me llamó a la oficina telegráfica, donde me presentó un parte del general Prado en que le decía más o menos estas palabras:
Viendo que no puede usted pasar adelante con su ejército, el consejo de guerra que convoqué anoche ha resuelto que el general Buendía ataque mañana al enemigo; siendo por tanto, no solo peligrosa, sino innecesaria la marcha de usted al sur.
Entonces supe que, lejos de avanzar a Arica en el día anterior lo últimamente acordado, el General Daza se había excusado únicamente con la imposibilidad de pasar adelante.
Así se explica la respuesta del general Prado. El haber ido después hasta cerca de Tana para luego regresar a Chiza, porque le habían asegurado que allí estaba el enemigo; el haber marchado otra vez a Tana sabiendo que ni uno solo existía en aquel punto, para volver enseguida con la noticia de la derrota de San Francisco, son idas y venidas de indecisión tristísima que no se toleran ni en un cadete imberbe de nacionales, y mucho menos en el capitán general de un ejército y presidente encargado de la defensa nacional.
¿Cuál es el motivo de tan extraño y culpable proceder del general Daza?
Del uno al otro extremo de las dos Repúblicas aliadas Perú y Bolivia no corrió más que una sola voz:
Daza ha hecho traición. Sus mismos amigos, aun los más íntimos, no se atrevieron jamás a defenderlo contra una acusación tan terrible.
En cuanto a nosotros, sin pretender erigirnos en jueces de tamaña causa, declaramos francamente que no encontramos palabras para defenderlo, como no supo encontrarlas él mismo en su manifiesto de justificación que publicó en París el 13 de junio de 1881, y que reprodujeron casi todos los periódicos del Perú, Chile y Bolivia. Por el contrario, todo se reúne para condenarlo.
El hecho por sí mismo injustificable y eminentemente grave de su fuga, a la presencia casi del enemigo, la víspera de entrar en acción y cuando su pequeño ejército, fresco, en el mejor estado que podía desearse, y perfectamente provisto y pertrechado ardía de deseo de venir a las manos, no puede explicarse más que de dos maneras: o por suma cobardía, o por el determinado propósito de abandonar la propia causa.
Sin embargo Daza no fue considerado jamás como cobarde: tenía, por el contrario, fama de experto y valeroso general; fama ganada y confirmada en varias ocasiones sobre los campos de batalla de las guerras civiles en su país; y los tres mil hombres que conducía consigo, lo mejor del ejército boliviano, era toda gente escogida, especie de guardia pretoriana muy adicta a él, disciplinada y aguerrida durante un largo período de revolución y de gobierno, y que era el terror de todo el país.
La fuga de Daza, por consiguiente, no pudo ser y no fue efecto de cobardía; y excluyendo esto, no quedaría otra lógica explicación que dar, sino la de que obrase en consecuencia de secretos acuerdos tomados con Chile; explicación que otras muchas circunstancias concurrirían de acuerdo a confirmar, como ya dijimos.
Con este objeto bastaría únicamente recordar las muchas tentativas hechas continuamente por los hombres políticos de Chile sobre los de Bolivia, antes y después, para inducidos a separarse de la causa del Perú, asociándose a Chile, y la universalidad de la voz pública que acusaba a Daza de traición: voz pública que llegaba hasta designar a los individuos que habían servido de intermediarios entre Daza y el Gobierno chileno, y que además de una solemne manifestación, tuvo también una irrefutable prueba de hecho.
Solemne manifestación fue la dada por el mismo ejército de favoritos que tenía consigo, más que para otra cosa, para su defensa personal en Tacna, por los así llamados Colorados, que el 27 de diciembre del mismo año lo depusieron de la Presidencia de la República; acto que fue acompañado de otro semejante acaecido en Bolivia; siendo así que Daza debió huir desterrado a París, donde se encuentra todavía.
El 28 del mismo diciembre estallaba en la lejana capital de Bolivia una incruenta revolución popular, que terminaba con una solemne manifestación en la cual se leía:
El pueblo de La Paz, reunido en comicio popular, considerando:
1° Que la ineptitud, cobardía y deslealtad del General en jefe del ejército boliviano han llegado a afectar los vínculos de la alianza con nuestra hermana, la República del Perú; alianza que. Bolivia está resuelta a sostener, sin omitir sacrificio alguno.
2° Que el funesto sistema de desaciertos de la ominosa administración del general Hilarión Daza ha conducido a la ruina del país en el interior, el descrédito en el exterior, la deshonra nacional en la guerra que Bolivia sostiene con la República de Chile… declara:
1° Que el pueblo de La Paz ratifica y sostiene la alianza peruano-boliviana para hacer la guerra a Chile; y protesta seguir la suerte común hasta vencer o sucumbir en la actual lucha.
2° Que destituye al general Hilarión Daza de la presidencia de la República y del mando del ejército boliviano; nombra General en Jefe de este al general Narciso Campero, y ruega al señor Contralmirante general Lizardo Montero (peruano) se haga cargo del mando del ejército boliviano (el de Daza en Tacna) hasta que el general Campero se constituya en el teatro de la guerra.
3° Que nombra una junta de Gobierno compuesta.
La Paz, diciembre 28 de 1879.