Pero si no había ponderación en el ímpetu, la hubo y grande en el número de los sableados, porque al abalanzarse los Granaderos con incomparable pujanza, el sereno coronel Cáceres dispersó en grupos la columna de Navales de Iquique, y éstos, dándoles paso escaparon al encuentro.
Se distinguió entre los peruanos un teniente Lecaros, natural de Iquique, que con sólo seis soldados caló bayoneta delante del pecho de nuestros caballos, hazaña grande en aquella tierra sin jinetes.
Los Granaderos perdieron en su impetuoso estreno tres valientes, resultando sólo dos heridos.
La carga de la caballería había acabado entretanto de postrar las fuerzas físicas de las destrozadas filas peruanas que se replegaron en cierto desorden hacia el valle, mientras que los chilenos gritaban por todas partes“¡Victoria!”“¡Victoria!”.
“Serian las cuatro de la tarde, dice el inteligente capitán don Miguel Moscoso en una interesante relación que para nosotros escribió en su calabozo sobre la batalla de Tarapacá, y no se sentía un tiro en la loma ni en el bajo. A cuantos heridos encontraba, les decía que luego los íbamos a principiar a recoger pues creíamos que el combate era concluido y la victoria nuestra. Así se lo dije a un capitán del batallón Iquique, que estaba herido en un muslo, con quien estuve conversando largo rato y que a la fecha debe estar en algún hospital de Santiago. Lo mismo decía a varios soldados enemigos, y tal fue mi creencia de que todo era concluido, que con algunos soldados nuestros, estuve juntando heridos, para más tarde encontrarlos más fácilmente”.
El mismo jefe de la división que la había acompañado hasta ese punto, frente al pueblo de Tarapacá tuvo igual creencia,y por eso, con perfecta sinceridad exclama en su parte oficial de la jornada.
“Contábamos con una nueva victoria para nuestras armas. Alas tres de la tarde sólo contestaban a los nuestros algunos enemigos en retirada”.
Pero vistas las cosas, las situaciones y los desenlaces bajo su punto de vista exclusivamente militar, aquella no era una victoria: era sólo la tregua de la sed, como hubo una tregua que se llamó de Dios.
Y entonces, alcanzada la última como por milagro, arrojando a un lado los caldeados fusiles, engarrotados los brazos a fuerza de tirar, y las fauces enrojecidas como el acero de las armas, se hizo por todas partes un tropel sordo y aullador que bajaba por la ladera a beber: los peruanos hacia Tarapacá, los nuestros hacia Huaraciña, donde, en una pequeña laguna represada entre el légamo, estaba el bebedero.
Eran las cuatro de la tarde, y a esas horas el ejército de Chile no era un ejército: era un hato furioso de seres quemados por la pólvora y el sol, que con crispados brazos se abría paso hacia la fuente de la vida que era el agua… Jinetes, infantes, heridos, artilleros moribundos, jefes y oficiales, todos se precipitaban hacia los pozos, y sucedió allí que algunos de aquellos hombres que en la cima ofrecían gustosos su vicia por rescatarla de sus compañeros, acometían frenéticos con sus bayonetas a los que no les daban camino para echarse en el césped marchito de la vega o les estorbaban por cautela el beber el agua sanguinolenta hasta saciarse.
Los chilenos creían que habían vencido sólo porque habíanbebido… La batalla era por el agua.
Aquella escena de saciedad duró una larga hora, y a su postre sobrevino la escena final del drama y la batalla, que es también el último lance y el último capítulo de la ocupación y la conquista de Tarapacá.
Una vez apagada la primera ansia de la rabiosa sed de dos días en las pozas de San Lorenzo, enturbiadas por sus propios y sanguinosos labios, los soldados chilenos que en número de mil habían bajado al fondo de la quebrada, se entregaron al imprudente reposo y a la confianza, antigua e irremediable condición de nuestro ánimo.
Los Granaderos sacaron los frenos a sus caballos y algunos los desensillaron; y mientras los infantes merodeaban por los huertos en busca de fruta, especialmente de brevas y membrillos que formaban setos vivos a lo largo de los angostos callejones, los más ladinos se echaban a perseguir gallinas, imitando su cacareo en los maizales. Así es el soldado chileno: después de la matanza, la cazuela: después del heroísmo, la chanza y el botín. En eso, todos nuestros regimientos son “presbíteros por la madre”.
Culpa grave fue aquella omisión en quienes la consintieron, y especialmente en el comandante de la división, responsable de ella ante el país, y en quienes participaron de su fatal engaño, con especialidad los comandantes Vidaurre y Toro Herrera, que se le reunieron en un rancho para distribuirse las presas de mal condimentada cazuela.
La única precaución que se había tomado en el bajo era la de custodiar el bebedero con una fuerte guardia que se confió al valiente capitán de la Artillería de Marina don Gabriel Álamos.
La mayor parte de los heridos se habían refugiado también, después de haber bebido, enlos ranchos vecinos de la aldea de Huaraciña, encontrando allí entre las mujeres, algunas almas piadosas.
En aquellos momentos el capitán Necochea era atendido en una posición de la quebrada, mientras que dos soldados de su compañía conducían al capitán Silva Renard, peligrosamente herido, a la habitación de una pobre india, llamada Pascuala Medina, que le cedió su cama y sus pobres trapos para los vendajes.
Únicamente éntre los jefes, el comandante Vergara, y, por excepción entre los oficiales, el capitán Moscoso, más suspicaces o más vigilantes, se habían quedado en la loma o descendido un breve momento a la aguada para refrescar sus caballos y sus fauces.
A eso de las cinco de la tarde, algunos soldados dan la voz de alarma. Es el enemigo que vuelve al combate.
Cantinera chilena. Dos de ellas acompañaron a Ramírez en su buscado refugio.
Y así, en efecto, sucedía. Era Kirby Smíth, que llegaba en Bull Run para infligir a las tropas vencedoras de los Estados Unidos su primer revés después de caramente comprada ventaja.
Pero no eran los enemigos arrollados en la ladera por los rezagados de la división chílena los que volvían al último encuentro. Eran aquellas dos divisiones de refresco que en su marcha en escalones había despachado Suárez en la víspera y que, llamadas por un expreso del general Buendía, llegaban con notable tardanza al campo de batalla.
Se hallaban esas fuerzas que, como se recordará, eran las divisiones de vanguardia (Dávila) y primera (Herrera), preparando su escaso rancho para marchar, echados los soldados y los jefes en los pequeños canchones de alfalfa que son la vida de la quebrada de Tarapacá, cuando se sintió el toque de generala que muchos creyeron fuera el de marcha.
Eran las dos de la tarde y por algún accidente, sólo a esa hora logró llegar el emisario del general en jefe, fuera porque éste retardó el mensaje o porque el último se extravió. Pacifica dista sólo tres leguas peruanas de Tarapacá, pero por la configuración de la quebrada nadie había sentido el cañoneo de la mañana, menos el ruido de la fusilería.
Se pusieron en marcha las dos divisiones hacia el bajo y con paso gimnástico llegaron a Huaraciña, donde encontraron un ayudante del estado mayor, quien les dio órdenes y les señaló la ruta y las posiciones que deberían ocupar.
Allí bebieron los soldados, e inmediatamente marcharon a empeñar la batalla, o más bien, a renovarla, adelantándose Dávila con sus dos batallones, el Puno (mandado ahora por su segundo jefe don Manuel Isaac Chamorro) y el 8 de Morales Bermúdez tendidos en alas, hacia los altos, y dividiendo Herrera su columna en tres mitades: una de éstas, formada por el batallón del coronel Fajardo, debería precipitarse por la quebrada barriendo todo lo que encontrara a su paso.
El segundo batallón de la división Herrera se correrían por el faldeo del oriente siguiendo el derrotero de cadáveres que en la mañana tirara en los campos de Bolognesi el rifle de los chilenos.
Eran poco más o menos las cinco de la tarde cuando la división vanguardia desembocaba en la meseta subiendo de Quillahuasa, en los momentos en que los coroneles Fajardo y Herrera se lanzaban al trote a despejar la quebrada barriéndola por el fondo y dominándola por la ladera del oriente.
En tales condiciones, con tropa cansada y dispersa, con los caballos desensillados y con jefes ocupados en soplar el fuego de las marmitas, toda resistencia era imposible; de suerte quelos soldados de la primera división, en su mayor número, ágiles mancebos de la escuela de cabos, emprendieron su marcha hacia Huaraciña. Una que otra vez se detuvieron, pero eso sólo fue para dejar constancia de algún episodio heroico, del último esfuerzo de los bravos, antes de morir: porque de entregarse, jamás se hizo allí cuestión ni pensamiento.
Se dispuso varonilmente el comandante Vidaurre a cumplir aquel singular encargo, en el momento en que no había más que un medio de salvar las reliquias del día: concentrarlas. Y notando que avanzaba por la ladera del oriente un refuerzo considerable y de refresco, ordenó al capitán Álamos le saliera al encuentro, agazapándose por entre las chilenas con 150 hombres de la Artillería de Marina. ¡Vano intento! No habían hecho estos todavía un disparo, cuando se vieron rodeados por triples fuerzas.
En el primer momento del brusco ataque reinó laudable serenidad en el improvisado campamento, empuñando un rifle para dar ejemplo el mismo jefe, pero en breve el pánico se apoderó de todos y la ladera de Huaraciña se cubrió de fugitivos entre los cuales apenas irnos pocos con desmayo se batían.
En cuanto a la tarea dé los cirujanos de Chile quedó muy simplificada por la crueldad de los enemigos que abayonetearon a casi todos los heridos. Al fin del combate, y en la subida a la aguada de Huaraciña por la quebradiza lateral de San Lorenzo, se habían refugiado unos veinte heridos de todos los cuerpos. Estos, sin excepción de uno solo, fueron pasados a cuchillo por los muchachos imberbes del batallón Cazadores del Cusco.
Se ha dicho siempre desde aquella época, que el coronel Arteaga mandó al comandante Vidaurre, en hora oportuna, orden de retirarse, y que esa orden, traída por uno de sus propios ayudantes no fue obedecida, por no tener la cifra convenida. Aquel apego ala ordenanza malogró a la postre de la batalla, como en su iniciativa, una última esperanza de éxito.
La derrota, la verdadera derrota comenzaba así para las armas de Chile desde el fondo de la quebrada.
Pero no. Se aparece todavía la sombra de una esperanza en el lejano horizonte. El coronel Sotomayor ha enviado a Iquique y a Dolores con anterioridad de tres días al de la batalla (el 24 de noviembre a las 4 de la tarde) el aviso positivo de que el ejército enemigo está concentrado con fuerzas todavía imponentes en la quebrada de Tarapacá, y es de suponer que al saber hecho tan grave los directores de la campaña, el general y el ministro, habrán despachado refuerzos que como, los de Pachica, cambíen la suerte del día.
¡Vano y último miraje del desierto!
El coronel Sotomayor no ha soltado de su campo ambulante sino dos expresos, cuando ha debido despachar diez, veinte emisarios, uno en cada hora. Y por no hacerlo así, aconteció que, si al Zapador enviado a iquique no le hizo caso el ministro, el sargento de Cazadores encargado de llevar la grave noticia al cuartel general, fue asaltado en el camino por unos merodeadores, y se apareció al siguiente día con su montura al hombro en Huantajaya, el mineral de Iquique. Dicen los historiadores militares que si el mariscal Soult hubiese enviado a Grouch y veinte emisarios, como le mandó sólo tres que se extraviaron, la batalla de Waterloo no se habría perdido; pero por economizar recados tuvimos nuestro Tarapacá, como por economizar monosílabos habíamos tenido tres meses a antes en la mar nuestro Rímac.
Cruel pero enseñador sarcasmo de desaciertos indecibles e incomprensibles. Cuando dos días después de la batalla el general Baquedano enviaba desde Dibujo una columna al mando del coronel Urrióla para recoger los heridos y enterrar a los muertos, gruesas columnas de polvo anunciaron por el sudeste la aparición de masas considerables de jinetes. Eran, en efecto, los Cazadores, ya desocupados, de la escolta del coronel Sotomayor, que venían hacia Tarapacá, 40 horas después que la batalla había concluido.
Todo lo anterior en cuanto a la última faz del combate en la quebrada.
Veamos ahora lo que acontecía en las lomas, pidiendo para el caso prestada a un testigo de vista su austera y lacónica versión:
“Inmediatamente que avistamos al enemigo que asomaba en batalla por la derecha de la pampa., (refiere el sincero capitán Moscoso) el comandante Benavides ordena prepararse para principiar de nuevo el combate. La artillería se arregla, los oficiales nos ponemos a juntar la tropa y a ponerla en línea de batalla, ordenándoles tenderse al suelo y no disparar un tiro ínterin los enemigos no estén a nuestro alcance.
Al mismo tiempo hacemos que las municiones se repartan proporcionalmente entre todos, dando los que tienen más a los que tienen menos y repartiendo las pocas que había en unas cajas de artillería. Estamos listos, y el comandante Benavides me dice: vamos a principiar de nuevo y de esta vez no escapamos. Le contesté que teníamos que vencer o morir, y esperamos.
Muchos enemigos vienen en dispersión y más atrás dos batallones, que luego se forman en batalla, fuera de tiro.
Nuestros soldados principian a hacer fuego poco a poco, a medida que han calculado bien la distancia a que están los enemigos.
Ellos hacen lo mismo.
En este momento llega el mayor Fuentes, se hace caigo de la artillería y principia el fuego de cañón.
El señor coronel Arteaga siente los cañonazos y sube arriba con los demás jefes, dejando orden al comandante Vidaurre de no abandonar el agua sin orden suya por escrito. ¡Orden fatal que después de vencedores pasamos a ser vencidos.
Toda la división de Pachica viene por la loma del oeste, y si el señor coronel, cuando siente los primeros cañonazos, ordena subir arriba a toda la gente de la quebrada, es seguro que habríamos sido en el día doblemente victoriosos.
Esto que digo, fue la opinión de todos los que desde el primer momento sostuvimos el nuevo ataque; opinión que nadie puede contradecir, pues mientras arriba éramos 200, abajo había más de 1,000.
Cuando el señor coronel vio el número de enemigos que volvía al combate, ordenó a su ayudante Zilleruelo fuera a llamar al comandante Vidaurre, pero como la orden no fue por escrito, no fue cumplida.
Mientras tanto nosotros sostenemos el fuego con los enemigos dispersos sin movemos y ocultándonos como se ordenó al principio.
El mayor Fuentes se retira con dos piezas unos 200 metros a retaguardia y continúa haciendo fuego; pero como los enemigos son muchos y continúan avanzando, el señor coronel Arteaga le manda orden al comandante Benavides para que haga fuego en retirada.
Desde ese momento comenzamos a batimos en retirada y, para entusiasmar a nuestros soldados, corrimos la voz de que luego llegaría el Buin y el 40 de línea en nuestro auxilio. Con esto y sin ello, nos batíamos en retirada y a pie firme, y con la esperanza de que los de abajo subieran a la loma y que las pocas municiones no se agotaran luego, recomendando a la tropa apuntara bien y no desperdiciara un solo tiro”.
Son las cinco y tres cuartos de la tarde y el rojo sol del estío palidece al descender sobre los cenicientos médanos de la pampa.
El combate cuerpo a cuerpo, a cien metros de distancia, va a recomenzar por la sexta vez en aquella jomada sin tregua y en fatales condiciones para los chilenos, por su número y por su agotamiento.
Tienen ahora un poco de agua y un puñado de pólvora al alcance de la mano; pero no tienen ya fuerza ni para tenerse de pie ni para llevar la liviana cápsula metálica al resorte mecánico del rifle. Y por esto sus denodados jefes les han ordenado echarse al suelo para pelear en la postura en que se muere.
Y mientras ésta era la situación física de nuestros incomparables soldados, la división Vanguardia, digna esta vez de su nombre, avanza impávida, hombro con hombro, sus mitades por batallón, haciendo descargas cerradas, una en pos de otra. En sus pantalones de paño grana y en sus quepis rojos, los nuestros conocen que esas son tropas de refresco y algunos, a quienes el sol que cae en el ocaso, acusa con más siniestros reflejos los distintivos encamados, exclaman con visible desmayo: ¡Son los Colorados de Daza!
La derrota tan temida por el chileno, engreído con una existencia ya secular de no interrumpidas victorias desde el indio y desde el godo, va a consumarse; y aquella hora de suprema y dolorosa expectativa que suspende los latidos de todos los corazones, es la de la mayor angustia en el tremendo día.
Pero ¡oh fortuna! las filas peruanas vacilan y se detienen en medio de la pampa.
¿Qué acontece?
¿Qué orden ni cuál causa las sujeta misteriosamente en el camino de su inminente y fácil victoria?
¿Han temido, por ventura sus jefes, como lo han supuesto algunos, que el convoy de víveres que columbran en una inmediata loma es un refuerzo chileno que llega junto con el suyo?
¿O sospechan que el aviso vengador de nuestros moribundos, por ellos pisoteados y asesinados al pisar, aviso de próximo socorro, es cierto e inmediato?
¿O advierten que apenas quedan en los morrales diez y nueve cápsulas en los mejor provistos batallones (según Molina), para diez minutos de combate? ¿O es nuestra caballería, que sube del bajo con sus caballos rehechos, el fantasma que les ataja el paso?
No es posible precisar duda tan ardua a un punto determinado, porque lo más cierto tal vez fue que todas esas causas influyeron a la vez en la mente de los jefes peruanos para contener el final avance que iba a traer a sus banderas un señalado e histórico triunfo.
No habría sido dable, a la verdad, en caso semejante a la serena impasible justicia de la historia desconocer el éxito militar y definitivo de nuestros enemigos, vinculado a nuestra culpa más no a nuestro heroísmo; y como es atributo de la verdad dar alas cosasy alos acontecimientos sus verdaderos nombres y quilates, habríamos necesitado pasar, como la legión romana, bajo las horcas, e inscribir en el libro de nuestra gloria el nombre de la primera derrota infligida por la suerte y el falso criterio de prolongada paz a nuestras armas.
Mas quiso la próvida fortuna ahorrar a nuestros anales tan luctuosa página y reducir la batalla indecisa de la loma y la quebrada a lo que de hecho fue, a una inmensa hecatombe, sin ningún resultado tangible, sin ningún desenlace positivo para los beligerantes, sin embargo de haber peleado uno contra tres.
Alas oraciones del 27 de noviembre los restos de los dos ejércitos se contemplaban, en efecto, el uno al otro, a corto tiro de rifle, pero no se acometían. Y cuando temprana y esplendorosa luna se alzó tras el cono del Isluga, como luz encendida en alto faro, iluminó aquellos parajes malditos que no eran ya un campo de batalla sino un vasto y silencioso cementerio.
Los dos ejércitos, ala manera de los encubiertos testigos de culpable desafio que ha dejado a los duelistas en el campo, se alejaban del sitio por opuestos rumbos, silenciosos y sombríos como asombrados de haber presenciado un crimen espantoso, innecesario y estéril.
Tal fue, considerada en su esencia, la batalla de Tarapacá. Masque un combate campal fue una serie de choques parciales, violentos como el trueno, desarticulados como los anillos de una serpiente atacada por el hacha, tenaces y gloriosos para los que en todas partes se batieron en infinitamente menor número.
Cabe a los peruanos la honra de una valerosa iniciativa, de la constancia para mantenerse y de mucho mayor despliegue de ingenio para tejer de improviso la red de su defensa, que el que los jefes chilenos gastaron en agredirlos yen romperlos. Hicieron aquellos con oportunidad todo lo que necesitaron para vencer, desde la primera arremetida de la división Cáceres a la columna Santa Cruz, hasta el llamamiento y manera de entrar al fuego de sus reservas, que los chilenos nunca tuvieron.
Más si es cierto, como lo decía el mariscal Ney en Elchingen, que la gloria no se divide, cabe ese tributo por entero a los chilenos, porque obligados a batirse aisladamente en todas partes, presentaron seis batallas sucesivas a sus adversarios, y durante ocho horas, desde las 10 a las 6, no soltaron los quemantes rifles de las manos”.
Efectivo de la Cruz Roja Peruana en 1879. Nunca le negaron auxilio al enemigo.