La mezquindad del publicista chileno Benjamín Vicuña Mackenna llega al punto de describir como un sombrío empate lo que fue el descalabro del ejército invasor aquel 27 de noviembre de 1879. Sobrestimando el número de soldados peruanos, rebajando el de las unidades chilenas, creando una leyenda de resistentes ciclópeos frente a hordas crueles armadas hasta los dientes, Vicuña exhibe el ácido dolor que fue Tarapacá para su ejército.
No fue una batalla: Fueron casi 8 horas de sucesivos y terribles encuentros.
Mientras que los chilenos eran descubiertos en la altura y trepaban animosos y resueltos a cortarles el paso los derrotados de San Francisco, trocando así el plan de los primeros por su base, de sorpresa en acometida y de atajo en desborde, se desarrollaba la batalla en el ala opuesta y hacia el bajo de Huaraciña (Región de Tarapacá en Iquique actual Chile) en no menos fatales condiciones de imprevisión y arrojo temerario para nuestras armas.
El comandante Ramírez descendía, en efecto, hacia el fondo de la quebrada, que era un cementerio, en los precisos momentos en que Cáceres por el costado del poniente y Bolognesi por la ladera opuesta subían a coronar las cimas donde brillaba, junto con el sol, la victoria.
¿Qué vértigo reinó en aquel momento supremo en el insomne y fatigado campo de los chilenos?
¿Les devolvía acaso el general Buendía desde la plaza de Tarapacá, en que a esas horas se hallaba despierto y entero, tomando todo género de medidas, su fatal pesadilla al pie de San Francisco?
El denodado comandante Ramírez avanzaba, entretanto, con férrea resolución, por el fondo del abismo caminando hacia su tumba Marchaba él adelante de todos explorando el campo con su anteojo de campaña. Iban a su lado su segundo Vivar, sus dos ayudantes, Diego Garfias, antiguo oficial del Buin, y el capitán Arrate, su hijo político. Y en pos de ellos seguían desfilando por los estrechos callejones de la quebrada cinco compañías del regimiento, precedidas por la del valiente capitán Abel Garretón, que era la guerrillera del segundo batallón. No se habrá echado en olvido que la guerrillera del primero andaba en la altura con Santa Cruz.
Cerraba la retaguardia de la columna, a ocho o diez cuadras de distancia, la primera compañía del primer batallón que cubría su espalda contra cualquier celada, servicio importante que el comandante Ramírez confiara a su hermano mayor don Pablo Nemoroso Ramírez, capitán de aquella, valiente oficial pero sin fortuna y no premiado.
Poco más tarde se agregó a esta fuerza la compañía del capitán Cruzat, formándose de ambas una pequeña columna flanqueadora que mandó el mayor Echanez, tercer jefe del 2°. Por esto, las compañías que llevaron al fuego Ramírez y Vivar, fuero sólo cinco, 600 hombres escasos.
A la zaga de esta fuerza de protección que avanzaba desplegada en guerrilla por todo el ancho de la quebrada, que allí entre Tarapacá y Huaraciña, no alcanza a dilatarse tres cuadras, avanzaban al paso del caballo los Cazadores del teniente Miller Almeida, conducidos por el entendido práctico Laiseca.
Y pocos momentos antes de recibir el último aquella comisión, había tenido lugar un acontecimiento que llevó justa, súbita y profunda alarma al ánimo de los jefes de la empresa de Tarapacá, responsables de su éxito.
El capitán Laiseca había bajado al caserío de Huaraciña con aquella escolta del coronel Arteaga, y hecho una barrida de sus vecinos que condujo a la grupa hacia las alturas. Interrogado el que parecía más aventajado de aquellos infelices, declaró de plano, que estando a noticias ciertas por él adquiridas, existían dentro del pueblo de Tarapacá cuatro mil hombres a las órdenes del general Buendía y dos mil más en Pachica, con los coroneles Dávila y Herrera.
Palidecieron, mirándose recíprocamente entre sí con el ceño de mutua acusación, los dos jefes de la temeraria cruzada del desierto, delante de aquella revelación que descoma la tela de sus ilusiones y no les dejaba más camino para salvar su nombre ante el país, el ejército y la historia, que el de ir a hacerse matar junto con los que habían traído a morir; y preciso es confesar,
que desde ese momento uno y otro, el coronel Arteaga y el comandante Vergara, se mantuvieron dentro de la lógica terrible de la terrible situación que ellos se crearon.
Se vino, sin embargo, a la mente del último que, aunque bisoña en cosas de guerra, se muestra casi siempre alerta, una idea salvadora, pero que debió preceder por una hora a la batalla: la idea de la concentración. Y clavando espuelas a su caballo, partió a galope por la pampa, acompañado del capitán Emilio Gana para ir a detener a Santa Cruz en su marcha sobre Quillahuasa, a fin de reorganizar la batalla, no en jirones como iba, sino en un solo cuerpo como un baluarte de infantes y cañones invencibles.
Mas, no habían avanzado cinco minutos los jinetes en su carrera, cuando pararon de súbito sus caballos. Un terrífico estruendo de fusilería y el estampido de irnos cuantos cañonazos, disparados, al parecer, de retaguardia y cuyos proyectiles en la dirección en que iban, pasaban sobre sus cabezas, les anunció, en efecto, con fatal desmayo, que llegaban tarde.
Era el momento en que el mayor Fuentes contestaba los primeros disparos del Zepita, que le cortaba por retaguardia formando punta; y esto de tal suerte, que por el rumbo de nuestros proyectiles, los dos oficiales chilenos juzgaron que los peruanos traían también artillería cuando sólo iban a quitarla.
Pero si aquella medida había sido como otras tardías y aventurada respecto de nuestra ala izquierda, ¿por qué al mismo tiempo no se puso por obra respecto de las columnas de la derecha que el comandante Ramírez llevaba sin vacilar a la obediencia y a la matanza? ¿No estaba esa división a la vista del coronel Arteaga? ¿No marchaba por el bajo al alcance de su voz?
¿No se hallaba por ventura el último rodeado de ayudantes tan resueltos, como el comandante Jorge Wood, Emilio Gana, Bolívar Valdés, Julián Zuleruelo y Salvador Smith, para ir a hacer cumplir sus órdenes?
Pero el jefe chileno, llevado de la impasibilidad estoica de su carácter, sintiendo que todos marchaban por diverso camino a la muerte, eligió el suyo y se marchó en aquel preciso y solemne momento de la batalla, reciente y temerariamente empeñada, a buscar su dispersa subdivisión del centro para conducirla al fuego como estaba de antemano convenido.
Y se sabe ya como lo hizo con tanto generoso ánimo como escasa fortuna en las alturas. Una reflexión más todavía sobre tamaño y funesto error militar. Si el mejor y más numeroso cuerpo de la división expedicionaria estaba destinado a batir la quebrada ¿qué necesidad había de hundirlo en su fondo para tal propósito?
¿No lo llenaba cien veces mejor recorriéndola por su ceja y bañándola con sus fuegos perpendiculares, los terribles fuegos de las armas modernas? Y si la quebrada en su mayor anchura no tenía más de 350 metros, ¿no habrían podido batirla y despejarla en toda su extensión no sólo los cuerpos armados de Comblains, sino los Artilleros y Granaderos a caballo que llevaban sólo carabinas Winchester? No. La falta cometida por los que arrojaron un regimiento entero en una cueva, juzgando que la estrategia es trampa, no tiene posible excusa ni ante la razón más obvia, menos ante la táctica más rudimental.
Entretanto, el comandante Ramírez, que había seguido avanzando tranquilamente por el fondo de la quebrada envuelto en profundo silencio, sintió de repente las descargas del alto contra Santa Cruz, y torciendo bridas a escape hacia su tropa, le gritó:
¡Adelante, muchachos!
Ya nuestros compañeros se están batiendo.
Tomó enseguida el comandante Ramírez sus disposiciones de combate con la tranquila entereza de un veterano, secundado por el comandante Vivar. Era este todo un soldado, desde la espuela al quepí, lo parecía con más particularidad ese día porque iba vestido como la tropa, a causa del incidente de Dibujo que antes contamos.
Notando, en efecto, que por su costado derecho, es decir, por el oriente de la quebrada se adelantaba al fondo de ésta un pequeño morro a dos o tres cuadras del pueblo, ordenaron de acuerdo y con feliz acierto los dos comandantes que corriera a ocuparlo el capitán Abel Garretón, sostenido de cerca por la compañía del capitán Necochea, excelente y oportunísima medida, en tal momento. Y tan lo fue que cuando las guerrillas del 2° coronaron el morro, divisaron las negras hileras de la división Bolognesi que con los fornidos gendarmes de Arequipa del sereno coronel Iraola (Guardias de Arequipa) dispersados en guerrilla y el batallón Ayacucho en columna, se avanzaban por los cerros del oriente dominando el valle y el morro.