Tarapacá: La derrota que Chile quiso negar
La mezquindad del publicista chileno Benjamín Vicuña Mackenna llega al punto de describir como un sombrío empate lo que fue el descalabro del ejército invasor aquel 27 de noviembre de 1879. Sobrestimando el número de soldados peruanos, rebajando el de las unidades chilenas, creando una leyenda de resistentes ciclópeos frente a hordas crueles armadas hasta los dientes, Vicuña exhibe el ácido dolor que fue Tarapacá para su ejército.

No fue una batalla: Fueron casi 8 horas de sucesivos y terribles encuentros.
Mientras que los chilenos eran descubiertos en la altura y trepaban animosos y resueltos a cortarles el paso los derrotados de San Francisco, trocando así el plan de los primeros por su base, de sorpresa en acometida y de atajo en desborde, se desarrollaba la batalla en el ala opuesta y hacia el bajo de Huaraciña (Región de Tarapacá en Iquique actual Chile) en no menos fatales condiciones de imprevisión y arrojo temerario para nuestras armas.
El comandante Ramírez descendía, en efecto, hacia el fondo de la quebrada, que era un cementerio, en los precisos momentos en que Cáceres por el costado del poniente y Bolognesi por la ladera opuesta subían a coronar las cimas donde brillaba, junto con el sol, la victoria.
¿Qué vértigo reinó en aquel momento supremo en el insomne y fatigado campo de los chilenos?
¿Les devolvía acaso el general Buendía desde la plaza de Tarapacá, en que a esas horas se hallaba despierto y entero, tomando todo género de medidas, su fatal pesadilla al pie de San Francisco?
El denodado comandante Ramírez avanzaba, entretanto, con férrea resolución, por el fondo del abismo caminando hacia su tumba Marchaba él adelante de todos explorando el campo con su anteojo de campaña. Iban a su lado su segundo Vivar, sus dos ayudantes, Diego Garfias, antiguo oficial del Buin, y el capitán Arrate, su hijo político. Y en pos de ellos seguían desfilando por los estrechos callejones de la quebrada cinco compañías del regimiento, precedidas por la del valiente capitán Abel Garretón, que era la guerrillera del segundo batallón. No se habrá echado en olvido que la guerrillera del primero andaba en la altura con Santa Cruz.
Cerraba la retaguardia de la columna, a ocho o diez cuadras de distancia, la primera compañía del primer batallón que cubría su espalda contra cualquier celada, servicio importante que el comandante Ramírez confiara a su hermano mayor don Pablo Nemoroso Ramírez, capitán de aquella, valiente oficial pero sin fortuna y no premiado.
Poco más tarde se agregó a esta fuerza la compañía del capitán Cruzat, formándose de ambas una pequeña columna flanqueadora que mandó el mayor Echanez, tercer jefe del 2°. Por esto, las compañías que llevaron al fuego Ramírez y Vivar, fuero sólo cinco, 600 hombres escasos.
A la zaga de esta fuerza de protección que avanzaba desplegada en guerrilla por todo el ancho de la quebrada, que allí entre Tarapacá y Huaraciña, no alcanza a dilatarse tres cuadras, avanzaban al paso del caballo los Cazadores del teniente Miller Almeida, conducidos por el entendido práctico Laiseca.
Y pocos momentos antes de recibir el último aquella comisión, había tenido lugar un acontecimiento que llevó justa, súbita y profunda alarma al ánimo de los jefes de la empresa de Tarapacá, responsables de su éxito.
El capitán Laiseca había bajado al caserío de Huaraciña con aquella escolta del coronel Arteaga, y hecho una barrida de sus vecinos que condujo a la grupa hacia las alturas. Interrogado el que parecía más aventajado de aquellos infelices, declaró de plano, que estando a noticias ciertas por él adquiridas, existían dentro del pueblo de Tarapacá cuatro mil hombres a las órdenes del general Buendía y dos mil más en Pachica, con los coroneles Dávila y Herrera.
Palidecieron, mirándose recíprocamente entre sí con el ceño de mutua acusación, los dos jefes de la temeraria cruzada del desierto, delante de aquella revelación que descoma la tela de sus ilusiones y no les dejaba más camino para salvar su nombre ante el país, el ejército y la historia, que el de ir a hacerse matar junto con los que habían traído a morir; y preciso es confesar,
que desde ese momento uno y otro, el coronel Arteaga y el comandante Vergara, se mantuvieron dentro de la lógica terrible de la terrible situación que ellos se crearon.
Se vino, sin embargo, a la mente del último que, aunque bisoña en cosas de guerra, se muestra casi siempre alerta, una idea salvadora, pero que debió preceder por una hora a la batalla: la idea de la concentración. Y clavando espuelas a su caballo, partió a galope por la pampa, acompañado del capitán Emilio Gana para ir a detener a Santa Cruz en su marcha sobre Quillahuasa, a fin de reorganizar la batalla, no en jirones como iba, sino en un solo cuerpo como un baluarte de infantes y cañones invencibles.
Mas, no habían avanzado cinco minutos los jinetes en su carrera, cuando pararon de súbito sus caballos. Un terrífico estruendo de fusilería y el estampido de irnos cuantos cañonazos, disparados, al parecer, de retaguardia y cuyos proyectiles en la dirección en que iban, pasaban sobre sus cabezas, les anunció, en efecto, con fatal desmayo, que llegaban tarde.
Era el momento en que el mayor Fuentes contestaba los primeros disparos del Zepita, que le cortaba por retaguardia formando punta; y esto de tal suerte, que por el rumbo de nuestros proyectiles, los dos oficiales chilenos juzgaron que los peruanos traían también artillería cuando sólo iban a quitarla.
Pero si aquella medida había sido como otras tardías y aventurada respecto de nuestra ala izquierda, ¿por qué al mismo tiempo no se puso por obra respecto de las columnas de la derecha que el comandante Ramírez llevaba sin vacilar a la obediencia y a la matanza? ¿No estaba esa división a la vista del coronel Arteaga? ¿No marchaba por el bajo al alcance de su voz?
¿No se hallaba por ventura el último rodeado de ayudantes tan resueltos, como el comandante Jorge Wood, Emilio Gana, Bolívar Valdé s, Julián Zuleruelo y Salvador Smith, para ir a hacer cumplir sus órdenes?
Pero el jefe chileno, llevado de la impasibilidad estoica de su carácter, sintiendo que todos marchaban por diverso camino a la muerte, eligió el suyo y se marchó en aquel preciso y solemne momento de la batalla, reciente y temerariamente empeñada, a buscar su dispersa subdivisión del centro para conducirla al fuego como estaba de antemano convenido.
Y se sabe ya como lo hizo con tanto generoso ánimo como escasa fortuna en las alturas. Una reflexión más todavía sobre tamaño y funesto error militar. Si el mejor y más numeroso cuerpo de la división expedicionaria estaba destinado a batir la quebrada ¿qué necesidad había de hundirlo en su fondo para tal propósito?
¿No lo llenaba cien veces mejor recorriéndola por su ceja y bañándola con sus fuegos perpendiculares, los terribles fuegos de las armas modernas? Y si la quebrada en su mayor anchura no tenía más de 350 metros, ¿no habrían podido batirla y despejarla en toda su extensión no sólo los cuerpos armados de Comblains, sino los Artilleros y Granaderos a caballo que llevaban sólo carabinas Winchester? No. La falta cometida por los que arrojaron un regimiento entero en una cueva, juzgando que la estrategia es trampa, no tiene posible excusa ni ante la razón más obvia, menos ante la táctica más rudimental.
Entretanto, el comandante Ramírez, que había seguido avanzando tranquilamente por el fondo de la quebrada envuelto en profundo silencio, sintió de repente las descargas del alto contra Santa Cruz, y torciendo bridas a escape hacia su tropa, le gritó:
¡Adelante, muchachos!
Ya nuestros compañeros se están batiendo.
Tomó enseguida el comandante Ramírez sus disposiciones de combate con la tranquila entereza de un veterano, secundado por el comandante Vivar. Era este todo un soldado, desde la espuela al quepí, lo parecía con más particularidad ese día porque iba vestido como la tropa, a causa del incidente de Dibujo que antes contamos.
Notando, en efecto, que por su costado derecho, es decir, por el oriente de la quebrada se adelantaba al fondo de ésta un pequeño morro a dos o tres cuadras del pueblo, ordenaron de acuerdo y con feliz acierto los dos comandantes que corriera a ocuparlo el capitán Abel Garretón, sostenido de cerca por la compañía del capitán Necochea, excelente y oportunísima medida, en tal momento. Y tan lo fue que cuando las guerrillas del 2° coronaron el morro, divisaron las negras hileras de la división Bolognesi que con los fornidos gendarmes de Arequipa del sereno c oronel Iraola(Guardias de Arequipa) dispersados en guerrilla y el batallón Ayacucho en columna, se avanzaban por los cerros del oriente dominando el valle y el morro.
A la tercera división se había agregado también la artillería de Castañón, que avergonzada de la pérdida de sus cañones, peleó allí con entereza en número de 180 hombres armados de carabinas Winchester. El 3° provisional de Lima, comandante Zavala, presentaba también algunos pelotones en la división Bolognesi, después de su completa dispersión en San Francisco.
Se estuvieron mirando largo rato las dos fuerzas como para reconocerse. Sostenían algunos de los soldados de Garretón que la tropa que tenían al frente era muy semejante a la de la Artillería de Marina, y para cerciorarse levantaron una banderola chilena, primero en la espada del subteniente don Francisco 2° Moreno, noble mancebo de Valparaíso que ahí rindió voluntario la vida, y enseguida en el fusil de un soldado para hacerla más visible.
Una descarga cerrada de más de mil fusiles saludó entonces la insignia de la patria, cubriendo la columna de balas y de cadáveres, a la distancia de quinientos metros. Se empeñó en el acto el combate, respondiendo el fuego Garretón con éxito terrible, porque estando la división Bolognesi en filas, la acribillaban sus diestros tiradores, apuntando siempre “al montón”.
Pero aquella valiente tropa se hallaba en la proporción de uno contra diez, cien contra mil; y el empeño desigual iba acabándola. Herido en un pie el valiente mozo que la mandaba, vio caer a su lado a sus dos cabos ayudantes, Carlos Bocaz, un muchacho de 28 años, y Bartolomé Oyarce, este último con un vuelco horrible, herido mitad por mitad en el corazón. Bocaz se batía por la primera vez, pero su compañero de órdenes era un conocido aventurero que había servido con el guerrillero boliviano Carrasco en sus correrías y asaltos contra Caracoles.
Continuaba el fuego con horrísono (que causa horror) estruendo, repetido por los ecos de la angosta quebrada, y momento por momento desaparecían los combatientes del morro, quedando al último 73 hombres de la compañía guerrillera (que era en ese día de 115) fuera de combate. Según las Estas de revistas, la compañía guerrillera de Garretón tuvo 7 cabos y 59 soldados muertos: total 66 y sólo siete heridos; gran total sin contarlos 73 oficiales, o sea más de los dos tercios del número con que entró al fuego.
Trepó entonces la fatal cuchilla el veterano capitán don Bernardo Necochea, llevando en el centro de su compañía, que era la segunda del primer batallón, la bandera virgen y gloriosa del regimiento.
La habían confiado aquella mañana, a falta de abanderado, al subteniente don Telésforo Barahona, mozo atlético y arrogante que tenía dos hermanos en la caballería y era hijo de un antiguo comisario de Santiago.
Batía éste en la altura el noble trapo en reto a las compactas hileras enemigas que avanzaban por las faldas ganando lentamente terreno cuando una bala le atravesó el hombro, robusto pilar del asta inmolada, y enseguida y sin soltarla otra le perforó el pecho.
Cayó entonces el heroico voluntario al suelo, tiñendo con la sangre, que le salió en abundancia por la boca y por la herida, la venerada insignia que aquel día sirviera alternativamente de mortaja a tantos bravos.
El valiente Barahona, voluntario aquel día de la gloria, había escrito a su padre desde el Alto de Pisagua estas rudas palabras de soldado que allí se cumplieron:
“ Parece que nos entramos al interior, y la cosa va a ser allí de los grandes diablos”.
¡Y tal lo fue!
Tomó enseguida el querido estandarte azul que reflejaba el suelo de la patria, y que por esto le ha sido devuelto, el cabo de su escolta Justo Urrutia y no abatió su asta hasta que hubo recibido tres balazos a los que el hercúleo bravo ha sobrevivido, el único entre veinte.
Pasó enseguida la noble insignia de Chile de mano en mano a los sargentos segundos Francisco Aravena, Timoteo Muñoz y José María Castañeda. Todos rindieron la vida pero no el honor del regimiento; y enseguida cupo igual destino a los cabos primeros José Domingo Pérez, Ruperto Echaurren y Benardino Gutiérrez, este último viejo catador de Yungay y Pan de Azúcar y asistente del comandante Vivar en Caracoles: todos también cayeron.
¿Cuándo, en cuál batalla de Chile y dé la América hubo jamás mayor ni más sangriento heroísmo?
Mientras todo esto tenía lugar a la derecha de la quebrada, batiéndose en el alto del poniente las subdivisiones de la izquierda y del centro, el impávido comandante Vivar avanzaba al trote por el fondo de la quebrada con tres compañías para asaltar al pueblo. Pero recibido de frente por las fuerzas de reserva que mandaba el general Buendía en persona en la plaza de Tarapacá y principalmente por la columna boliviana del comandante González Flor (la columna Loa), era a la vez fusilado de soslayo por las tropas de Bolognesi que, a su vez, tiraban “al montón” en la quebrada, al paso que diversos grupos perfilándose por el lado del poniente, apenas obtenían algún respiro en su entrevero con los Zapadores, disparaban hacia el bajo y lo barrían poniéndolo entre tres fuegos.
Fue ese, además, el fatal momento en que la Artillería de Marina comenzó a ametrallar a nuestros propios soldados en la quebrada, subiendo a deshacer su engaño, en medio de un diluvio de balas, el bravo ayudante Diego Garfias.
No hubo durante toda aquella jornada de titánicas arremetidas un combate más encarnizado que el que se trabó en los suburbios del escuálido pueblo de Tarapacá.

¿Comandante Eleuterio Ramírez: el jefe chileno, herido en un brazo, huyó refugiándose en una choza. El mito patriotero lo llama “el león de Tarapacá”.
En otras partes se peleaba por el paso como los Zapadores contra el Zepita; en otras por el agua como los Granaderos en Quillahuasa, pero allí se peleaba por la posesión del campamento enemigo, que era el premio y la victoria.
Desplegaron indudable ardor en ese paraje los peruanos comandados por el general Buendía. Allí expiraba el valiente mayor Francisco Perla, segundo jefe de la columna Loa, y de la pequeña banda de artilleros caían heridos el sargento mayor Pastrana, el subteniente Pezet, nieto de un presidente del Perú, mestizo de inglesa, nacido en Londres, y tres bravos oficiales a quienes hemos visto más tarde curándose de horrorosas heridas en una misma alcoba, el alférez Carlos Arancibia, hijo de lima y de chileno, y los subtenientes Nicanor Málaga y Enrique Varela, este último niño y frágil como endeble caña pero valiente como una roca, ambos naturales de Arequipa.
Murió también allí en el puesto del deber, después del dolor del pánico y la fuga, el teniente de Artillería Felipe Flores, hijo del Cusco.
Afirman algunos que en el primer ímpetu de la carga, las compañías del 2o que mandaban los capitanes Necochea, los dos Garretón, Ignacio Silva y José Anacleto Valenzuela rebasaron el pueblo, y agrega un jefe chileno en su parte oficial (el mayor Echanez) que “lo tomaron”, ejecutando a su paso espantosa carnicería a la bayoneta. No vemos confirmado este dato en otros documentos; pero existen testimonios de visitantes de la quebrada histórica que acusan la terrible matanza de los que defendieron los suburbios.
“ Sólo en una punta, dice un oficial que escribió en aquel tiempo una interesante carta al diario Los Tiempos, sólo en una punta que se avanza del pueblo sobre la quebrada, en un espacio de unas pocas varas, dejaron los peruanos cincuenta y siete cadáveres, y entre ellos no encontré más que un soldado del 2° que lanzó su último suspiro teniendo asido del pelo a un cholo corpulento y en ademán de hincarle los dientes en el cuello. Es necesario haber visto aquello para formarse idea de lo que ha sido”.
No era menor el tributo de sangre que nuestros soldados pagaban a su valor en aquel horrible sitio. La compañía del capitán Necochea perdía todos sus sargentos con la excepción de su hijo, un niño de 16 años que fue hecho prisionero, y por niño tal vez perdonado. Se llamaban aquellos Lorenzo Lobo, Bonifacio Pérez, Ramón Barrios, todos veteranos con terceros premios, y un alentado mozo, Antonio Pizarra, natural de la Serena. Del resto de las clases quedaron en el campo 7 cabos de esa compañía, es decir, toda su dotación, y 45 soldados, con la singularidad de no haber sobrevivido sino un solo herido, afortunado como su nombre, porque se llamaba éste “Feliciano” Herrera. Todos los demás perecieron.
De la compañía del mayor de los Garretón (3° del 1°) que entró también al friego en esa parte, hubo 62 muertos y sólo tres heridos. Y para entender el horror de esta matanza téngase presente que la compañía del capitán Larraín que se batió en el alto durante más de una hora a pecho descubierto, sólo tuvo 22 muertos y 11 heridos. Pero no era esto todo.
En tan espantoso conflicto, verdadero abismo que se tragaba centenares de vidas en minutos, además de Gajardo, de Barahona y de Moreno, caían al rigor del plomo el subteniente don Tobías Morales, inteligente institutor de Talca, que había cambiado la cartilla por el rifle; era herido el teniente Aníbal Garretón y más adelante sucumbía aquel cabo Eugenio 2° Labra, de la primera compañía del segundo batallón, que a bordo del Rímac, al partir de Valparaíso, juró delante de su comandante y de la tropa volver victorioso, o no volver.
Pero la pérdida más irreparable de aquel encuentro y que vino a cambiar de hecho la faz del combate en aquel paraje fue la de los jefes que conducían las intrépidas compañías delanteras por el fondo de la quebrada.
Casi a un mismo tiempo, eran, en efecto, mortalmente heridos el comandante Vivar atravesado la ingle por una bala, y enseguida los capitanes Garretón y Garfias, bandeados ambos en el estómago. Se supo esto después por el cinturón de cuero del primero que apareció perforado por una bala bajo la pira cobarde que quemó a tantos mártires del honor y del deber.
Rodeados en todas direcciones por aquel círculo de friego, verdadero anillo de la muerte, comenzaron a batirse en retirada las fuerzas de Vivar sobre la compañía del capitán don José Ignacio Silva, que el comandante Ramírez había dejado de reserva a retaguardia, quedándose él personalmente con ella.
Igual movimiento hacían Necochea y Garretón que habían llegado cargando hasta las goteras del pueblo convertido en un lago de sangre, sangre de chilenos sacrificados a la impericia y al denuedo.
La derrota en la quebrada comenzaba casi al mismo tiempo que en el alto. Era la hora exacta del medio día bajo un sol que quemaba las almas y la tierra.
A pocos pasos y mientras retrocedía haciendo fuego en retirada, encontró en efecto el capitán Necochea expirante a la sombra de un mofle al valiente capitán Garfias Fierro, quien, con el estómago atravesado por una bala, pedía con voz suplicante agua a los que pasaban. Se la dio el sargento Necochea de su caramayola, y el soldado agonizante, como el náufrago que aprieta la última tabla, se aferró del brazo del niño como para morir entre amigos.
Más adelante, en la retirada, está sentado en una piedra del camino el estoico Vivar con el bajo vientre bandeado, silencioso, pero sombrío e indomable. Sus soldados pasan, él los mira, pero no dice nada como la sombra del Dante. ¿Y qué podía decir un hombre de su temple a los que en esos momentos huían?
Unos pocos pasos más allá, y no lejos de una casa pajiza situada en el fondo de la quebrada, la dispersa columna compuesta de sólo treinta hombres encuentra al comandante Ramírez, taciturno, pero resuelto como Vivar. Aún no está herido. Al contrario, tiene en una mano su anteojo de campaña y con la otra afirma por la rienda el hocico del brioso caballo chascón de Avaroa, el héroe calameño, que cupo en botín al vencedor.
Ramírez está a pie, pálido, pero impasible.
¡Mi comandante! le grita Necochea al llegar jadeante. Monte a caballo, que el enemigo llega.
“¿Cuantos hombres trae?” pregunta fríamente el comandante al capitán.
“¡Treinta, señor!”
Pero los peruanos llegan en la forma de un alud humano, haciendo resonarla agreste quebrada con sus alaridos de victoria. En ese mismo momento el comandante Ramírez monta a caballo y, al girar este violentamente, es herido el jinete en un brazo y se dirige a la casa inmediata que hemos señalado, y fue allí donde sucumbió sin rendirse. Dentro de ella estaba el capitán J. A Garretón y las dos cantineras que le curaron y que en ese lugar infame fueron quemadas.
Se llamaban estas infelices y animosas mujeres Juana N. y Leonor González, ambas honradas costureras de Santiago. Una tercera cantinera del regimiento, conocida antigua de los peruanos en Iquique por el nombre de María la grande, fue hecha prisionera y llevada a Arica, donde la mantuvieran largo tiempo.
No todo está perdido aun para el glorioso regimiento así sacrificado. El comandante ha caído, pero el estandarte flota orgulloso al aire, y lo lleva agazapado por los chircales el viejo cabo Gutiérrez, asistente de Vivar, que lo ha recogido de en medio de un montón de cadáveres formado por su escolta. De repente el asta sagrada se inclina y el trapo tricolor cubre como un postrer sudario al bravo que lo salva. Los peruanos hicieron gran alharaca con la presa del estandarte del 2o que el general Buendía mandó extender en la noche de la batalla sobre una mesa, entre abrazos y felicitaciones, dando a entender que había sido quitado a viva fuerza en la pelea.
Al pobre hombre que lo recogió, un gendarme de Arequipa, de oficio sombrerero y natural de Acomayo, llamado Mariano Santos, le hicieron más tarde una apoteosis en Arica, regalándole el general Montero 300 soles en papel.
“En esos instantes, dice con más imaginación que verdad el narrador Molina, hablando de la aparición del estandarte en el campo de batalla, en esos instantes una aclamación general sube al cielo de en medio de los combatientes.
¿Qué sucede? A la distancia, rodeado de una legión de vencedores, se presenta un hombre alto, de musculatura delicada, tostado por el sol y de altivo continente.
¿Quién es ese tipo de romano? ¡Ah! es Mariano de los Santos, del batallón Guardias de Arequipa, que trae una bandera que bate por los aires, en señal de victoria”.
¡Y cosa extraña! Sólo cuando los soldados no ven más el pabellón, comienzan a creerse derrotados y buscan un abrigo donde guarecerse.
Pero aun así, aquellos férreos titanes encuentran en su garganta seca por la sed, la pólvora y la ira, palabras festivas para hacerse entender. ¡Allí está la breva, mi capitán! le gritó un soldado a Necochea, señalándole una casa aislada del valle en que hacían a esas horas Gas doce del día) heroica y porfiada resistencia los subtenientes don Abraham Valenzuela y don Carlos Arrieta, este último un valerosísimo hijo de Santiago y descendiente de Moquegua.
A esas horas la jomada estaba totalmente malograda en el fondo del valle como en la cima, pero aún quedaba débil esperanza de recobro.
El comandante Ramírez, con mucho más tacto militar que el que se le ha atribuido, alabándose por sus críticos sólo su incomparable bravura, había dispuesto que el tercer jefe del regimiento, el mayor don Iiborio Echanez, subiera con la compañía de su hermano Pablo Nemoroso, natural de Angol, y la del capitán penquista don Manuel P. Cruzat a los cerros del oriente para flanquear a Bolognesi en su movimiento de avance.
Echanez trepó resueltamente por la falda; pero en el momento de la acción, brazo invisible detuvo su aliento, vaciló en romper los fuegos en medio de los murmullos de la tropa, y dando por razón que era preciso sostener nuestras compañías rotas en el bajo, ordenó a los suyos descender otra vez al fondo del estero.
Uno de los soldados de la compañía del capitán Ramírez, llamado Brandau, llegó hasta la súplica y hasta a la amenaza porque no se les dejaba pelear en el momento en que salvador instinto, certera y segunda vista del soldado, le daba secreta voz en rudo pecho.
Y a la verdad, habría sido tan oportuno aquel movimiento de flanco, que habiéndose dirigido en esos momentos a la quebrada el capitán Emilio Gana con la orden de hacer retroceder al 2°, volvió éste diciendo que esa medida era excusada porque cerca de la mitad de sus fuerzas iban envolviendo al enemigo por la altura.
Por esto y a causa de su fatal tardanza, cuando el mayor Echanez descendió a la quebrada, encontró ya en completa dispersión las compañías que, privadas de su apoyo, habían sido atacadas por el frente y los dos flancos, dejando en manos de los enemigos a sus dos jefes, a los capitanes Garfias, Silva, Garretón, al teniente Jorge Cotton, voluntario religioso de Caldera y a los subtenientes Moreno, Barahona, Gajardo y Clodomiro Bascuñán. Este último, al decir de algunos, fue muerto por nuestros propios soldados que no le conocieron, al paso que Gajardo, hijo de un honrado industrial de Santiago recientemente ascendido de sargento, y título de antiguo cadete, perecía, según se ha creído, al lado de su jefe el comandante Ramírez.

Mariano Santos se hace con el pabellón chileno del 2° de línea. Santos fue recibido apoteósicamente en Arica por el alto mando peruano.
Tal era hasta ese instante la hora exacta del medio día del 27 de noviembre, hora sin brisas y sin esperanzas, la doble batalla de Tarapacá, peleada en el alto y en el bajo por divisiones inconexas y mutiladas del ejército chileno.
Contaba éste en esos angustiosos momentos dos tenientes coroneles, un sargento mayor, cuatro capitanes, tres tenientes y ocho subtenientes, dieciséis oficiales muertos, y no menos de trescientos individuos de tropa, todos o casi todos heridos en la frente y en el pecho según el testimonio de sus propios adversarios.
“ Los enemigos, dice brutalmente el peruano Molina, llevaban el sello de la venganza donde el hombre elabora todas las infamias… en la cabeza, o donde se guardan sus peores instintos, el corazón”.
Los heridos por esto eran mucho menos, apenas un quinto de los muertos y entre los oficiales sucedió casi otro tanto. Y esos no serían, sin embargo, todos en aquel día triste y memorable.
Pero la pérdida que más profundamente afligiera el corazón de la República en aquella luctuosa jornada en que por la primera vez en larga historia dejó Chile sus cañones y su bandera en manos enemigas, fue la de los dos jefes del valeroso regimiento que había partido el primero a la guerra y que de ella no volvería sino como gloriosa y mutilada memoria.
Podía trazarse la filiación militar del comandante don Eleuterio Ramírez hasta un soldado de Granada que peleó en su reconquista contra Boabdil y sus abencerrajes; pero todos sus deudos conocidos en Chile, desde su bisabuelo el coronel don Lucas Molinas, descubridor del perdido Osomo, fueron soldados como lo eran hasta hacía poco cuatro de sus hermanos y su propio primogénito.
Sus cartas íntimas de la campaña acusan profundo desaliento de los hombres. Pero le lleva y le sostiene la fe de su bandera, y perece defendiéndola. Herido al comienzo del combate, rehusó retirarse, y encerrado en un rancho con dos mujeres y un puñado de valientes, heridos como él, rehusó rendirse. Y entonces infame pira consumó sus nobles restos, dejando sólo intacto el rostro iluminado por las llamas y el brazo, tronchado por las balas, que se enfrió sobre la abrazadera del revólver con que mató a su último adversario.
El subteniente Olmedo escapó en la quebrada quedándose toda aquella noche herido entre las chircas, sufriendo horribles tormentos.
Abandonado en el campo a consecuencia de una herida que no le permitiría andar, fue llevado a la presencia del irritado coronel Bolognesi el bravo comandante Vivar, y al saber éste por el mismo cautivo que bajo la burda túnica del soldado del 2° hablaba con un teniente coronel de Chile, le apóstrofo con ignominia, señalándole sus presillas de jefe, y diciéndole:
“ ¡ Así peleamos los peruanos!”.
La noble víctima del honor se limitó a responder a su injusto insultador, señalándole sus gloriosas heridas, de cuyas resultas falleciera tranquilo y resignado tres días más tarde. El comandante Vivar recibió una herida en parte delicadísima del cuerpo y de necesidad mortal, y otra en una mano. Esta le incomodaba intensamente, y mientras estuvo en la ambulancia peruana se le hacía lavar a cada instante, poniéndole un chorro de agua un niño que para esto le dieron los de la ambulancia. De la otra herida no parecía preocuparse, tal vez porque la creía sin remedio o porque no le producía dolor. En la tarde del 30 de noviembre le sobrevino el delirio, pero alcanzó, antes de morir a las ocho de esa noche, a estrechar manos chilenas y que fueron para él de infinito consuelo.
Sus últimos pensamientos y sus últimos recuerdos trasmitidos a sus compañeros de dolor en la ambulancia fueron para el ausente Chile y su último ensueño en la fiebre postrimera fue un pedazo de Arauco del que era dueño y en el cual corría alegre arroyo cayendo con grato rumor de una cascada.
La batalla de Tarapacá había sido por la sed, y los bravos que guardaron su agonía morían pensando y recordando el agua.
Pero en la hora terrible de la jornada a que en esta relación hemos llegado, la batalla no estaba todavía del todo perdida y menos lo estaba decidida a fondo. Y ¡contraste singular! eran las vacilantes compañías del mayor Echanez las que estaban llamadas a restablecerla con noble esfuerzo conduciéndonos a paso de trote y briosas cargas a la bayoneta hasta las puertas de bien merecida victoria.
Es este episodio de combate, que todavía no será el postrero, el que enseguida vamos a contar.
Iban corridas ya largas horas desde que las dos compañías flanqueadoras del regimiento 2° de línea vagaban cerro arriba y cerro abajo, sin provecho y sin gloria, cuando al rayar el sol en su zenit, el mayor Echanez que las mandaba, descendía por segunda vez al fondo de la quebrada.
A esa hora la derrota era completa en la altura y en el bajo para los chilenos. Los pocos sobrevivientes de las compañías, que a las órdenes de los comandantes Ramírez y Vivar y de los capitanes Necochea, Silva, los dos Garretón y Valenzuela se habían batido como verdaderos leones enjaulados, adentro y adelante del abismo, retrocedían ahora agobiados de cansancio y de desesperación, pidiendo con roncos gritos pólvora, agua y venganza.
Incorporó el mayor Echanez muy oportunamente a muchos de estos dispersos en su columna, así como a soldados de diversos cuerpos y especialmente del Chacabuco, que, como bisoños, habían bajado al agua que desde la altura divisaban en escasos charcos e inaccesibles bebedores, cual en el festín de Tántalo.
Y enseguida animosamente subió la cuesta Huaraciña, por donde tres horas antes había descendido a la fatal quebrada.
¡Era ya tiempo!
La división Cáceres y Ríos, reforzadas por grupos de otros cuerpos que iban renovándose en la altura, traían acribillados a los pocos valientes que habían resistido al plomo y a la sed; restos del Chacabuco y de la Artillería de Marina, y unos pocos Zapadores que Santa Cruz había conducido de la extrema izquierda a la pelea; los artilleros del valiente alférez Faz que había perdido la mitad de su gente, y uno que otro férreo soldado del 2° de la compañía del capitán Larraín que habían peleado en las lomas frente al pueblo. Esas reliquias era todo.
El plan estratégico del valeroso cuanto entendido coronel Cáceres era evidente, y se hallaba ya en el extremo de cumplirlo. Obligando a recular las dispersas reliquias de nuestro ejército hasta la altura de Huaraciña, se hacía en efecto dueño del camino y de la cuesta de aquel nombre, y así nos cortaba la retirada y cerraba herméticamente la quebrada para los que peleaban adentro: la tapa del ataúd iba a caer sobre unos cuantos centenares de bravos, y entonces se habría tenido noticias de la brillante división chilena de Tarapacá por los pájaros de presa que en sus ensangrentadas garras habrían esparcido sus despojos por el ancho desierto. La “encerrona al revés” iba a ser completa.
Cuando las compañías flanqueadoras subían a la cresta occidental de los farallones que cierran hacia el noroeste la quebrada de Tarapacá, no distaban a la verdad más de trescientos metros las divisiones peruanas que venían a atrancarlos, dispersadas en guerrilla y haciendo fuego en avance, al toque de sus cometas.
Pero no habían asomado del todo aquellos ala cuchilla, cuando corrieron a su bien venido encuentro todo lo que quedaba de pechos enteros en la infortunada división de Chile.
El coronel Arteaga y su intrépido ayudante don Jorge Wood, los comandantes Santa Cruz, Vergara y Toro Herrera; el subteniente don Lorenzo Fierro, alentadísimo mozo, natural de Montevideo y sobrino del presidente Latorre, que había venido a la guerra de Chile por amor a la guerra, entrando de soldado en el Chacabuco; el capitán ayudante de los Zapadores don Umitel Unutia, el subteniente Bianchi con su bandera de la Marina, salvada con milagrosos esfuerzos, y adelante de todos el capitán Moscoso, ayudante de aquel cuerpo, a quien se le vio cabalgando en caballos, en mulas y hasta en asnos en todas partes aquel día.
Aclamando a la tropa que llegaba de refresco se tendió ésta en guerrilla con un vigor y un entusiasmo que dejó atónitos a los peruanos que traían por suya la victoria dentro de sus cartucheras. Nuestra línea, aumentada con los rezagados y con combatientes que todavía podían mantenerse en pie, presentaba un frente de más de quinientos metros y podía contener unos cuatrocientos tiradores en dispersión, de ellos al menos un tercio de los rezagados de la mañana y de la marcha.
Los peruanos, por su parte, no bajaban a esa altura de la batalla de 800 a 900 hombres intensamente fatigados. Hada tres horas que se batían con incansable encarnizamiento bajo un sol de fuego, sin agua y sin reposo.
A la primera embestida retrocedieron a su tumo las diezmadas divisiones 2a y 5a del ejército de Tarapacá, y envalentonados los chilenos, comenzaron a avanzar recobrando paso a paso el terreno perdido desde el paraje en que el Zepita quitara en la mañana los cañones a Santa Cruz.
Mandaba en jefe aquella heroica línea que se ha llamado por algunos “la guerrilla salvadora”, un oficial anciano de pequeña estatura y rugoso rostro que se hada notable por andar montado en una muía. Era éste el segundo jefe de la Artillería de Marina don Maximiano Benavides, hombre valientísimo, ascendido desde soldado y que en aquel día memorable meredó ser ascendido a general, porque mandó en jefe la línea que rechazó al enemigo en todo nuestro frente.
Benavides andaba en el bajo “en el agua” cuando vio subir las compañías de Echanez, y reuniendo todos los dispersos de su cuerpo y de otros que encontró a mano, los llevó a la altura animándolos con palabras propias de rudo pero invencible corazón. “No hay que agacharse, niños” les gritaba como en Tacna. “¿No saben hijos de tales… que las balas vienen destinadas?…” Y azotando la cansada muía con la espada les gritaba todavía. “¡Adelante! ¡Adelante! y ¡Viva Chile!”.
El coronel Arteaga recorría también la línea de una ala a otra ala con imperturbable serenidad pero sombrío y silencio. Daba órdenes. Sólo al capitán Moscoso le había dicho al comunicarle sus últimas disposiciones de combate: ¡Voy a buscar la muerte!. Y en tales casos a los que así hablan y así se conducen es preciso creerles.
Los aniquilados batallones peruanos iban perdiendo visiblemente terreno hacia la cuesta de la Bisagra, y cada vez que el “ viejecito de la mula” (así llamaban los soldados al arrogantísimo comandante Benavides), daba de viva voz, que repetían los oficiales a falta de cometa, la orden de “¡armen bayonetas!” había una reculada general en toda la línea enemiga. A esas horas todas las cajas habían sido rotas, los cometas estaban muertos y el único eco que acompañaba al estampido ronco de los rifles era el eterno ¡ Viva Chile! de los que por su nombre morían. ¡ Sublime momento de la batalla, tres veces perdida y ahora ganada!
Los peruanos perdían además en esa tenaz carga al capitán del Iquique Olivencia, escritor de esa ciudad, a los mayores Escobar y Bailón, este último muerto de sus heridas, y entre varios subalternos quedaban heridos el comandante Pfluker, hijo de un rico minero alemán, de Huancavelica, y los mayores La Puerta e Infantas, verdugo este último de los chilenos, y sospechado de ser chileno, en las cárceles del litoral.
Doloroso es decir que en Tarapacá pelearon unos pocos renegados contra Chile, y entre aquellos han sido señalados un Ortiz de Valparaíso, un Ugarte del Ayacucho, un Saavedra del Provisional de Lima y un Molina de la columna Tarapacá. Antes se habían batido en San Francisco contra su bandera un Francisco Gutiérrez y un Fermín Cáceres, de la columna Pasco.
Las perspectivas de la porfiada batalla, la más reñida de cuantas ha tenido Chile, sin excepción de Loncomilla, se cambiaban ahora a fondo. La ola de la victoria retrocedía para los peruanos.
Ya no eran ellos los que iban a quitamos el camino de Huaraciña, que era nuestra única línea de retirada. Éramos nosotros los que acosándolos, conlabayoneta en los riñones, comenzábamos a echarlos de espalda sobre su madriguera del pueblo, leño de tapias y arbolados, de donde seis horas hacía habían subido.
Por otra parte, legaba en ese momento con deplorable atraso un convoy de víveres y odres de agua que en sesenta mulas venía de Santa Catalina. Y al divisar la silueta de las bestias en los médanos, comenzó a correr en las filas de los chilenos la voz consoladora de haber llegado un refuerzo.
Había todavía entre aquellos hombres forjados en yunque de inmortales, almas en que la victoria hacía latir sus alas, pechos y fauces que articulaban con el eco estertor del acero los gritos de ¡Viva Chile! que para el soldado son gritos de victoria. Más por una irrisión del destino los odres de agua no pasaron de una docena y los cartuchos de cuatro mil, en ocho cajones de a 500. Lo demás era charqui y galleta. No.
Ni Moisés ni Molke presidieron jamás aquellas jornadas del desierto, terribles por sus fatigas y combates, más terribles por su eterna, inextinguible e incurable imprevisión.
En esos mismos momentos la valerosa caballería del alentado Villagrán que regresaba lentamente del bebedero de Quillahuasa, donde peleó a bala por el agua, aparecía en una cercana loma. Nada le había sido posible emprender por la naturaleza pedregosa del terreno y el largo rodeo a que la busca del bebedero le obligara en el lejano valle; pero apercibiéndola en el horizonte el coronel Arteaga y juzgando oportuno el momento, ordenó a su ayudante Wood fuera a ponerse a su cabeza como oficial de mayor graduación que el capitán que la mandaba.
Hincó sus espuelas en los ijares de su bruto el intrépido mestizo, y arengando con palabras fogosas a la tropa, la llevó al combate y la venganza. “¡ Granaderos a caballo, cuenta él mismo que les dijo: estáis acostumbrados a vencer a los bravos araucanos y no marcháis adelante contra peruanos! No mi mayor, me contestaron, añade el bravo Wood, hoy en desgracia. Nosotros queremos pelear pero nos llevan en retirada ¡ Viva mi mayor Wood! ¡Así sí que queremos que nos manden! Después formaron el escuadrón en batalla y lo dirigí sobre el enemigo al toque de degüello. La carga fue tan impetuosa que barrimos la llanura y hemos muerto unos sesenta cuícos”.
Pero si no había ponderación en el ímpetu, la hubo y grande en el número de los sableados, porque al abalanzarse los Granaderos con incomparable pujanza, el sereno coronel Cáceres dispersó en grupos la columna de Navales de Iquique, y éstos, dándoles paso escaparon al encuentro.
Se distinguió entre los peruanos un teniente Lecaros, natural de Iquique, que con sólo seis soldados caló bayoneta delante del pecho de nuestros caballos, hazaña grande en aquella tierra sin jinetes.
Los Granaderos perdieron en su impetuoso estreno tres valientes, resultando sólo dos heridos.
La carga de la caballería había acabado entretanto de postrar las fuerzas físicas de las destrozadas filas peruanas que se replegaron en cierto desorden hacia el valle, mientras que los chilenos gritaban por todas partes“¡Victoria!”“¡Victoria!”.
“Serian las cuatro de la tarde, dice el inteligente capitán don Miguel Moscoso en una interesante relación que para nosotros escribió en su calabozo sobre la batalla de Tarapacá, y no se sentía un tiro en la loma ni en el bajo. A cuantos heridos encontraba, les decía que luego los íbamos a principiar a recoger pues creíamos que el combate era concluido y la victoria nuestra. Así se lo dije a un capitán del batallón Iquique, que estaba herido en un muslo, con quien estuve conversando largo rato y que a la fecha debe estar en algún hospital de Santiago. Lo mismo decía a varios soldados enemigos, y tal fue mi creencia de que todo era concluido, que con algunos soldados nuestros, estuve juntando heridos, para más tarde encontrarlos más fácilmente”.
El mismo jefe de la división que la había acompañado hasta ese punto, frente al pueblo de Tarapacá tuvo igual creencia,y por eso, con perfecta sinceridad exclama en su parte oficial de la jornada.
“ Contábamos con una nueva victoria para nuestras armas. Alas tres de la tarde sólo contestaban a los nuestros algunos enemigos en retirada”.
Pero vistas las cosas, las situaciones y los desenlaces bajo su punto de vista exclusivamente militar, aquella no era una victoria: era sólo la tregua de la sed, como hubo una tregua que se llamó de Dios.
Y entonces, alcanzada la última como por milagro, arrojando a un lado los caldeados fusiles, engarrotados los brazos a fuerza de tirar, y las fauces enrojecidas como el acero de las armas, se hizo por todas partes un tropel sordo y aullador que bajaba por la ladera a beber: los peruanos hacia Tarapacá, los nuestros hacia Huaraciña, donde, en una pequeña laguna represada entre el légamo, estaba el bebedero.
Eran las cuatro de la tarde, y a esas horas el ejército de Chile no era un ejército: era un hato furioso de seres quemados por la pólvora y el sol, que con crispados brazos se abría paso hacia la fuente de la vida que era el agua… Jinetes, infantes, heridos, artilleros moribundos, jefes y oficiales, todos se precipitaban hacia los pozos, y sucedió allí que algunos de aquellos hombres que en la cima ofrecían gustosos su vicia por rescatarla de sus compañeros, acometían frenéticos con sus bayonetas a los que no les daban camino para echarse en el césped marchito de la vega o les estorbaban por cautela el beber el agua sanguinolenta hasta saciarse.
Los chilenos creían que habían vencido sólo porque habíanbebido… La batalla era por el agua.
Aquella escena de saciedad duró una larga hora, y a su postre sobrevino la escena final del drama y la batalla, que es también el último lance y el último capítulo de la ocupación y la conquista de Tarapacá.
Una vez apagada la primera ansia de la rabiosa sed de dos días en las pozas de San Lorenzo, enturbiadas por sus propios y sanguinosos labios, los soldados chilenos que en número de mil habían bajado al fondo de la quebrada, se entregaron al imprudente reposo y a la confianza, antigua e irremediable condición de nuestro ánimo.
Los Granaderos sacaron los frenos a sus caballos y algunos los desensillaron; y mientras los infantes merodeaban por los huertos en busca de fruta, especialmente de brevas y membrillos que formaban setos vivos a lo largo de los angostos callejones, los más ladinos se echaban a perseguir gallinas, imitando su cacareo en los maizales. Así es el soldado chileno: después de la matanza, la cazuela: después del heroísmo, la chanza y el botín. En eso, todos nuestros regimientos son “presbíteros por la madre”.
Culpa grave fue aquella omisión en quienes la consintieron, y especialmente en el comandante de la división, responsable de ella ante el país, y en quienes participaron de su fatal engaño, con especialidad los comandantes Vidaurre y Toro Herrera, que se le reunieron en un rancho para distribuirse las presas de mal condimentada cazuela.
La única precaución que se había tomado en el bajo era la de custodiar el bebedero con una fuerte guardia que se confió al valiente capitán de la Artillería de Marina don Gabriel Álamos.
La mayor parte de los heridos se habían refugiado también, después de haber bebido, enlos ranchos vecinos de la aldea de Huaraciña, encontrando allí entre las mujeres, algunas almas piadosas.
En aquellos momentos el capitán Necochea era atendido en una posición de la quebrada, mientras que dos soldados de su compañía conducían al capitán Silva Renard, peligrosamente herido, a la habitación de una pobre india, llamada Pascuala Medina, que le cedió su cama y sus pobres trapos para los vendajes.
Únicamente éntre los jefes, el comandante Vergara, y, por excepción entre los oficiales, el capitán Moscoso, más suspicaces o más vigilantes, se habían quedado en la loma o descendido un breve momento a la aguada para refrescar sus caballos y sus fauces.
A eso de las cinco de la tarde, algunos soldados dan la voz de alarma. Es el enemigo que vuelve al combate.

Cantinera chilena. Dos de ellas acompañaron a Ramírez en su buscado refugio.
Y así, en efecto, sucedía. Era Kirby Smíth, que llegaba en Bull Run para infligir a las tropas vencedoras de los Estados Unidos su primer revés después de caramente comprada ventaja.
Pero no eran los enemigos arrollados en la ladera por los rezagados de la división chílena los que volvían al último encuentro. Eran aquellas dos divisiones de refresco que en su marcha en escalones había despachado Suárez en la víspera y que, llamadas por un expreso del general Buendía, llegaban con notable tardanza al campo de batalla.
Se hallaban esas fuerzas que, como se recordará, eran las divisiones de vanguardia (Dávila) y primera (Herrera), preparando su escaso rancho para marchar, echados los soldados y los jefes en los pequeños canchones de alfalfa que son la vida de la quebrada de Tarapacá, cuando se sintió el toque de generala que muchos creyeron fuera el de marcha.
Eran las dos de la tarde y por algún accidente, sólo a esa hora logró llegar el emisario del general en jefe, fuera porque éste retardó el mensaje o porque el último se extravió. Pacifica dista sólo tres leguas peruanas de Tarapacá, pero por la configuración de la quebrada nadie había sentido el cañoneo de la mañana, menos el ruido de la fusilería.
Se pusieron en marcha las dos divisiones hacia el bajo y con paso gimnástico llegaron a Huaraciña, donde encontraron un ayudante del estado mayor, quien les dio órdenes y les señaló la ruta y las posiciones que deberían ocupar.
Allí bebieron los soldados, e inmediatamente marcharon a empeñar la batalla, o más bien, a renovarla, adelantándose Dávila con sus dos batallones, el Puno (mandado ahora por su segundo jefe don Manuel Isaac Chamorro) y el 8 de Morales Bermúdez tendidos en alas, hacia los altos, y dividiendo Herrera su columna en tres mitades: una de éstas, formada por el batallón del coronel Fajardo, debería precipitarse por la quebrada barriendo todo lo que encontrara a su paso.
El segundo batallón de la división Herrera se correrían por el faldeo del oriente siguiendo el derrotero de cadáveres que en la mañana tirara en los campos de Bolognesi el rifle de los chilenos.
Eran poco más o menos las cinco de la tarde cuando la división vanguardia desembocaba en la meseta subiendo de Quillahuasa, en los momentos en que los coroneles Fajardo y Herrera se lanzaban al trote a despejar la quebrada barriéndola por el fondo y dominándola por la ladera del oriente.
En tales condiciones, con tropa cansada y dispersa, con los caballos desensillados y con jefes ocupados en soplar el fuego de las marmitas, toda resistencia era imposible; de suerte quelos soldados de la primera división, en su mayor número, ágiles mancebos de la escuela de cabos, emprendieron su marcha hacia Huaraciña. Una que otra vez se detuvieron, pero eso sólo fue para dejar constancia de algún episodio heroico, del último esfuerzo de los bravos, antes de morir: porque de entregarse, jamás se hizo allí cuestión ni pensamiento.
Se dispuso varonilmente el comandante Vidaurre a cumplir aquel singular encargo, en el momento en que no había más que un medio de salvar las reliquias del día: concentrarlas. Y notando que avanzaba por la ladera del oriente un refuerzo considerable y de refresco, ordenó al capitán Álamos le saliera al encuentro, agazapándose por entre las chilenas con 150 hombres de la Artillería de Marina. ¡Vano intento! No habían hecho estos todavía un disparo, cuando se vieron rodeados por triples fuerzas.
En el primer momento del brusco ataque reinó laudable serenidad en el improvisado campamento, empuñando un rifle para dar ejemplo el mismo jefe, pero en breve el pánico se apoderó de todos y la ladera de Huaraciña se cubrió de fugitivos entre los cuales apenas irnos pocos con desmayo se batían.
En cuanto a la tarea dé los cirujanos de Chile quedó muy simplificada por la crueldad de los enemigos que abayonetearon a casi todos los heridos. Al fin del combate, y en la subida a la aguada de Huaraciña por la quebradiza lateral de San Lorenzo, se habían refugiado unos veinte heridos de todos los cuerpos. Estos, sin excepción de uno solo, fueron pasados a cuchillo por los muchachos imberbes del batallón Cazadores del Cusco.
Se ha dicho siempre desde aquella época, que el coronel Arteaga mandó al comandante Vidaurre, en hora oportuna, orden de retirarse, y que esa orden, traída por uno de sus propios ayudantes no fue obedecida, por no tener la cifra convenida. Aquel apego ala ordenanza malogró a la postre de la batalla, como en su iniciativa, una última esperanza de éxito.
La derrota, la verdadera derrota comenzaba así para las armas de Chile desde el fondo de la quebrada.
Pero no. Se aparece todavía la sombra de una esperanza en el lejano horizonte. El coronel Sotomayor ha enviado a Iquique y a Dolores con anterioridad de tres días al de la batalla (el 24 de noviembre a las 4 de la tarde) el aviso positivo de que el ejército enemigo está concentrado con fuerzas todavía imponentes en la quebrada de Tarapacá, y es de suponer que al saber hecho tan grave los directores de la campaña, el general y el ministro, habrán despachado refuerzos que como, los de Pachica, cambíen la suerte del día.
¡Vano y último miraje del desierto!
El c oronel Sotomayor no ha soltado de su campo ambulante sino dos expresos, cuando ha debido despachar diez, veinte emisarios, uno en cada hora. Y por no hacerlo así, aconteció que, si al Zapador enviado a iquique no le hizo caso el ministro, el sargento de Cazadores encargado de llevar la grave noticia al cuartel general, fue asaltado en el camino por unos merodeadores, y se apareció al siguiente día con su montura al hombro en Huantajaya, el mineral de Iquique. Dicen los historiadores militares que si el mariscal Soult hubiese enviado a Grouch y veinte emisarios, como le mandó sólo tres que se extraviaron, la batalla de Waterloo no se habría perdido; pero por economizar recados tuvimos nuestro Tarapacá, como por economizar monosílabos habíamos tenido tres meses a antes en la mar nuestro Rímac.
Cruel pero enseñador sarcasmo de desaciertos indecibles e incomprensibles. Cuando dos días después de la batalla el general Baquedano enviaba desde Dibujo una columna al mando del coronel Urrióla para recoger los heridos y enterrar a los muertos, gruesas columnas de polvo anunciaron por el sudeste la aparición de masas considerables de jinetes. Eran, en efecto, los Cazadores, ya desocupados, de la escolta del coronel Sotomayor, que venían hacia Tarapacá, 40 horas después que la batalla había concluido.
Todo lo anterior en cuanto a la última faz del combate en la quebrada.
Veamos ahora lo que acontecía en las lomas, pidiendo para el caso prestada a un testigo de vista su austera y lacónica versión:
“Inmediatamente que avistamos al enemigo que asomaba en batalla por la derecha de la pampa., (refiere el sincero capitán Moscoso) el comandante Benavides ordena prepararse para principiar de nuevo el combate. La artillería se arregla, los oficiales nos ponemos a juntar la tropa y a ponerla en línea de batalla, ordenándoles tenderse al suelo y no disparar un tiro ínterin los enemigos no estén a nuestro alcance.
Al mismo tiempo hacemos que las municiones se repartan proporcionalmente entre todos, dando los que tienen más a los que tienen menos y repartiendo las pocas que había en unas cajas de artillería. Estamos listos, y el comandante Benavides me dice: vamos a principiar de nuevo y de esta vez no escapamos. Le contesté que teníamos que vencer o morir, y esperamos.
Muchos enemigos vienen en dispersión y más atrás dos batallones, que luego se forman en batalla, fuera de tiro.
Nuestros soldados principian a hacer fuego poco a poco, a medida que han calculado bien la distancia a que están los enemigos.
Ellos hacen lo mismo.
En este momento llega el mayor Fuentes, se hace caigo de la artillería y principia el fuego de cañón.
El señor coronel Arteaga siente los cañonazos y sube arriba con los demás jefes, dejando orden al comandante Vidaurre de no abandonar el agua sin orden suya por escrito. ¡ Orden fatal que después de vencedores pasamos a ser vencidos.
Toda la división de Pachica viene por la loma del oeste, y si el señor coronel, cuando siente los primeros cañonazos, ordena subir arriba a toda la gente de la quebrada, es seguro que habríamos sido en el día doblemente victoriosos.
Esto que digo, fue la opinión de todos los que desde el primer momento sostuvimos el nuevo ataque; opinión que nadie puede contradecir, pues mientras arriba éramos 200, abajo había más de 1,000.
Cuando el señor coronel vio el número de enemigos que volvía al combate, ordenó a su ayudante Zilleruelo fuera a llamar al comandante Vidaurre, pero como la orden no fue por escrito, no fue cumplida.
Mientras tanto nosotros sostenemos el fuego con los enemigos dispersos sin movemos y ocultándonos como se ordenó al principio.
El mayor Fuentes se retira con dos piezas unos 200 metros a retaguardia y continúa haciendo fuego; pero como los enemigos son muchos y continúan avanzando, el señor coronel Arteaga le manda orden al comandante Benavides para que haga fuego en retirada.
Desde ese momento comenzamos a batimos en retirada y, para entusiasmar a nuestros soldados, corrimos la voz de que luego llegaría el Buin y el 40 de línea en nuestro auxilio. Con esto y sin ello, nos batíamos en retirada y a pie firme, y con la esperanza de que los de abajo subieran a la loma y que las pocas municiones no se agotaran luego, recomendando a la tropa apuntara bien y no desperdiciara un solo tiro”.
Son las cinco y tres cuartos de la tarde y el rojo sol del estío palidece al descender sobre los cenicientos médanos de la pampa.
El combate cuerpo a cuerpo, a cien metros de distancia, va a recomenzar por la sexta vez en aquella jomada sin tregua y en fatales condiciones para los chilenos, por su número y por su agotamiento.
Tienen ahora un poco de agua y un puñado de pólvora al alcance de la mano; pero no tienen ya fuerza ni para tenerse de pie ni para llevar la liviana cápsula metálica al resorte mecánico del rifle. Y por esto sus denodados jefes les han ordenado echarse al suelo para pelear en la postura en que se muere.
Y mientras ésta era la situación física de nuestros incomparables soldados, la división Vanguardia, digna esta vez de su nombre, avanza impávida, hombro con hombro, sus mitades por batallón, haciendo descargas cerradas, una en pos de otra. En sus pantalones de paño grana y en sus quepis rojos, los nuestros conocen que esas son tropas de refresco y algunos, a quienes el sol que cae en el ocaso, acusa con más siniestros reflejos los distintivos encamados, exclaman con visible desmayo: ¡ Son los Colorados de Daza!

La derrota tan temida por el chileno, engreído con una existencia ya secular de no interrumpidas victorias desde el indio y desde el godo, va a consumarse; y aquella hora de suprema y dolorosa expectativa que suspende los latidos de todos los corazones, es la de la mayor angustia en el tremendo día.
Pero ¡oh fortuna! las filas peruanas vacilan y se detienen en medio de la pampa.
¿Qué acontece?
¿Qué orden ni cuál causa las sujeta misteriosamente en el camino de su inminente y fácil victoria?
¿Han temido, por ventura sus jefes, como lo han supuesto algunos, que el convoy de víveres que columbran en una inmediata loma es un refuerzo chileno que llega junto con el suyo?
¿O sospechan que el aviso vengador de nuestros moribundos, por ellos pisoteados y asesinados al pisar, aviso de próximo socorro, es cierto e inmediato?
¿O advierten que apenas quedan en los morrales diez y nueve cápsulas en los mejor provistos batallones (según Molina), para diez minutos de combate? ¿O es nuestra caballería, que sube del bajo con sus caballos rehechos, el fantasma que les ataja el paso?
No es posible precisar duda tan ardua a un punto determinado, porque lo más cierto tal vez fue que todas esas causas influyeron a la vez en la mente de los jefes peruanos para contener el final avance que iba a traer a sus banderas un señalado e histórico triunfo.
No habría sido dable, a la verdad, en caso semejante a la serena impasible justicia de la historia desconocer el éxito militar y definitivo de nuestros enemigos, vinculado a nuestra culpa más no a nuestro heroísmo; y como es atributo de la verdad dar alas cosasy alos acontecimientos sus verdaderos nombres y quilates, habríamos necesitado pasar, como la legión romana, bajo las horcas, e inscribir en el libro de nuestra gloria el nombre de la primera derrota infligida por la suerte y el falso criterio de prolongada paz a nuestras armas.
Mas quiso la próvida fortuna ahorrar a nuestros anales tan luctuosa página y reducir la batalla indecisa de la loma y la quebrada a lo que de hecho fue, a una inmensa hecatombe, sin ningún resultado tangible, sin ningún desenlace positivo para los beligerantes, sin embargo de haber peleado uno contra tres.
Alas oraciones del 27 de noviembre los restos de los dos ejércitos se contemplaban, en efecto, el uno al otro, a corto tiro de rifle, pero no se acometían. Y cuando temprana y esplendorosa luna se alzó tras el cono del Isluga, como luz encendida en alto faro, iluminó aquellos parajes malditos que no eran ya un campo de batalla sino un vasto y silencioso cementerio.
Los dos ejércitos, ala manera de los encubiertos testigos de culpable desafio que ha dejado a los duelistas en el campo, se alejaban del sitio por opuestos rumbos, silenciosos y sombríos como asombrados de haber presenciado un crimen espantoso, innecesario y estéril.
Tal fue, considerada en su esencia, la batalla de Tarapacá. Masque un combate campal fue una serie de choques parciales, violentos como el trueno, desarticulados como los anillos de una serpiente atacada por el hacha, tenaces y gloriosos para los que en todas partes se batieron en infinitamente menor número.
Cabe a los peruanos la honra de una valerosa iniciativa, de la constancia para mantenerse y de mucho mayor despliegue de ingenio para tejer de improviso la red de su defensa, que el que los jefes chilenos gastaron en agredirlos yen romperlos. Hicieron aquellos con oportunidad todo lo que necesitaron para vencer, desde la primera arremetida de la división Cáceres a la columna Santa Cruz, hasta el llamamiento y manera de entrar al fuego de sus reservas, que los chilenos nunca tuvieron.
Más si es cierto, como lo decía el mariscal Ney en Elchingen, que la gloria no se divide, cabe ese tributo por entero a los chilenos, porque obligados a batirse aisladamente en todas partes, presentaron seis batallas sucesivas a sus adversarios, y durante ocho horas, desde las 10 a las 6, no soltaron los quemantes rifles de las manos”.
