Por qué se perdió en Miraflores

Las siguientes líneas pertenecen al historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna. Ellas reconocen el esfuerzo heroico desplegado por miles de peruanos en la última batalla formal de la guerra del guano y el salitre y dan cuenta detallada de las órdenes suicidas proferidas por Nicolás de Piérola.

 

Batalla de Miraflores: el ejército invasor decidió, con toda razón, no atacar simultáneamente los absurdos 11 kilómetros de la línea de defensa trazada por Piérola.

 

Como hemos dicho varias veces, la línea de defensa de los peruanos se extendía más de once kilómetros, desde el mar a Vásquez. Pero ciertamente no se podía esperar que los generales chilenos, siguiendo el descabellado plan de Piérola, desparramasen como él sus fuerzas en una línea tan larga para atacarla contemporáneamente en todos sus puntos.

Profundo conocedor como era del carácter del soldado chileno, que solamente sabe hacerse fuerte y atrevido cuando se encuentra en grandes y compactas masas, el general Baqueclano concentró todas sus fuerzas en un solo punto y, para aprovecharse de la poderosa cooperación de la escuadra, dirigió su ataque únicamente contra el ala derecha de los peruanos que, terminando casi sobre el mar, podía ser y fue eficazmente acribillada por los cañones de grueso calibre de aquella.

Limitado el ataque, y de consiguiente la batalla, a un extremo de la larga línea de los peruanos, hubiera sido en extremo fácil a estos concentrar sus desparramados batallones del centro y del ala izquierda, tanto para efectuar un movimiento de conversión contra el enemigo, atacándolo de flanco, cuanto, y muy principalmente, para reforzar los escasos batallones del ala derecha, que se encontraban solos, combatiendo contra todas las fuerzas reunidas del adversario. Pero aquí, como en San Juan, además de la mala disposición de las fuerzas, debía principalmente hacerse sentir la falta de mando, de una mente que supiese dirigir la acción y aprovecharse de todos los recursos disponibles. Aquí, como en San Juan, el dictador peruano que pretendía hacer de general en jefe iba siempre adelante y atrás, sin comprender nada, y sin dar orden alguna, excepto una sola que no podía ser más torpe y fatal; así es que los pocos batallones del ala derecha debieron batirse solos, desde el principio al fin, mientras todos los demás batallones, once de la reserva y la mitad de los de línea, permanecían, y permanecieron hasta el fin, inactivos en sus puestos, adonde nadie fue a buscarlos, y donde a nada sirvieron.

Cerca de 3,000 hombres del ejército activo, los que se encontraban en los intervalos de los cinco reductos del ala derecha, y cerca de 2,500 del ejército de reserva que ocupaban estos mismos reductos fueron los únicos que sostuvieron el choque de todo el ejército chileno, o sea de 16 a 17,000 hombres ensoberbecidos todavía por la victoria de dos días antes, y que además se hallaban secundados admirablemente por la numerosa y fuerte artillería de la escuadra.

Sin embargo, la gruesa división chilena, mandada por el valeroso coronel Lagos, que fue la primera en lanzarse al ataque, había sido ya rechazada una primera vez, a las 4, con numerosas bajas, y luego una segunda vez, un poco más tarde, en unión a la división Lynch que había acudido en su ayuda. Y si en aquellos momentos, durante la larga hora transcurrida entre las 4 y las 5, los batallones peruanos de refresco, que estaban inactivos en las posiciones del centro y de la izquierda, hubiesen emprendido un movimiento ofensivo cualquiera contra ellas, es indudable que, completada la desorganización de aquellas dos divisiones y envuelta en ella también la división de reserva que guardaba los flancos, la derrota del ejército chileno hubiera sido inevitable, completa. Si en vez de Piérola, que nunca fue militar en su vida, se hubiese hallado a la cabeza del ejército peruano el contralmirante Montero, al cual roía interiormente la rabia de su impotencia en el inútil puesto de ayudante, o cualquier otro general o coronel, de los muchos que se hallaban condenados a la inacción por el dictador, o si por lo menos hubiese este escuchado uno solo de sus consejos, evidentemente, el sol hubiera iluminado, en su ocaso, una espléndida victoria de las armas peruanas. Pero no.

Piérola, que para reservarse completa la gloria del triunfo quería acudir a todo y mandar directamente a todos y a todo, hasta el punto de dejar los batallones del ejército de reserva y los del ejército activo que recíprocamente se mezclaban entre ellos, sin sujetarlos a ninguna otra unidad de mando fuera de la suya, caminaba atolondrado, en medio de la lluvia de balas, sin ver nada, sin escuchar nada y sin mandar nada. A las 5, las divisiones chilenas, que protegidas y contenidas en su fuga por la división de reserva pudieron regularmente reorganizarse, volvieron una tercera vez al asalto, en unión de aquella. Y cuando quizás estaban próximas a retroceder una tercera vez todavía, cuando hacía ya rato que los oficiales podían solamente obtener que sus soldados avanzasen, ernpujándolos con la punta de sus espadas, tres de los cuatro batallones peruanos del ejército activo que defendían los intervalos de una trinchera a la otra disminuyeron repentinamente su fuego, para luego volver las espaldas, después de pocos minutos, y desbandarse como locos. ¿Por qué? Habiendo comenzado desde algún tiempo a sentirse la necesidad de nuevas municiones, a algunos no se las llevó a tiempo y a otros se las llevaron inservibles, cambiando las de los Peabody con las de los Remington o Chassepots y viceversa. Las primeras compañías que se encontraron sin cartuchos o con cartuchos que no eran para fusiles retrocedieron inmediatamente y las otras, que estaban cansadas ya de un continuado combate de cerca de tres horas, sin recibir jamás ni el más ligero refuerzo, creyeron que aquellas huían y, ganadas por el contagio, siguieron el ejemplo.

Desde aquel momento, no quedaron frente al enemigo, que naturalmente cobraba valor y atrevimiento, más que un batallón del ejército activo, el de marina, y los escasos batallones de reserva que defendían los reductos, los cuales, 800 metros los unos de los otros sobre terrenos llenos de sinuosidades y de innumerables paredes divisorias de propiedades, o tapias, que no se tuvo la previsión de demoler a tiempo, y detrás de las cuales se escondía fácilmente el enemigo, mal podían sostenerse mutuamente para impedir que el enemigo los tomase por los flancos o por la espalda. Sin embargo, aun habiéndose quedado solos, estos escasos batallones de la reserva, que en un principio contaban 2,500 plazas y que la metralla de la escuadra y los repetidos asaltos del enemigo habían reducido casi a una tercera parte, defendieron valerosamente sus posiciones cerca de una hora más, durante la cual tuvieron que luchar contra todo el ejército chileno reunido en su supremo y último esfuerzo, hasta que forzado por este el paso, entre un reducto y otro, ya atacados por la espalda, toda resistencia era imposible, y debieron batirse en retirada.

Esos batallones, en los cuales combatía la parte más selecta de la población de la capital, dieron prueba, durante más de tres horas, de la más denodada resistencia, de abnegación y valor no común., principalmente los del segundo y tercer reducto, donde, por su posición sobre la vía férrea y sobre la carretera, se desarrolló la acción más importante de la batalla.

En estos batallones formaba la inmensa mayoría, abogados, magistrados, grandes propietarios, banqueros, ex-ministros, ex-diputados, ex-senadores, etc. El primero y el segundo comandante del batallón número 6 que defendía la tercera trinchera, Narciso Colina y Natalio Sánchez, ex-diputados, morían valerosamente en sus puestos; y si el destino perdonaba la vida al distinguido abogado y ex vicepresidente de la cámara de los diputados, Ramón Ribeyro, que mandaba el batallón número 2, al cual estaba confiado el segundo reducto, no le evitaba, sin embargo, el dolor de ver caer a su lado, uno después de otro, a sus amigos más queridos, los más distinguidos personajes de Lima y de la república, que militaban a sus órdenes.

La abnegación con la cual todos estos hombres generosos sacrificaron su vida en aras de la patria fue la mejor respuesta que podían dar a la desconfiada y ambiciosa ceguedad del dictador; y su patria, cuya ruina comenzada por la ineptitud de su antecesor concluyera este, conservará de ellos eterna y afectuosa memoria. Piérola, hemos dicho antes, no dio más que una sola orden durante toda la batalla, a lo menos que se sepa, y esta orden única, consistió en mandar a los once batallones de la reserva y a las fuerzas de línea del ala izquierda, que no habían tomado parte alguna en la batalla, que se dispersasen y volviese cada uno a sus respectivas casas. Y es de advertir que esta orden fue dada precisamente entre las 5:15, cuando los batallones de las trincheras, que habían quedado solos, oponían todavía la más tenaz resistencia al enemigo, y cuando este, desesperado de tomar las trincheras, cuyo incesante fuego lo había rechazado dos veces, bastaba que hubiese visto aparecer el más ligero refuerzo de tropas de refresco a los peruanos para abandonar el campo y retroceder: a esto lo hubiera impulsado también lo avanzado de la hora, y el temor de que la noche lo sorprendiera combatiendo sobre un terreno que no conocía, y que se suponía todo lleno de minas.

 


Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886)
Un relato pormenorizado de aquel encuentro  en el que el Perú estuvo, por lo menos en 2 ocasiones, al borde de la victoria.

El dictador, por el contrario, al cual su propia impericia y su propio atolondramiento hicieron creer que todo estaba perdido ya, una’vez dada a las fuerzas del ala izquierda la orden de dejar las armas y retirarse a sus casas, abandonó el campo de batalla con un reducido número de secuaces. Y sin ni siquiera entrar en Lima, tomó el camino de las montañas del interior de la república. La conducta de Piérola en aquel momento sería inexplicable, sin admitir en el una gran perturbación mental, a menos que no se le considerara, como a juzgar por los precedentes nos parecería más exacto, tan desprovisto de toda capacidad hasta colocarlo por debajo de las más vulgares inteligencias. Aun admitiendo que el dictador juzgase irremisiblemente (imperdonable) perdida la batalla, ¿por qué ordenaba la dispersión y disolución de los batallones del ala izquierda? ¿Por qué se privaba voluntariamente de aquellas fuerzas de 6,000 a 7, 000 hombres bien armados que, unidos a los 1,500 o 2,000 de la guarnición del Callao y a todos los dispersos que era fácil recoger en Lima, podían todavía presentar una última resistencia al enemigo, para obligarlo, sino a otra cosa, a una capitulación? ¿Por qué no los conducía consigo a aquellas montañas a las cuales se fue casi solo, para salvar por lo menos sus armas? Que el enemigo entrase en Lima inmediatamente, de noche, no era ni siquiera de sospecharse; el hecho de encontrarse aquella bajo los fuegos de los fuertes de San Cristóbal y de San Bartolomé, el temor asaz justificado de un último esfuerzo de resistencia a sus puertas, y los muchos peligros a los cuales podía dar lugar el simple hecho de entrar de noche en una ciudad enemiga, de 150,000 (ciento cincuenta mil) habitantes, eran más que suficientes para hacer que los chilenos no diesen un solo paso adelante, hasta el alba del día siguiente, por lo menos; Piérola tenía por consiguiente toda la noche a su disposición para resolver lo que debía hacerse y tomar todas las medidas oportunas; toda una noche, durante la cual hubiera podido, sino otra cosa, recoger por lo menos la parte más importante de los archivos de los ministerios que, para eterno desdoro y vergüenza, dejó en poder del vencedor; así como también la gran cantidad de armas y municiones que encerraba el arsenal de Santa Catalina, y los varios millares de soldados dispersos del ejército activo que vagaban por Lima esperando quién se tomase la molestia de pensar en ellos, de reorganizarlos en batallones y hacer algo de sus personas. Del ejército activo solamente, reuniendo a los dispersos, los batallones del Callao y los que quedaron sin batirse en el ala izquierda en Vásquez hubiera podido formar un ejército de ocho a nueve mil hombres, con los cuales, si no quería hacer otra cosa, hubiera podido tomar el 16 el camino de las montañas, después de haber hecho salir por el ferrocarril de La Oroya, que era su mismo camino, archivos, armas, municiones y todo lo demás que quisiera. Con aquel primer núcleo de fuerzas y con los materiales de guerra sacados del arsenal, aun después del abandono de Lima, no habría faltado medio a Piérola, o mejor, a algún otro más capaz que él, de hacer respetar los intereses y la dignidad del país, y obtener del enemigo condiciones de paz menos tiránicas y crueles de las que le fueron ofrecidas por este, cuando vio que sus pocas bayonetas podían dictar la ley sin contraste alguno.

La batalla de Miraflores, hemos dicho, terminó hacia las 6 de la, tarde, al principiar el crepúsculo vespertino. Pero el ejército vencedor ignoraba cuánto había pasado en el campo enemigo: sabía que la mayor parte de las fuerzas peruanas no habían tomado parte en la batalla, porque no las había visto venir contra sí, desde sus no molestadas posiciones del ala izquierda; pero ignorando completamente, ni pudiendo tampoco imaginarse la extraña orden de dispersión de aquellas, dada por el dictador peruano, supuso que dichas fuerzas pensaban disputarle la entrada de la capital a las puertas y en los muros de la misma.

En el campo chileno estaban todos, quien más quien menos, convencidos de que era necesario combatir todavía, que Lima no se rendiría sin intentar antes un último y supremo esfuerzo de resistencia a sus puertas, y las palabras que más abajo reproducimos, nos dirán lo que pensase sobre este particular el mismo ministro de la guerra de Chile que, como se sabe, acompañaba al ejército.

«La noche del día 15, después de la victoria de Miraflores, el ministro de la guerra me decía: ninguna operación habría más importante y oportuna que reorganizar esta noche misma una división y atacar Lima a la madrugada, sorprendiéndola en medio de la confusión y espanto que debe haberles producido la derrota de esta tarde; es imposible hacerlo, por el estado en que se encuentra el ejército. Nos veremos forzados a ponerle sitio, y esperar que se rinda por sí sola«.