Ocupación de Lima: 17 de enero de 1881

La ocupación de Lima por el ejército de Chile fue un suceso correspondiente a la campaña de Lima, una de las fases terrestres de la Guerra del Pacífico. La capital peruana fue defendida por dos líneas: la de San Juan, formada por tropas del ejército del Perú y reforzada por las levas en las guarniciones de la sierra, y la de Miraflores, compuesta por reservistas civiles limeños y los sobrevivientes de la primera línea. Después de la derrota peruana en ambas líneas de defensa, el ejército de Chile ocupó los pueblos de Chorrillos y Barranco el 13 de enero de 1881 tras la batalla de San Juan o batalla de Chorrillos y el de Miraflores el 15 de enero.

Entrada de tropas del ejército de Chile a Lima (17 de enero de 1881).

Luego de la retirada del presidente Nicolás de Piérola a los Andes y la renuncia de Pedro José Calderón, su ministro de Relaciones Exteriores y Culto, el alcalde Rufino Torrico quedó como la máxima autoridad peruana en Lima cuando el ejército de Chile entró en la ciudad. La ocupación de la capital peruana por tropas chilenas se prolongó desde el 17 de enero de 1881 hasta el 23 de octubre de 1883,cuando, tras la firma del Tratado de Ancón, Miguel Iglesias asumió el gobierno de Perú.

 

El Almirante Du Petit-Thouars y los jefes navales Inglés e Italiano. La entrada a Lima por Tropas escogidas:

Almirante Abel Bergasse Du Petit Thours

El Almirante Abel Bergasse Du Petit Thours comandaba la flotilla de la escuadra francesa en el Océano Pacífico. Su misión había concluido a fines de 1880 y recibió la orden de regresar a su país; pero en enero de 1881, en vez de dirigirse a Valparaíso, siguiendo un impulso intuitivo, optó por ir al Callao a donde llegó el 7 de ese mes con su acorazado Victorieuse en vísperas de las batallas alrededor de Lima.

Participó junto con el almirante inglés Stirling y el comodoro italiano Sobrano, en gestiones para obtener la libre circulación de trenes en todas direcciones con el objeto de ayudar a la evacuación de mujeres y de niños de Lima. Después de la batalla de San Juan, estaba con el mismo marino inglés y con los representantes diplomáticos de Francia e Inglaterra en conferencia con Piérola cuando se iniciaron los disparos que dieron comienzo a la batalla de Miraflores.

Perdidos los peruanos en esa jornada, temió Du Petit Thouars la ocupación violenta de Lima y la destrucción de la capital. Despachó a su secretario Roberjot (dice el almirante en el informe en el que dio cuenta de esos sucesos) con dos oficiales más, designados por el almirante inglés y el comodoro italiano, para que se presentaran ante el general Baquedano a solicitarle que no atacase Lima antes de recibir al alcalde Torrico, al cuerpo diplomático y a los almirantes. Esta
reunión se efectuó el domingo 16 de enero. Se convino allí en un documento firmado por el general Baquedano, que Lima sería ocupada pacíficamente por tropas escogidas bajo la condición de que el alcalde dedicará todos sus esfuerzos para que los fuertes erigidos en las alturas de la ciudad fuesen evacuados. Según las propias palabras de Du Petit Thouars:

«El almirante Stirling y yo esperábamos producir sobre los chilenos cierta presión sin formular amenazas y creo que hemos estado bien inspirados». El testimonio de Petit-Thouars desmiente así tanto la versión chilena de que no hizo gestión alguna como la versión peruana de que actuó solo y de que amenazó con los cañones de las escuadras extranjeras si Lima era destruida. Luego, frente a los tumultos del populacho limeño, ayudó el almirante francés a que el señor Champeaux, director del muelle y dársena y comandante de los bomberos, formase una guardia urbana que, con armas suministradas por el alcalde Torrico, restableció el orden.

Du Petit-Thouars resumió su acción en las palabras siguientes: «Lima llegó a ser salvada de una destrucción casi cierta de parte de los chilenos después de las dos batallas perdidas por Piérola: esta ciudad fue ocupada pacíficamente por los chilenos». El 2 de agosto de 1890 el Concejo Provincial de Lima resolvió iniciar una suscripción popular con el objeto de adquirir en Europa un retrato del almirante Du Petit Thouars que acababa de fallecer. Este episodio revela la intensidad del recuerdo de los acontecimientos ocurridos en enero de 1881.

Posteriormente, durante el segundo gobierno de Leguía, fue erigida una estatua que perenniza la gratitud de la capital del Perú al almirante francés.

La entrada del ejército chileno en Lima:

La entrada de los chilenos en Lima fue retrasada hasta el 17 de enero de 1881.

Había costado alrededor de 10,000 y 7,500 vidas, entre muertos y heridos.

La población de Lima, consternada por el resultado de las dos batallas había visto el resplandor por el lado de Miraflores, Barranco y Chorrillos.

«No a la necesidad estratégica, ni al azar de los proyectiles (dice el narrador italiano) ni a causas similares pueden ser atribuidos los incendios…«.

Y agrega que en Chorrillos el general Baquedano tuvo que ponerse a buen recaudo, temeroso de no ser respetado por sus soldados indisciplinados. El mismo día de la batalla de San Juan, a las ocho de la mañana, llegó a Lima un tren que conducía heridos. Una hora más tarde ya ambulaban por las calles y los alrededores de la capital centenares de individuos heridos, desertores o fugitivos, a veces separados, a veces en grupos, mientras continuaban escuchándose las detonaciones del combate. Los heridos venidos en trenes fueron conducidos al hospital de Santa Sofía y a los salones del Palacio de la Exposición para ser atendidos por médicos nacionales y de los barcos de guerra ingleses, norteamericanos y franceses anclados en el Callao y Ancón.

Circulaban rumores que avivaban las divergencias políticas.
En la misma tarde del 13 el general La Cotera recorrió las calles principales gritando: «Abajo Piérola», «Viva la Constitución» y también, según el corresponsal de La Estrella de Panamá, «¡Abajo los gringos!». Poco después se asiló en la legación británica y fue llevado al Callao al blindado Triumph. Numerosas familias acudieron a las legaciones y consulados extranjeros; marineros desarmados estaban estacionados en las puertas de ellos. Sólo la legación de Estados Unidos dio asilo a más de mil quinientas personas.

En Ancón no cabían más refugiados, al extremo de que, por no haber ya sitio en los barcos de guerra extranjeros y en los botes de la bahía, fue necesario romper las puertas de las casas de la localidad. Destacamentos de marineros de dichos barcos comenzaron a hacer guardia. Los fugitivos provenientes del campo de batalla eran desarmados; comprobándose, dice Mason, que soldados con rifles Remington, de calibre 50, tenían cartuchos Peabody-Martini, de calibre 45 y viceversa.

Ningún Gobierno, ninguna autoridad, quedaron después de la derrota final. Fugitivos del ejército vencido y tropas que no llegaron a entrar en combate formaron, con otros facinerosos, una turba que empezó desde la noche del 15, a saquear e incendiar algunas tiendas y almacenes chinos y otros contiguos a ellas. El odio a los chinos tenía, aparte de otros factores, el pretexto de que no habían querido aceptar los incas y de que muchos de sus paisanos

 

ayudaban al ejército invasor. Según fuentes de origen civilista en esta turba (a la que se dio el nombre de la «comuna» o «los comunistas») se oían los gritos de Viva Piérola y muera la argolla. Los dirigentes de las colonias extranjeras acordaron formar una guardia urbana, que con la muerte de más de ciento cincuenta forajidos y la pérdida de sólo diez hombres, evitó mayores trastornos desde el amanecer del 17.

En la mañana de ese día, que era lunes, el alcalde de la ciudad, Joaquín Torrico, acompañado de algunos miembros del cuerpo diplomático, paso por segunda vez, al campamento del ejército chileno. El día anterior, domingo en la mañana, los jefes navales extranjeros se habían reunido para acordar las condiciones de la entrada de las tropas chilenas, con garantía para la ciudad. Bajo la indicación de que no se repitiera lo ocurrido en Chorrillos, Barranco y Miraflores, Baquedano se comprometió, repetimos, a escoger sus mejores tropas para la marcha del 17 en la tarde. Todo lo anterior -las escenas de horror ocurridas, los rumores y anuncios siniestros, la aparición del populacho que entonces se llamó de «la comuna» o ‘los comunistas», la estricta selección hecha en las tropas chilenas, la abundancia en el número de niños, mujeres y ancianos en la capital, la insistencia extranjera para que no se repitieran los excesos cometidos en Chorrillos, en Barranco y en Miraflores suministra una explicación para el relato, frío hasta ser cruel que Perolari-Malmignati hace de la entrada de los chilenos en Lima:

«Parecía un día de gran fiesta. A la luz de un espléndido sol, banderas extranjeras de todas las naciones ondearon sobre la mayor parte de los techos, sobre casi todas las puertas de las tiendas completamente cerradas. Numerosísimas eran las legaciones, los consulados, las Cancillerías diplomáticas y consulares, los asilos para extranjeros. Es una ciudad de cónsules, dijo un soldado chileno entrando. Si un aeronauta venido de la luna hubiese visto a la ciudad así embanderada y en apariencia tranquila, no se hubiera imaginado que un ejército enemigo estaba entrando en ella. La marcha de la tropa chilena fue admirable por su orden, disciplina y contención, ni un grito, ni un gesto. Se diría que eran batallones que regresaban de ejercicios».

Pero los invasores de la otrora alegre y confiada ciudad virreinal, han sido inculpados por haber convertido la Biblioteca Nacional en cuartel, destruyendo o vendiendo sus libros y documentos y por haberse llevado obras de arte o instrumentos científicos; y también por otros vejámenes a la población. En el Callao se repitieron los horrores de Lima el 16 y 17 de enero. Los extranjeros restablecieron el orden.

El hundimiento de la escuadra peruana:

En la madrugada del 16 de enero la corbeta Unión así como otros parcos peruanos entre los que estaban el monitor Atahualpa y los transportes Rímac, Limeña, Oroña, Marañón y Chalaco así como algunas lanchas, fueron incendiados y hundidos para que no cayeran en poder de los chilenos. Antes de zozobrar los últimos restos de la escuadra formaron antorchas humeantes.

La «Unión»

El comandante, Manuel Villavicencio se hallaba en la batería del cerro San Cristóbal.
Correspondió dar las órdenes para el hundimiento al segundo jefe, Arístides Aljovín. La Unión, como se ha relatado ya en este libro, fue una corbeta de
madera adquirida en Francia, por el gobierno de Pezet y conducida al Perú por Miguel Grau. Bajo las órdenes del mismo gran marino combatió en Abtao. Desplazaba 1.600 toneladas, hacía doce nudos, tenía trece cañoncitos de 70 y podía navegar a vela. En setiembre de 1869 viajó a Río de Janeiro a dar alcance a los monitores Atahualpa y Manco Cápac que venían a remolque de Estados Unidos. Al llegar al hermoso puerto brasileño se encontraron los tripulantes de la Unión con un gran incendio y contribuyeron a sofocarlo.

Acerca de la participación de la corbeta en la guerra con Chile ya se ha tratado en varios capítulos anteriormente.

Varada la Unión al norte de la bahía del Callao, quemada en parte su popa y destrozada su maquinaria, su palo mayor emergió por muchos años en las proximidades de la boca del río hasta que, cuando era director de la Escuela Naval el capitán de navío Ernesto Caballero y Lastres, fue sacado y colocado en el patio a la entrada de ese centro donde se forman, año a año, los oficiales de la marina de Guerra del Perú. Los cadetes saludan todos los días la bandera que sigue flameando en el histórico mástil de la gallarda corbeta a la que nunca los chilenos lograron atrapar.

 

Los servicios de ambulancias en la defensa de Lima:

La organización de las ambulancias nacionales dependió, desde el comienzo de la guerra, de José Antonio Roca y Boloña como jefe de la Cruz Roja y de José Casimiro Ulloa como jefe superior de Sanidad en la República. Julián Sandoval estuvo a cargo de la 1ª ambulancia; José Celestino Arguedas, de la 2ª, Julio Gómez del Carpio, de la 3ª; Felipe Santiago Durán de la 4ª organizada por la colonia inglesa. Con variantes en su personal, estas ambulancias se dirigieron al sur. Hubo
también médicos y practicantes en batallones y regimientos, barcos de guerra y fortificaciones de tierra. En enero de 1880 ya había sido distribuido todo el personal de alumnos de 3° a 7° año de Medicina en las ambulancias civiles y militares y en los diferentes hospitales de sangre.

La facultad manifestó, además, el 25 de diciembre de 1879 que todo su instrumental de cirugía había sido entregado para la campaña del sur que sólo quedaba el equipo reserva para las operaciones de mujeres y el tratamiento de enfermedades de las vías urinarias. En Lima improvisáronse hospitales de sangre en el fundo de Villegas, en el local de la Bomba Salvadora Lima, en San Pedro, en el local de Santa Sofía y en el Palacio de la Exposición.

Jefe de sanidad, militar en el ejército de reserva fue nombrado Martín Dulanto. Las señoras de Lima, encabezadas por doña Jesús Yturbide de Piérola, fundaron el hospital llamado de la Cruz Blanca organizado por Belisario Sosa y Juan Cancio Cancino. Una medalla especial premió el esfuerzo de ambos distinguidos médicos. Magistrados respetables, abogados ilustres y propietarios, impedidos todos ellos por su edad de tomar las armas, prestaron servicios auxiliares a los médicos. También efectuaron análoga labor señoras y señoritas de todas las clases sociales de Lima. La eficacia de los servicios de Sanidad no fue grande. Acland, al visitar
el hospital chileno de Chorrillos encontró que allí no se usaba la anestesia y que los heridos se entregaban a los cuchillos de los cirujanos casi sin defensas. «Había abundancia de cosas (agrega) pero con pocas excepciones el personal médico carecía de destreza».