La Expedición a Lima y la defensa de la capital por el ejército improvisado y por las improvisadas milicias capitalinas

La expedición chilena para la campaña de Lima:

Comandó el ejército chileno, durante la campaña de Lima, el general Manuel Baquedano, a quien acompañó, a pesar de sus divergencias, el ministro de guerra José Francisco Vergara. Se dividió este ejército en tres divisiones con dos brigadas cada una, más un contingente de reserva. La primera división (8.910 hombres, según cifras oficiales chilenas que el marino norteamericano Mason acepta), tenía como jefe al general José Antonio Villagrán. La segunda división (7.788 hombres)
era la del general Emilio Sotomayor. La tercera de 8.388, estaban bajo el comando del coronel Pedro Lagos. Los oficiales y soldados de infantería así repartidos, sumaban oficialmente 22.350 los de caballería 1.301 hombres.

La artillería:

Distribuida de igual manera, contaba con 1.370 hombres, 1.200 caballos y el siguiente material según la relación del marino francés Eugene de León incorporado a este ejército.
1º 50 cañones de campaña, a saber:
12 cañones krupp de 87 mm. Modelos 1879 y 1880; 32
cañones krupp de 75 mm. modelo 1879 y 1880; 6 cañones
Armstrong de 66 mm. Modelo 1880.
2º 27 cañones de montaña, a saber:
23 cañones de krupp de 75 mm; 4 cañones de 60 mm, Según
esta relación, los chilenos reunieron para campaña de Lima 67
cañones krupp y un total de 77 cañones.
También tuvieron 10 ametralladoras Gatling.

En la caballería:

Habían 1.252 hombres. La brigada de reserva ascendía a 3.110 hombres. Total
oficial: 25.505 hombres. Encina da 26.413 hombres y 80 cañones.
Un excelente servicio de mulas era empleado para la conducción de municiones.

 

La primera división, mandada por Villagrán, desembarco en Pisco entre el 8 de noviembre y el 1º de diciembre. Por divergencias entre Baquedano y Villagrán éste fue separado del comando y lo reemplazó Lynch que avanzó por una brigada por tierra de Pisco a Lurín.

 

El apoyo de los chinos a los Chilenos:

Quintín Quintana, agente de policía chileno y el marino inglés Williams Acland que, por decisión de sus jefes, acompañó al ejército invasor (como lo hicieron el oficial norteamericano D.W. Mullan, el teniente francés De León y el teniente italiano L. Ghigliatti). Conocemos el relato De León, citado más de una vez en el presente capítulo. No hemos logrado ubicar las memorias de Mullan y de Ghigliatti. El testimonio de Acland es un documento rarísimo. A él le debemos una versión objetiva sobre el aporte de los peones chinos de Cañete a los chilenos.

Cuenta Acland que el martes 10 de enero, alrededor de dos mil chinos que habían huido de las haciendas hicieron una impresionante ceremonia en la iglesia de Lurín. Con sacrificio de un ave, bebida de su sangre y juramentos de lealtad a Chile y en pro de la destrucción del Perú.
Agrega que las tareas por ellos cumplidas fueron las de cavar trincheras, abrir senderos a ayudar las ambulancias. «No creo (agrega) que fueron muy útiles en el transcurso de las batallas porque casi al dispararse el primer tiro, desaparecieron para permanecer ausentes hasta que cesó la lucha, cuando se les empleó para enterrar a los muertos y transportar a los heridos».

La ayuda de los chinos a los chilenos ha sido grandemente exagerada por algunos. Se ha llegado a afirmar que enseñaron por donde debió efectuarse el avance a Chorrillos, probablemente los jefes y oficiales al mando de las tres divisiones atacantes y de las fuerzas de reserva que las acompañaban, conocían mejor esas rutas que los chinos mismos; La suerte de 25.000 a 26.000 hombres no podían haber sido confiada a improvisados o empíricos colaboradores.

Hay varios testimonios chilenos contemporáneos que amplían las informaciones de Ancland. En su obra La Expedición a Lima (Santiago, 1967) Raúl Silva Castro reprodujo un artículo de Daniel Riquelme sobre el juramento de los chinos en Lurín, el 10 de enero de 1881, después de inmolar un gallo sobre un altar y de beber su sangre. Coincide con lo narrado con más detalles por Antonio Urquieta en Recuerdos de la Vida de Campaña en la guerra del Pacífico (Santiago 1909) donde aparecen únicamente 400 chinos también relató las mismas escenas Heriberto Ferrer en su historia popular de la guerra del Pacífico (Iquique, 1923) quien eleva la cifra mencionada a 1.200 y agrega Ferrer: «El generalísimo chino Quintín Quintana fue muy conocido en Santiago después de la guerra sirviendo en la sección de investigación de la policía y visitaba con frecuencia las imprentas. Era muy estimado por su carácter comunicativo, así como simpático por sus modales correctos y su elegancia en el vestir, pues no se despegaba de la levita cruzada, su bastón, guantes, y tarro de unto, colero o sombrero de pelo».

Quintín Quintana acabó, pues siendo un agente de investigaciones en la policía de Santiago.

La cuidadosa preparación de la ofensiva:

Durante los días transcurridos entre el 22 y el 26 de diciembre de 1880 saltaron a tierra tropas chilenas en las desiertas playas de Chilca y Curayaco, ocupando luego Lurín y Pachacamac. Se realizó este trabajo de gran envergadura con máximo cuidado; ayudaron a los botes de los buques; grandes lanchones que habían sido preparados especialmente, con capacidad para recibir cien hombres y sus equipos cada uno. La expedición contó con veinticinco naves. Toda la comarca de Chilca y Lurín estaba despoblada e Indefensa.

El ejército invasor acampó en Lurín, salvo la segunda brigada de la segunda división que se colocó en Pachacamac. Fueron construidas chozas con hojas de palmera y de caña, como protección contra el sol y comenzaron intensos ejercicios de tiro para la artillería y la infantería. Una escaramuza con la caballería peruana del coronel Sevilla en Pachacamac fue la primera acción de armas de esta campaña (27 de diciembre). Sevilla cayó prisionero y su segundo, Baldomero Aróstegui, murió.

El 6 de enero hizo Baquedano personalmente una operación de reconocimiento y tanteo sobre toda la línea peruana. En la tarde del 12, el ejército chileno en masa se puso en movimiento para avanzar por la noche y tomó el camino de Atocongo, que se consideraba impracticable. La artillería de campaña avanzó por la plaza. «La ignorancia de los peruanos acerca de la fuerza, posición y movimientos de sus enemigos parece casi maravillosa», dice el marino norteamericano Mason.

 

Los obstáculos para los defensores de Lima:

Los trabajos de defensa de Lima fueron intensos entre diciembre de 1879 y julio de 1880; después disminuyeron, en la duda si invadirían los chilenos y sobre cuál sería su base de operaciones, duda que subsistió hasta noviembre de aquel año. Cuando se produjo la certeza  de que el ataque vendría, con la previsión de que su base estaría en el sur, dos líneas fueron tendidas: la de San Juan y la de Miraflores. De cada una de ellas pudo afirmarse que «fatalmente tuvo que ser prolongada la línea y un tanto débil por esta causa» como expresó, demasiado benévolo en su última frase, el general Pedro Silva, jefe de Estado Mayor, en su parte sobre las batallas de San Juan y Miraflores.

Los elementos y los servicios que los ejércitos necesitaban independientemente de su material bélico, eran insuficientes o no existían. Cuando se quiso enviar a la división que comandaba el coronel Andrés A. Cáceres a posesionarse a Lurín, casi simultáneamente con el desembarco de los chilenos, tuvo ella que regresar después de haber vencido gran parte de ese arenoso desierto porque la sed agotaba a los soldados, las municiones eran insuficientes, no habían bestias y vehículos para la movilidad necesaria. «Las compañías de administración (dice otra relación de la época) a medio organizar como estaban algunas, prestaron escasos servicios en
las batallas de San Juan y desaparecieron, casi por completo, en Miraflores. De modo que no había quién condujese municiones a la línea de batalla. Algunos oficiales del Estado Mayor General y aun algunos jefes, en mantas o como podían, se ocuparon en llevar personalmente a la línea las que le fue posible».

Nunca se llegó a tener, por ejemplo todo el material bélico que era necesario, pues no hay que olvidar que la escuadra chilena dominaba en este lado del Pacífico. El señor Faustino Silva, hijo del general Pedro Silva y ayudante suyo, afirmó en carta dirigida al autor de este libro, que el ejército de línea estuvo armado en su mitad con fusiles llamados «Chassepot reformado», aunque habían, además, unos pocos Comblain y unos siete mil Peabody. El ejército de reserva, en cambio, contó con rifles Remington, en aquella época ya un poco anticuados. Los había de dos calibres, el 43 y el 50, «lo que produjo algún desconcierto en la batalla de Miraflores,
limitado al batallón Guarnición de Marina» (prosigue el señor Silva, cuyo testimonio se halla contradicho por muchos otros como el de Mason en su libro y el del experto en torpedos Paul Boyton en su reportaje en New York Herald, ya que ambos coincidieron en señalar las dificultades resultantes de la diversidad entre fusiles y balas). Además con este mismo rifle Remington fueron provistos Guardia Chalaca, la guardia civil de Lima y la columna de camaleros. El armamento fue tan escaso «que (prosigue la carta del señor Silva) a una columna de 200 hombres traídos de la provincia de Huanta por el que fue en aquellos días prefecto del departamento de Ayacucho, coronel Pedro José Miota y que llegó a Lima poco antes de la batalla de San Juan, se le armó con fusiles sistema Minié, es decir, de fulminante, pues ya no teníamos otro rifle que darle». La caballería recibió, dos días antes de San Juan, nuevas carabinas Remington cuyo mecanismo no tuvo tiempo de aprender. Los peruanos no contaron con un solo cañon Krupp, «mientras los chilenos trajeron más de sesenta».

Un artículo aparecido en El Comercio el 15 de enero de 1884 con interesantes «apreciaciones» sobre la campaña de 1881, cuenta al referirse al armamento de los peruanos: «Con excepción de los rifles Peabody de magnífica calidad, aunque muy delicados para las manos de nuestros  reclutas, en todo lo demás era muy inferior al del ejército de Chile».

En su mayor parte, los cuerpos que componían el ejército peruano, eran de reciente creación.
El más antiguo no contaba dos años de existencia; algunos tenía apenas dos meses. En su parte oficial sobre las batallas de San Juan y Miraflores, el general Pedro Silva, afirma: «Procedentes los más de los individuos de tropa de las regiones trasandinas, no estaban en aptitud de comprender sino después de algún tiempo, los más triviales rudimentos de la táctica desde que ignoraban el idioma en que debía instruírseles».

«Nuestras fuerzas (decía El Comercio de Lima en las apreciaciones citadas) poco expeditas en maniobras, con escasa instrucción en gran parte y sin disciplina que sólo se adquiere en el trabajo perseverante, eran muy poco a propósito para evolucionar frente al enemigo. La propia circunstancia y la de carecer de suficientes medios de movilidad, la de estar mal montada la caballería, a pie y desarmada parte de ella hasta última hora y varios otros incidentes, se oponían de una manera irresistible a intentar, abandonando nuestras posiciones, a acometer al enemigo en las suyas».

También El Comercio expresó entonces: «Las aglomeraciones no forman un ejército regular».

El espíritu de facción:

Entre los jefes y oficiales no faltaba la desunión, como hacia notar el señor Pastor Jiménez en un artículo publicado en el Boletín del Ejército del Sur el 27 de enero de 1881. «Quizá en ningún pueblo hayan abundado tanto los ejemplos de patriotismo y abnegación que en el pueblo peruano; pero habrá muy pocos donde la pretensión de que se acepten y sigan las ideas de cada uno, se haya llevado a mayor grado de exageración».

El Dictador suscitó, en este sentido, numerosas críticas de sus adversarios. Díjose de él que colocó en el mando del ejército a sus propios partidarios, fueran o no militares. Objeciones acaloradas tuvo el hecho de que entregó un cargo importantísimo en el ejército de reserva, a Juan Martín Echenique, a quien sólo se le conocía (dicen) como intermediario, semidiplomático y comisionado de negocios del Presidente Balta enriquecido y derrochador de grandes sumas en París, jamás al servicio del ejército; y sin embargo, este hombre resultó con el grado de coronel y le gustaba a él pasear a caballo por las calles de Lima con un largo capote
blanco. Si bien nada hizo ni personalmente ni con sus tropas cuando llegó la hora de la batalla de Miraflores. Al mismo Piérola se le criticó mucho porque le gustó exhibirse en los desfiles y en las actividades públicas con un traje militar de fantasía: altas y brillantes botas de charol, pantalones blancos y un relampagueante casco de plata en cuya punta un águila de oro extendía sus alas.

 

Una opinión Argentina y otra norteamericana sobre los improvisados defensores de Lima:

Los testimonios que se han dado en párrafos anteriores acerca de la debilidad del ejército de Lima en relación con los invasores son de origen peruano. Diversas fuentes extranjeras lo corroboran. El diplomático argentino Uriburu, en su Guerra del Pacífico (Buenos Aires, 1899) afirma: «El ejército que el Dictador había organizado para concurrir a la defensa de la capital sólo tenía de ejército el nombre». Exactamente emplea la misma frase el marino norteamericano Mason que también ostenta para este, asunto el rango de un testigo. «No había (agrega) comisariato organizado, los hombres estaban pobremente vestidos y peor calzados, a muchos regimientos se les había dejado que se consiguieran zapatos por sí mismos del cuero del ganado que se les daba para comer. Las armas traídas de Estados Unidos – Remington, Peabody, Martini, Evans, Winchester- fueron frotadas con mal aceite que a muchas las volvió casi inútiles. La caballería estaba un poco mejor armada pero sus caballos eran pobres. La artillería, con bastante material, alguno anticuado, otra parte hecha con  procedimientos empíricos por firmas privadas de Lima y sin práctica en el campo, no era como para competir con la experimentada y bien armada artillería chilena. Los hombres de la reserva, de unos 7.000 en número, difícilmente podrían haber sido llamados soldados; pero por su inteligencia superior y el hecho de que pelearan defendiendo sus hogares, eran más de
confiar que los llamados voluntarios».

 

Una opinión oficial Chilena:

Con el objeto de hacer más evidente la verdad acerca del poder y de la potencialidad reales de los defensores de Lima, parece interesante transcribir las siguientes palabras de la memoria del ministro de Guerra chileno José Francisco Vergara publicada en 1882: «La fuerza total de ejército peruano podía estimarse con certidumbre entre 25 a 28 mil hombres; casi todos de infantería, porque no tenían sino unas insignificantes partidas de caballería cívica y muy escasa
y mala tropa de artillería para servir cincuenta o sesenta cañones; siendo de notar que a lo menos las dos terceras partes de estas tropas eran bisoñas e incapaces de ejecutar ninguna maniobra en cuerpo». Las cifras dadas por Vergara pueden estar en pugna con la realidad; pero sus asertos sobre la calidad de la caballería y de la artillería y la condición novata de la abrumadora mayoría de las fuerzas de infantería deben ser tomados en cuenta cuando se examinan las posibilidades de desplazamiento o de movilidad en los defensores de Lima, así como su verdadera capacidad ofensiva

 

¿Hubo quienes supieron que serían derrotados y que morirían?

En el sermón predicado por Manuel Tovar en los oficios solemnes celebrados en la iglesia de La Merced de Lima el 15 de enero de 1884 como homenaje a los que cayeron en San Juan y en Miraflores, el orador se atrevió a revelar algunas confidencias por él recibidas como sacerdote en el ejercicio de su ministerio. He aquí sus palabras: «El corazón me dice, exclamaba el uno, que se perderá la batalla porque ha palidecido la estrella del Perú; pero no importa, pelearé y moriré por la causa de mi patria»… «Tengo una esposa amada y tiernos hijos, agregaba otro, y el presentimiento de mi muerte; más no vaciló porque la luz del honor me llama con
imperio»… Prefiero morir, decía un tercero, si la Providencia nos niega la victoria ¿cómo podría sobrevivir viendo hollada mi hermosa Lima por la planta del invasor?”.

 

Últimos aprestos para la defensa de Lima:

La tropa de línea peruana había sido dividida en dos ejércitos, con los nombres del Norte (bajo el mando del anciano general Ramón Vargas Machuca, veterano de la Independencia) y del Centro (a las órdenes del coronel Juan Nepomuceno Vargas). A fines de diciembre, al saberse la presencia de los chilenos en Chilca, ambos ejércitos fueron concentrados en cuatro cuerpos. El primero compuesto de la 1ª, la 2ª y la 3ª división del ejército del Norte, estaba a órdenes del coronel Miguel Iglesias, a quien reemplazó en la Secretaría de Guerra el coronel Francisco de Paula Secada. El segundo cuerpo fue formado con la 4º y 5º división del mismo ejército, bajo el coronel Belisario Suárez. Al 3er. cuerpo pertenecieron las divisiones 3ª y 5ª de Centro, con el coronel Justo Pastor Dávila. El 4º cuerpo formado por las divisiones 1ª, 2ª y 4ª del anterior, obedecía al coronel Andrés A. Cáceres. El Estado Mayor General, que dirigía el general Pedro Silva, debía entenderse directamente con los comandantes en jefe de cada cuerpo del ejército, con la prevención de que éstos dieran aviso a los de igual carácter del Norte y Centro cuyos cargos se conservaron y pasaron así a ser honorarios. A cada cuerpo se adscribió una brigada de caballería.

El general Juan Buendía y el almirante Lizardo Montero fueron llamados al servicio en calidad de ayudantes de honor del Dictador, cortándose el proceso del primero instaurado a raíz de la campaña de Tarapacá y otorgándose libertad de acción al segundo. También se llamó al servicio al coronel Manuel
Velarde «por su honrosa conducta en Tacna».

La reserva fue acuartelada el 6 de diciembre. El 9 de diciembre tuvo lugar una fiesta cívica y militar en la fortaleza erigida con discutible elección en la cumbre del cerro San Cristóbal que fue llamada «ciudadela Piérola» y confiada al habilísimo marino Manuel Villavicencio; en este acto fueron bendecidas
las banderas de los cuerpos, la de aquel reducto y la espada del Dictador.

Las defensas de Lima tuvieron como directores al ingeniero austriaco Máximo Gorbitz, que decía haber construido las fortificaciones de Plevna que en 1877-78 contuvieron al ejército ruso: y el ingeniero peruano Felipe Arancivia, educado en Bélgica y uno de los partícipes en la preparación bélica del Callao en 1866. El ejército de línea ocupó sus posiciones en la primera línea el 23 de diciembre y la reserva, sus puestos en  Miraflores el día de la Navidad. Al desfilar estos batallones a la estación del ferrocarril hubo grandes manifestaciones públicas.

 

 

La primera línea peruana:

Vicuña Mackenna llama «organización mucho más fantástica que efectiva» a la que Piérola había establecido en las regiones agrestes y despobladas al sur de Lima.
La primera línea apoyaba su derecha en el cerro llamado Marcavilca, próximo a la caleta La Achira y se extendía hacia el este de Chorrillos, para recorrer diversos médanos o colinas, denominados de Santa Teresa y de San Juan, hasta los confines de Pamplona inclusive, no menos de 15 kilómetros si se considera la forma sinuosa o irregular que seguía. Si la extensión se contaba hasta Vásquez o hasta Monterrico, donde habían sido colocadas dos fuertes columnas, la longitud era entonces considerablemente mayor.

Después de algunos cambios en la ubicación de las tropas peruanas en la noche del 12, el primero de los cuerpos de ejército (Iglesias) cubría las avenidas de Lurín proyectándose sobre Chorrillos, Villa y Santa Teresa y formando la derecha. El cuarto (Cáceres) se extendía al centro, desde este lugar hasta San Juan inclusive. El tercero (Dávila) desde este punto hasta terminar los cerros denominados Pamplona a la izquierda de la línea. El segundo (Suárez) quedó como reserva a la retaguardia de San Juan, a fin de proteger el paraje que fuese conveniente.

A continuación se indica la composición del ala derecha. El batallón Guardia Peruana cerraba esta ala hacia el Este de la caleta de La Achira y lo seguían a su izquierda y paralelos al camino más occidental de Lurín a Chorrillos, el Cajamarca N° 3, nueve de diciembre N° 5 y Tarma N° 7.

A la vanguardia de la línea formada por los cuatro cuerpos citados, el batallón Callao N° 9, ocupaba la parte exterior de la casa de la hacienda Villa; el Libres de Trujillo N° 11, el vértice del ángulo saliente en los cerros de Santa Teresa. A la derecha de Santa Teresa, en médanos y colina, se hallaban los batallones Junín N° 13 Ica N° 15, Libres de Cajamarca N° 21. Toda la derecha, o sea el primer cuerpo del ejército, serían unos 5.200 hombres según cifras oficiales.

El cuarto cuerpo o sea el centro se componía de unos 4.500 hombres también según datos oficiales. Se distribuía entre los batallones Lima Nº 61, Canta Nº 63, 28 de julio N° 65, Pichincha N° 73, Pisco Nº 75, la Mar Nº 77, Arica N° 79, Manco Cápac Nº 81 y Ayacucho Nº 83. El tercer cuerpo, o sea la izquierda, llegaba a unos 4.300 hombres de acuerdo con las mismas informaciones. Allí estaban los batallones Piura Nº 67, 23 de diciembre Nº 69, y Libertad Nº 71;

 

El plan chileno:

El ministro de guerra José Francisco Vergara opinó en el sentido de que el Ejército debía avanzar por Ate para tomar el flanco izquierdo del ejército peruano y así llegar a Lima sin disparar un tiro y sin perder un hombre. La maniobra por él propuesta venía atener cierta semejanza con la que efectuó Prado contra Pezet en noviembre de 1865. La memoria ministerial de 1882 defendió el punto de vista antedicho y procuró desacreditar lo hecho por el jefe de las armas chilenas.
Baquedano optó por una decisión muy simple: atacar a los defensores de la capital de frente, por Villa y San Juan.

Una reunión de jefes de divisiones y comandantes generales aprobó esta idea. Aforismo de Baquedano era: «Soldado chileno ¡de frente! Soldado chileno ¡de frente!».
En polémica con Vergara, Máximo R. Lira enumeró en un folleto, también publicado en 1882, algunas de las razones tomadas en cuenta por Baquedano. La primera de ellas era la familiaridad con el terreno después de los reconocimientos practicados. La segunda se refería a la necesidad de conservar un lugar seguro para el caso de una retirada. La tercera aludía a la importancia de conservar el apoyo de la escuadra. La cuarta recibió de Lira el nombre de «la evidencia del éxito». La explicó de la siguiente manera: «Cubriendo el ejército peruano una línea considerable extensa, ésta era susceptible de ser rota en cualquier punto contra el cual
se lanzara una masa considerable de tropas. Si se la rompía en su centro, y romperla allí se propuso el general Baquedano, la desorganización del enemigo era segura y por la misma razón infalible su derrota. Los tácticos han elevado esta maniobra a la categoría de precepto y en estrategia es un axioma atacar de frente toda línea extensa». Por último, esgrimía como quinta razón la impetuosidad del soldado chileno, a quien las grandes marchas fatigan y extenúan, por lo cual el avance por el flanco presentaba el inconveniente de hacerle caminar demasiado y desfilar peligrosamente ante el enemigo.