La batalla de Miraflores se llevó a cabo el sábado 15 de enero de 1881 y fue el último enfrentamiento armado antes del ingreso del ejército chileno a la capital. En esta batalla se recuerda el sacrificio de los ciudadanos de Lima por la defensa de su patria, pues fueron los batallones que integraban estos ciudadanos, los de Reserva, los que más destacaron en la batalla, así como también los batallones de infantería de marina.
Cañón Dahlgren que estuvo en la batalla de Miraflores y volado después por la caballería chilena. Encontrado en una construcción en Miraflores en el 2009, fue restaurado por la Brigada Naval y actualmente se exhibe en el parque Reducto.
A pesar que esta batalla fue más corta, con menor fuerza entre los contendientes y menor número de bajas que la batalla de San Juan y Chorrillos, es más recordada que ésa gracias a los testimonios que dejaron los combatientes peruanos sobre aquella acción, en mayor cantidad que los de la batalla de San Juan.
Los partes oficiales peruanos de las batallas de San Juan y de Miraflores recién fue publicada el 15 de enero de 1884 en el diario El Comercio, pero la primera versión peruana de la batalla de Miraflores fue publicada en 1881, en el periódico El Orden, cuando fue publicado, por partes, desde el 7 al 24 de marzo, el opúsculo (obra literaria de poca extensión) “Lo que yo ví. Apuntes de un reservista sobre las jornadas de 13 y 15 de enero de 1881” de Alberto Ulloa Cisneros, periodista, quien estuvo presente en la batalla de Miraflores como ayudante del estado mayor del Ejército de Reserva. Antes, en el mismo periódico, el 3 de marzo, había sido publicado la carta de Nicolás de Piérola a Julio Tenaud, Jefe del Estado Mayor del Ejército de Reserva, que si bien habla de toda la campaña de Lima, específica que Piérola no ordenó la movilización de las pocas tropas del Ejército de Reserva en Vásquez durante la batalla de Miraflores.
Los partes oficiales publicados por El Comercio referente a Miraflores fueron: el del general Pedro Silva, Jefe del Estado Mayor General de los Ejércitos; el del coronel Ambrosio Jesús del Valle, Sub jefe del Estado Mayor General de los Ejércitos, y el del sargento mayor José E. Diez, Jefe de la batería Alfonso Ugarte. También en el diario La Tribuna fue publicado, por fragmentos, desde el 17 hasta el 24 de marzo de 1884, un parte oficial del general Pedro Silva pero con anotaciones y comentarios diversos, más extenso y detallado que el publicado en El Comercio. También un parte oficial de Pedro Silva, ubicado en el Archivo Velarde, fue publicado por Jorge Ortiz Sotelo en su obra “Apuntes sobre la Batalla de Miraflores”.
Después de la versión de Alberto Ulloa, no fue publicada otra versión peruana de la batalla de Miraflores hasta el 15 de enero de 1884, cuando los periódicos El Comercio, La Tribuna y El Callao publicaron artículos de la batalla con datos proporcionados por los sobrevivientes de la batalla. En el siglo XX todavía aparecieron otras versiones: la carta del coronel Pereyra publicada por Alejandro Montani en su libro “Artículos Militares”; la de Domingo Gamio, en el periódico El Tiempo del 15 de enero de 1915; la de Ramón Ribeyro, en el periódico Ultima Hora del 15 de enero de 1916, y la de Manuel Layseca, que a continuación reproducimos en este post, en el periódico La Crónica el 15 de enero de 1928; la de José Torres Lara en su folleto “Recuerdos de la Guerra con Chile (Memorias de un distinguido). La batalla de Miraflores” en 1911; la de Manuel González Prada en “Impresiones de un Reservista”; los artículos publicados en El Comercio en 1944 por Manuel Elguera; el Memorándum de Belisario Suárez publicado por su descendiente Rómulo Rubatto; las Memorias del Mariscal Andrés A. Cáceres y una biografía del general Juan Buendía, presuntamente escrita por él mismo, en donde se refiere a su actuación en Miraflores.
Algunos notas sobre la batalla de Miraflores
La línea peruana de Miraflores se extendía por la derecha desde la orilla del mar, en donde actualmente se encuentra Larcomar, hasta Ate Vitarte por la izquierda. En esta línea se ubicaban 8 reductos, el primero de los cuales estaba ubicado en los alrededores de lo que hoy es el hotel Marriot y el último en la hacienda Mendoza. La batalla se llevó a cabo sólo en el sector de Miraflores.
Después de la batalla de San Juan y Miraflores, el Ejército de línea peruano se reorganizó la noche del 13 de enero de 1881, reforzado por los batallones Guarnición de Marina y Guardia Chalaca, quedó organizado en la línea de defensa de Miraflores en 3 Cuerpos del Ejército, cada uno con 2 divisiones:
El 1° Cuerpo estaba al mando del coronel Andrés A. Cáceres,
El 2° Cuerpo al mando del coronel Belisario Suárez y
El 3°, al mando del coronel Justo Pastor Dávila.
El 1° Cuerpo estaba ubicado desde la orilla del mar y se prolongaba hasta un poco más allá del reducto N° 2,
El 2° Cuerpo entre los reductos N° 2 y 3, y el 3° Cuerpo entre los reductos N° 3 y 4.
Además estaba el Ejército de Reserva, al mando del coronel Juan Martín Echenique, dividido en dos cuerpos:
El 1° al mando del coronel provisional Pedro Correa y Santiago y
El 2° al mando del coronel temporal Serapio Orbegozo. El 1° Cuerpo tenía sus batallones N° 2, N° 4, N° 6, N° 8, N° 10, N° 12, N° 14 y N° 16 distribuidos en los reductos N° 1, N° 2, N° 3…. hasta el N° 8 respectivamente. El 2° Cuerpo estaba ubicado en Vásquez, actualmente Ate Vitarte, y aparentemente contaba sólo con 5 batallones y no los 11 que se mencionan en diversos estudios.
El efectivo del Ejército de línea Peruano era:
Coronel Cáceres, 3,602 hombres;
Coronel Suárez, 2,240 hombres;
Coronel Dávila, 2,761 hombres;
Caballería, 547 hombres, y
Batería Alfonso Ugarte, 180 hombres, pero el general Pedro Silva afirma que la fuerza que efectivamente se batió eran 7 mil del ejército activo y 1,500 del ejército de reserva, en total, 8,500 hombres.
Las fuerzas chilenas eran casi 20 mil hombres pero tampoco no todos se vieron involucrados en la batalla.
El inicio de la batalla fue de lo más casual y ninguno de los bandos estaba preparado. Esto se dio porque estaban en tregua hasta la medianoche y el ejército chileno estaba ordenando sus fuerzas delante de la línea peruana. Aparentemente empezaron las fuerzas peruanas porque los chilenos estaban bien cerca, se dispararon uno o dos tiros contra el general Manuel Baquedano, Jefe del Ejército chileno, y se generalizó el fuego, a pesar de las ordenes peruanas de alto al fuego, mientras las fuerzas chilenas almorzaban. Al mismo tiempo, el Dictador Nicolás de Piérola estaba en un almuerzo con Petit Thouars, Stirling, Labrano, jefes navales de Francia, Inglaterra e Italia respectivamente, y con los Ministros de las delegaciones extranjeras.
Las bajas peruanas fueron, según el José F. Vergara, Ministro de Guerra y Marina en campaña de Chile, no menos de 1,500 muertos, mientras que según Spenser St. John, Ministro Plenipotenciario de Inglaterra y quien estuvo almorzando con Piérola al inicio de la batalla, las bajas chilenas fueron de 3 mil y las peruanas fueron de 4 mil en San Juan y relativamente menores en Miraflores. Ricardo Palma dice que los Las bajas chilenas si son específicas en la batalla: 31 jefes y oficiales muertos, 118 jefes y oficiales heridos, 502 soldados muertos y 1622 heridos.
Testimonio del teniente coronel Manuel Layseca
“… La fidelidad de su memoria en auxilio y empezó el señor Layseca, recordando que con fecha 14 de febrero de 1880, un decreto supremo dictado entonces por el Dictador Nicolás de Piérola, creaba el batallón Guarnición de Marina, con un efectivo de 600 plazas, sobre la base del antiguo Cuerpo de Artillería de Plaza.
La Plana Mayor de este cuerpo de ejército estaba formada por el Capitán de Navío don Juan Fanning, como primer jefe; como segundo, el coronel Andrés Segura; tercero, el sargento mayor de artillería don José Antonio Sarrio; cuarto, sargento mayor don José Hernández.
Capitanes de compañía fueron: de la primera, sargento mayor graduado Ugarte; de la segunda, capitán Federico Canta; de la tercera, Manuel Asanza; de la cuarta, Hilario Mansilla; de la quinta, el sargento mayor don Mariano Bustamante, sobreviviente de la guarnición del “Huáscar”; de la sexta, Augusto Gómez Lira; era ayudante mayor del cuerpo, el capitán Manuel del Pino.
Teniente coronel Manuel Layseca
El doctor Felipe Rotalde, que fuera nombrado Cirujano del Ejército, fue en su condición de médico fundador del Batallón Guarnición de Marina, prestando importantes servicios a esta unidad, desde que los primeros buques de guerra del enemigo iniciaron el bombardeo de la plaza del Callao, estando con inmensa laboriosidad, hasta que terminó la campaña con la toma de Lima.
Yo – prosigue el señor Layseca – con la clase de subteniente de la cuarta compañía, fui también fundador de ese cuerpo del ejército, el cual, sin pretensión alguna, era el mejor de los organizados para la defensa de Lima en los días nefastos de la toma por los soldados de Chile.
No solo por el efectivo de que disponía aquella unidad, sino también por la calidad de los jefes y oficiales que la mandaban y de los soldados; lo más florido de la juventud chalaca, llenos todos del espíritu de guerra, afanosos de dar su sangre por mantener siquiera por algún tiempo, incólume la ciudad que los vio nacer; a mas de los voluntarios, contaba la unidad mencionada, con 200 prisioneros peruanos que fueron canjeados después de las batallas de San Francisco, Pisagua y Alto del Alianza y algunos de la Guarnición del “Huáscar”; hombres que habían ya recibido el bautismo de fuego, cuando la lucha en sus principios se mostraba más enconada; contábanse, además de las fuerzas formadas por los “cabitos”, muchachos de la Escuela Militar de Chorrillos quienes, en las rudas campañas del sur, mostraron el empuje de sus corazones, cuando combatían fieramente, mandados por el coronel Víctor Fajardo, Llosa, Morales Bermúdez y otros, que conquistaron la corona del heroísmo, ante un ejército muchas veces superior, en efectivo, en preparación y en condiciones de confort.
Era el 13 de enero de aquel año. Muy distintamente percibíamos desde el Callao, el intenso cañoneo de la batalla de San Juan. Todos ardíamos en ansias de recibir lo más pronto posible, la orden de marcha hacia el campo de las operaciones. Tal vez era la vehemencia que nos llenaba el espíritu, que bien poco faltó para que nos insubordináramos, porque nos parecía que habíamos dejado olvidados (sic).
Momentos más tarde, a las 11 y 30 de la mañana de ese mismo día, con el júbilo más grande, escuchamos la orden de ponernos en marcha hacia el campo de batalla. Llegamos a Lima en un tren del F.C.C. y desde la Estación de Desamparados, iniciamos la marcha hacia el sur. Momentos después, marchaba al lado nuestro el bizarro batallón Guardia Chalaca, formado por la más brillante juventud del Callao.
La marcha desde Lima la hicimos hacia la hacienda Vásquez, llegando a ese sitio en las primeras horas de la noche, debiendo, momentos después, seguir marcha sobre Miraflores, a donde llegamos a punto de media noche.
El batallón nuestro estaba materialmente rendido, de cansancio y de hambre, pues desde nuestra salida del Callao, no habíamos probado alimento alguno; a mas de esto, en el campamento, no habían tenido la preocupación, pero logramos descubrir un carro de galletas, con lo cual pudimos reconciliarnos medianamente.
Se nos señaló para acampar, un potrero, desde el cual, con la angustia y el rencor en el corazón, podíamos percibir el resplandor siniestro del incendio de Chorrillos originado por las tropas chilenas; el pueblo ardía por tres partes. Mientras estábamos sumidos en la macabra contemplación de aquel espectáculo bárbaro, se nos presentó un industrial italiano, que había logrado fugar de la ciudadela incendiada. Este señor, nos refirió como, después de la entrada del invasor a Chorrillos, la soldadesca habíase entregado al saqueo más vergonzoso, arrasando cuanto a su paso encontraba, sin respeto alguno por las fuerzas de la civilización. Terminado el saqueo, siguió contando el italiano, los soldados se dieron a la bebida en forma desenfrenada, a punto tal, que los mismos jefes amedrentados, por temor de que sus secuaces se sublevaran y les hicieran daño, tuvieron que encerrarse en el rancho del general Pezet.
La relación que hiciera este súbdito italiano, inspiró al entonces coronel Andrés A. Cáceres, lo mismo que al coronel César Canevaro, la idea de marchar al asalto y reconquista de Chorrillos, esa misma noche, penetrando a la ciudad, precisamente por los puntos en los cuales el incendio hacía estragos.
Efectivamente, momentos después se comunicaba a la Guarnición de Marina, a tres cuerpos de reserva, a una fracción del batallón Jauja y a la Guardia Chalaca, para que se movilizaran, en plan determinado, sobre Chorrillos.
Cuando recién las tropas habíanse puesto en marcha, la orden llegó a conocimiento de la superioridad, la que, quien sabe porque razón, mandó suspender la marcha y que las unidades volvieran a sus posiciones.
Es indudable que, dado el estado de desmoralización en que se encontraba aquellas tropas invasoras durante la noche, nuestras fuerzas que conservaban su ecuanimidad, hubieran dado buena cuenta de aquellas, sin que en auxilio de las mismas, hubieran podido venir siquiera los buques de la escuadra, por efecto de la noche, que se presentaba oscura.
Al amanecer del día 15 de enero, pactado el armisticio que debía expirar a las doce de la noche de ese mismo día, notamos que los buques de guerra, que habían fondeado muy cerca de la playa misma, abríanse a todo lo largo de la costa, por lo que presumíamos que la batalla habría de generalizarse sobre nuestra ala derecha.
Justamente al mismo tiempo, observamos que las tropas chilenas, en columna cerrada, avanzaban sobre Barranco, introduciéndose en las chácaras Pacayar y Larrión, habiendo entre los que marchaban y nosotros, una distancia de ochocientos metros más o menos teniendo de por medio, la Quebrada Honda.
Como el armisticio de que se ha hablado más arriba, debía terminar en la media noche de aquel día, nos mantuvimos tranquilos, ocupando el batallón Guarnición de Marina la chácara Armendáriz, posición estratégica pues desde ahí dominábamos perfectamente todo el camino a Barranco.
Siendo esa situación, a las doce y media del día, los buques de la escuadra rompían los fuegos, el batallón de marina se abría en guerrilla y se iniciaba el combate en todo nuestro frente.
Bien recuerdo al sargento Meneses y al cabo Lucero, dos famosos tiradores que teníamos en nuestra compañía, quienes donde ponían el ojo ponían la bala, siendo cada disparo un seguro mensajero de la muerte para quien era tocado; bala disparada por cada uno de estos muchachos, era hombre que caía fulminado.
Diezmado el regimiento naval, fue reforzado por el segundo de línea y un resto del Atacama. Tal era el valor de estos hombres que formaban estas unidades que en pocos momentos, los soldados chilenos que avanzaban parapetándose tras las tapias y utilizan de todos los recursos de la naturaleza del terreno, bien pronto tuvieron que sembrar el campo con sus cadáveres. Sin embargo, el mayor número de enemigos restó fuerzas a nuestros valientes.
Por dos veces, logramos rechazar, casi definitivamente, a los chilenos, a punto tal, que las embarcaciones que llegaron hasta muy cerca de la playa, hacían señales muy incesantes para que los chilenos volvieran a bordo, como único medio de librarse del estrago que hacían nuestras tropas en las filas de ellos.
Desgraciadamente, estos ligeros éxitos, que hubieran llegado a una feliz terminación, viéronse bien pronto frustrados, pues, la falta de munición hizo que nuestros brazos sintiéranse indefensos.
Al mandarse traer más munición, un equívoco o un error, hizo que nos trajeran munición Peabody, cuando lo que necesitábamos era Remington calibre 43. Escrito estaba que la planta chilena entraría en las calles de Lima, no ya por consecuencia de su valor, sino por las circunstancias que se acaba de enunciar.
Subteniente Genaro V. Cobián
Muerto en la batalla de Miraflores
Entre tanto, el coronel Fanning había fallecido. El comandante Isaac Chamorro, enrolado en las filas al no tener puesto a su regreso de las campañas del sur, acababa de ser herido; herido también el coronel Suárez. Entonces, asumió el puesto de jefe del Guarnición de Marina el sargento mayor Sarrio, quien, sin perder un solo momento la serenidad, alentaba a las tropas que lo rodeaban y, en un instante de feliz inspiración, comisionó al subteniente Domingo Gamio, para que, por todos los medios disponibles, recogiera la munición que en sus cartucheras tenían los soldados muertos y los heridos, para así, poder dar munición a los que aún se mantenían en pié, quienes por recomendación especial debían quemar tiro por tiro, teniendo solo la certeza del impacto mortal en el enemigo. El subteniente Gamio cumplió valerosamente la macabra comisión.
Entre tanto, la suerte nos había dado las espaldas una vez más. La retirada había comenzado por efecto de la falta de munición, pues al notar el enemigo de que ya no disponíamos de una sola bala, reaccionó violentamente, renovando el ataque, ya sobre un conjunto de hombres que no tenían sino el valor para contrarrestar el ataque.
El comandante Arias Araguez, que en las últimas maniobras de la defensa había recibido una mortífera bala, exhala el último suspiro.
Entonces el mayor Sarrio, sereno siempre y comprendiendo la dureza de la situación, para que no se enterara el enemigo, ordeno de viva voz la retirada, diciendo:
“No tengo derecho de sacrificar a estos valientes que quedan, sin contar con munición y sin posibilidad de rechazar este flanqueo; un rato más y sería tarde, quedaríamos envueltos raíz de ellos”.
Reunidos que fueron los últimos sobrevivientes, iniciose la marcha de retirada a Lima; por el camino, entre surcos y grietas, encontrábamos soldados heridos, algunos de los cuales nos insultaba creyéndonos huidos y los mas, nos pedían que les vengáramos, ya que aun nos quedaba vida.
Estos momentos de depresión espiritual, nos había aniquilado completamente; todos llevábamos como una constante visión, entre otros, el episodio del capitán Asanza, quien, herido en un brazo, apenas fue vendado, con la izquierda empuñó su espada, alentando a sus soldados a seguir en la lucha. El del teniente Valega, quien, herido desde los primeros momentos de la refriega, se negó a abandonar el campo de lucha, hasta el momento en que perdió el conocimiento, como consecuencia de la fuerte hemorragia que le sobrevino.
Nos parecía que los fallecidos Patrón, Hurtado y Aza, Barrios, Higginson, Genaro V. Cobián, mi hermano materno, Suárez, Becker, Eslava y otros, seguían con nosotros, la marcha en retirada; les sentíamos cerca de nosotros.
Ya en Lima, el 16 de enero, con los restos del Guarnición de Marina, recibimos orden de marchar en refuerzo de la “Ciudadela Piérola”, a órdenes del Dr. Fernando Palacios, que la mandaba. Habíamos casi recién iniciado el desfile hacia nuestra nueva posición, cuando una contra orden nos hacía regresar al cuartel, en el convento de La Merced, con el mandato expreso de que se nos desarmara y licenciara.
No me es posible señor redactor, nos dijo el señor Layseca, el describir la situación del momento aquel. Los mismos momentos del rudo combate durante los cuales vi caer a mis más queridos compañeros y entre ellos, mi hermano, si me produjeron una sensación de pesar infinito, no fue tanto como el que experimenté cuando, uno a uno, nos quitaban nuestras espadas, nuestros fusiles, las mismas armas con las que habíamos defendido, siquiera por horas, la dignidad nacional, nuestro terruño bien querido.
Con las lágrimas en los ojos, veíamos como nuestro armamento era amontonado en un rincón del cuartel. Cada prenda de combate que nos arrebataban, era como un trozo del corazón que nos lo robaran en un momento de injusticia, que era duro para nosotros el soportarlo. No podría ser yo, en palabras, reconstruir aquel momento. Estas son cosas que se siente muy dentro del corazón y que es imposible traducirlas.
Recuerdo que entre los que salimos vivos del campo de batalla se contaban al mayor Sarrio, el mayor Hernández, el mayor graduado Mariano Bustamante, el teniente López Hurtado, el subteniente Nicanor Leguía, hermano del actual Presidente de la República y único oficial que sobrevivió del grupo de su compañía; el subteniente Pedro E. Muñiz y Guillermo Freundt, de todos los cuales, sólo sobrevivimos hasta la fecha (y que sea por muchos años señor Layseca), el teniente Federico Valega, hoy teniente coronel, don Domingo Gamio, que no siguió la carrera militar, y el que habla, actualmente teniente coronel.
El mayor de los oficiales subalternos tendría escasamente 20 años; así y todo, por espacio de cinco meses, soportamos en el Callao, el intermitente cañoneo de los buques chilenos, que tenían dominado el indefenso puerto del Callao.
Del comportamiento del batallón Guarnición de Marina, durante la acción de armas que he relatado someramente, puede dar fe el que fuera sargento Augusto B. Leguía, hoy Presidente de la República, que desde el reducto que peleara, que estaba colindante con nuestra posición, observaría en detalle, el comportamiento valeroso de todos los que, desde la trinchera improvisada en Armendáriz, luchábamos con toda decisión”.
Subteniente Domingo Gamio
Escrito por: Ernesto Linares Mascaro
Bibliografía:
Enrique Flórez, “Ciudadanos en Armas. El Ejército de Reserva de Lima en la Guerra del Pacífico”, Tesis para optar el título de Licenciado, pp. 140; 158
Periódico “La Tribuna”, 23 de enero de 1884. Parte anotado y documentado del Estado Mayor General al Dictador, sobre las batallas del 13 y 15 de enero de 1881.
Jorge Ortiz Sotelo, “Apuntes sobre la batalla de Miraflores”, p. 103. Parte oficial del general Pedro Silva.
Rudolph de Lisle, “The Royal Navy & the Peruvian-Chilean War 1879-1881”, pp. 151-152.
Periódico “La Actualidad”, 4 de febrero de 1881.
Instituto de Estudios Histórico-Marítimos del Perú. P.R.O. “Further Correspondence respecting the conduct of war against Peru by Chile. 1879-81”, pp. 35-38, oficio de St. John al conde Granville del 22 de enero de 1881.
Pascual Ahumada Moreno, “Guerra del Pacífico, recopilación completa de todos los documentos oficiales, correspondencias y demás publicaciones referente a la guerra que han dado a la luz la prensa de Chile, Perú y Bolivia, conteniendo documentos inéditos de importancia”, tomo IV, p. 479.
Periódico “La Crónica”, 15 de enero de 1928.