Carta del Coronel don Francisco Bolognesi a su señora esposa
Arica 22 de Mayo de 1880
Adorada María Josefa,
Esta será seguramente una de las últimas noticias que te llegarán de mí, porque cada día que pasa vemos que se acerca el peligro y que la amenaza de rendición o aniquilamiento por el enemigo superior a las fuerzas peruanas, son latentes y determinantes. Los días y las horas pasan y las mismas como golpes de campana trágica que se esparcen sobre este peñasco de la ciudadela militar, engrandecida con un puñado de patriotas que tienen su plazo contado y su decisión de pelear sin desmayos en el combate, para no defraudar al Perú.
¿Qué será de ti, amada esposa, tú que me acompañaste con amor y santidad? ¿Qué será de nuestra hija y de su marido, que no me podrán ver ni sentir en el hogar común? Dios va a decidir este drama en que los políticos que fugaron y los que asaltaron el poder, tienen la misma responsabilidad. Unos y otros han dictado con su incapaz conducta, la sentencia que nos aplicará el enemigo. Nunca reclames nada, para que no crean que mi deber tuvo precio.
Besos para ti y Margarita. Abrazos a Melvin.
Francisco Bolognesi
Cartas de Bolognesi a su hijo Enrique
Arica, abril 19 de 1880
Querido hijo:
Son las once del día y te dirijo ésta para despedirme. El enemigo está cerca de Tacna; allí lo espera el general Montero con todo su ejército, salvo que los chilenos le hagan una jugarreta y vengan a tomar esta plaza que la han dejado muy débil.
Yo no tengo para su defensa más que 1,400 infantes; ellos pueden en horas traer a Pacocha 3 o 4 mil hombres y a la vez comprometer combate por mar y tierra. En fin, ha llegado el momento de decidir la cuestión.
No hay que asustarse: no estamos mal. Si se dirigen bien las cosas, les daremos un caldo como en Tarapacá.
Creo que seré el pato de la boda por ocupar este puesto que es el ensueño del enemigo. Mientras estén los nuestros en Tacna quizá no habrá nada aquí.
Ya estoy fastidiado, deseo que llegue el momento de un ataque para descansar del modo que quieras entenderlo. Yo no duermo, no me dejan ni comer; en la calle y por donde vaya tengo que hacer con todo el que me busca.
Afectos a todos en casa, a amigos y amigas.
Adiós.
Arica, mayo 21 de 1880
Querido Enrique:
He recibido la tuya y ayer mismo me fui donde el señor Coloma para pedirle víveres para ti; me ha contestado que no te manda, que él mismo te hará dar.
Así es que manda donde él para que te auxilie.
Te remito diez soles con el mayor Luna y otros diez soles y un par de zapatos con el capitán Ugarte.
Aquí estoy bien de salud, esperando sólo que venga el enemigo para recibirlo, sin que me importe su número.
Consérvate bien y manda en la voluntad de tu padre que te quiere mucho,
Bolognesi.
Carta de Alfonso Ugarte a Fermín Vernal
“… No hay detalles ni tenemos noticias seguras de los nuestros más de lo que te comunico. Aquí en Arica estamos solamente dos divisiones de nacionales, defendiendo éste punto, y aun cuando somos tan pocos, no podemos hacer lo de Iquique, abandonar el puerto y entregarlo, porque éste es un puerto artillado y tiene elementos y posiciones de defensa. Tenemos pues, que cumplir con el deber del honor defendiendo esta plaza hasta que nos la arranquen a la fuerza. Ese es nuestro deber y así lo exige el honor nacional. Estamos pues esperando ser atacados por mar y tierra. Dios sabe lo que resultará, así que te puedes imaginar mi triste situación. Sin embargo es preciso resistir hasta el último y te puedo asegurar, también, que con las posiciones que ocupamos en el morro, los cañones de grueso calibre y las minas que tenemos preparadas, les costará muchas vidas a los chilenos reducirnos y quitarnos ésta plaza. Estamos resueltos a resistir con toda la seguridad de ser vencidos, pero es preciso cumplir con el honor y el deber. Quizás la suerte nos favorezca y lleguen con tiempo los refuerzos que esperamos de Arequipa…”
Carta de Ramón Zavala a un amigo
“… De todos modos tengo la seguridad de que si no triunfamos, que si los chilenos no reciben su castigo aquí, que si no hacemos de Arica un segundo Tarapacá, la defensa será de tal naturaleza, que nadie en el país desdeñará en reconocer en nosotros sus compatriotas, y que los neutrales no dejaran de reconocernos como los defensores de la honra e integridad de nuestra patria. Arica, no se rinde, ni las banderas se despliegan para abandonar la plaza; por el contrario, resistirá tenaz y vigorosamente, y cuando la naturaleza cede, obedeciendo a leyes físicas, los invasores pondrán su planta en un suelo que está cubierto de cadáveres y regado por sangre peruana. Sus defensores prefieren la muerte a la deshonra; la gloria a una vida que les hubiera sido insoportable, sino hubieran aprovechado del último resto de ella para escarmentar al enemigo y levantar más alto el pabellón nacional…”
Pedido de rendición por parte del emisario chileno Juan de la Cruz Salvo, al coronel peruano, Francisco Bolognesi, por el Historiador Chileno Vicuña Mackenna
“Quitada la venda de los ojos de Salvo, fue introducido a presencia del jefe peruano, que de pie recibió a nuestro enviado.
Bolognesi era un anciano de marcial apostura; de frente ancha despejada, nariz si se quiere recta pero un poco ancha; usaba pera y bigote y tenía todo el aspecto de un viejo veterano.
En esos momentos llevaba un sencillo uniforme cubierto por un paletot azul abrochado militarmente; sus pantalones eran color garanse, es decir, grana o colorado, como los que antaño usamos nosotros, con franja de oro en ambas piernas; y cubría su cabeza el tradicional quepis de estilo francés, llevando al frente el escudo peruano, que era un sol de oro:
«Un momento después el oficial chileno llegó a la presencia del jefe de la plaza; su conferencia fue breve, digna y casi solemne de una y otra parte.
‘El coronel Bolognesi había invitado al mayor Salvo a sentarse a su lado en un pobre sofá colocado en la testera de un salón entablado pero sin alfombra y sin más arreos que una mesa de escribir y unas cuantas sillas.
Y cuando en profundo silencio ambos estuvieron el uno frente al otro, se entabló el siguiente diálogo:
-Lo oigo a Ud., señor -dijo Bolognesi-, con voz completamente tranquila.
-Señor -contestó Salvo-, el general en jefe del Ejército de Chile, deseoso de evitar un derramamiento inútil de sangre, después de haber vencido en Tacna al grueso del Ejército Aliado, me envía a pedir la rendición de esta plaza, cuyos recursos en hombres, víveres y municiones conocemos.
-Tengo deberes sagrados, repuso el gobernador de la plaza, y los cumpliré quemando el último cartucho.
-Entonces está cumplida mi misión, dijo el parlamentario, levantándose.
-Lo que he dicho a Ud. -repuso con calma el anciano-, es mi opinión personal; pero debo consultar a los jefes; y a las dos de la tarde mandaré mi respuesta al Cuartel General chileno.
Pero el mayor Salvo, más previsor que nuestros diplomáticos, le replicó en el acto:
-No, señor comandante general. Esa demora está prevista, porque en la situación en que respectivamente nos hallamos, una hora puede decidir de la suerte de la plaza. Me retiro.
-Dígnese Ud. aguardar un instante, replicó el gobernador de la plaza. Voy a hacer la consulta aquí mismo, en presencia de Ud.
Y agitando una campanilla llamó un ayudante, al que impartió orden de conducir inmediatamente a consejo a todos los jefes.
Mientras éstos llegaban conversaron los dos militares sobre asuntos generales; pero el jefe sitiado insistió sobre la necesidad de regularizar la guerra, lo que pareció traicionar cierta ansiedad por su vida y la de los suyos; mas no se llegó a una discusión formal, porque con dilación de pocos minutos comenzaron a entrar todos los jefes a la sala.
El primero de ellos fue Moore, vestido de paisano, pero con corbata blanca de marino; enseguida Alfonso Ugarte, cuya humilde figura hacía contraste con el brillo de sus arreos; el modesto y honrado Inclán; el viejo Arias; los comandantes O ‘Dónovan, Zavala, Sáenz Peña, los tres Cornejo y varios más.
Cuando estuvieron todos sentados, en pocas y dignas palabras el gobernador de la plaza reprodujo en substancia su conversación con el emisario chileno, y al llegar a la respuesta que había dado a la intimación, se levantó tranquilamente Moore y dijo:
-Ésa es también mi opinión.
Siguieron los demás en el mismo orden, por el de su graduación, y entonces dejando a su vez su asiento el mayor Salvo, volvió a repetir:
-Señores, mi misión está concluida… Lo siento mucho.
Y luego, alargando la mano a algunos de los jefes que le tendían la suya cordialmente, fue diciéndoles sin sarcasmo, pero con acentuación:
-Hasta luego.
Despedido enseguida en el mismo orden en que había sido recibido, llegaba el mayor Salvo a su batería, a las 8:30 de la mañana, y sin cuidarse mucho de decir cuál había sido el resultado de su comisión, pedía un alza y un nivel para apuntar sus piezas de campaña a los fuertes del norte que tenía a su frente’».
Vicuña Mackenna termina esta interesante página con la anotación siguiente:
«La escena y el diálogo de la intimación de Arica, nos fue referida por el mayor Salvo a los pocos días de su llegada a Santiago, en junio de 1880, conduciendo en el Itata, los prisioneros de Tacna y Arica, y la hemos conservado con toda la fidelidad de un calco»
Relato del Capitán chileno del 4º de Línea don Ricardo Silva Arriagada
Mandaba la 4. ª del 2. º -me decía don Ricardo Silva Arriagada, no ha mucho- Mi compañía contaba los mejores cazadores del antiguo 4. º
Tenía muy buenos oficiales; se me honró dándome la descubierta en el ataque. Sobre nuestra izquierda, a tomar el Este, marchó el 1.er batallón; a nosotros, los del 2. º, nos enviaron a los fuertes de la costa, a los de La Lisera; eran cuatro, con cinco trincheras, foseadas en forma de media luna.
Partimos oblicuando sobre la izquierda, con esta en cabeza, en movimiento envolvente; el ataque fue rapidísimo; no hicimos fuego sino cuando ya estábamos encima; todo el 2. º batallón, ciego y con rapidez asombrosa, tomamos todos los fuertes de la playa y llegamos al recinto mismo del Morro; sentimos el toque de « ¡Alto el fuego!»
Nos detuvimos un momento, y como hubieran muchas bajas, de acuerdo todos seguimos el asalto y penetramos a la gran plazuela, y me dirigí a un fuerte cuadrado y con rieles que había en el medio.
Cuando llegué al mástil, que enarbolaba la insignia peruana con varios de sus soldados, nadie, de nuestro ejército, se había adelantado a mí.
Más tarde pude ver los cadáveres de Bolognesi, Moore y Ugarte. Todos decían que después de haberse rendido vulgarmente, la tropa los había ultimado a culatazos, porque, con felonía, estando rendida la plaza, le dieron fuego a los cañones, reventándolos.
El cadáver de Alfonso Ugarte se encontraba en una casucha ubicada cerca del mástil, al lado del mar, mirando hacia el pueblo; en ese lugar, las rabonas del Morro cocinaban el rancho; y ahí, esas pobres mujeres, tenían oculto el cadáver de Alfonso Ugarte; era un hombre chico, moreno, el rostro picado de viruelas, los dientes muy orificados, de bigote negro.
Aquellas mujeres tenían profundo cariño por Ugarte, y para guardar su cadáver, lo habían vestido con un uniforme quitado a un muerto chileno.
Pude saber que era el coronel Ugarte, porque el doctor boliviano Quint cuando lo vio, exclamó:
-¡Pobre coronel Ugarte; no hace mucho, lo he visto vivo!
Más tarde se dio la orden de arrojar al mar todos los cadáveres; sin duda que botaron también el de Alfonso Ugarte, porque no se pudo encontrar.
En ese mismo día, ofreció su familia 5.000 soles plata por los restos del coronel; se buscaron mucho; di noticias, detallé lo ocurrido, pero nada se descubrió.
Esto ocurrió largo rato después de rendida la plaza.
Iba a descender al plan por un senderito que vecino al mástil se encontraba, cuando varios jefes peruanos subían a la altura; uno de ellos me dijo:
-¡Sálvenos, señor; estamos rendidos!
Eran los señores comandantes don Manuel C. de La Torre, don Roque Sáenz Peña y el mayor don Francisco Chocano, que arrancando de la furia de los soldados chilenos, se rendían a discreción.
La Torre me entregó su revólver; don Roque Sáenz Peña estaba herido en el brazo derecho. En el acto tomé las medidas del caso para salvarlos.
La tropa que venía atacándolos, continuo disparando; mandé hacer « ¡Alto el fuego!», y sólo haciendo esfuerzos soberanos, pude mantener a nuestros hombres.
-ENTRÉGUENOS LOS JEFES CHOLOS, PARA MATARLOS, MI CAPITÁN -gritaban y vociferaban todos a la vez.
La Torre y Chocano pedían a gritos perdón; Sáenz Peña se mostró tranquilo, sereno, imperturbable; si hubo miedo, en don Roque, no lo demostró; aquello resaltó más y se grabó mejor en mi memoria, por cuanto los dos prisioneros peruanos clamaban ridículamente por sus vidas.
Cierto que el trance fue duro, apurado, y él subió de punto cuando al pasar cerca de una de las piezas del Morro, reventó ésta, en circunstancias que, revólver y espada en mano, defendía a mis prisioneros.
La explosión fue tremenda; la muñonera del cañón, por poco no mata a uno de ellos; la tropa, ciega, se vino encima gritando:
-ENTRÉGUENOS LOS CHOLOS TRAIDORES, MI CAPITÁN».
El comandante La Torre agrega:
-Nosotros no somos culpables; esas piezas, posiblemente, tenían mechas de tiempo; no nos maten; nada sabemos; no tenemos participación.
Chocano une sus súplicas a La Torre, y al fin consigo salvarlos. Don Roque Sáenz Peña, mudo, no habla, no despliega sus labios; pálido se aguanta, ¡y se aguanta!
En esos momentos, varios soldados persiguen a tiros a unos infelices, y éstos se precipitan por una puerta que existe en el suelo, nuestros hombres llegan y hacen fuego. La Torre y Chocano, que ven aquello, gritan:
-Por Dios, no hagan fuego; ésa es la Santa Bárbara del Morro, la mina grande; hay más de 150 quintales de dinamita; está llena de pólvora y balas; ¡va a estallar!
La tropa se detiene, y ante la declaración de La Torre, que es el jefe de Estado Mayor enemigo, comprende la suprema necesidad de salvar a esos prisioneros, y se tranquiliza.
Las geremiadas de los prisioneros peruanos continúan, y solícitos a todo, dan muestras de miedo, pero de mucho miedo.
Don Roque Sáenz Peña sigue tranquilo, impasible; alguien me dice que es argentino; me fijo entonces más en él; es alto, lleva bigote y barba puntudita; su porte no es muy marcial, porque es algo gibado; representa unos 32 años; viste levita azul negra, como de marino; el cinturón, los tiros del sable, que no tiene, encima del levita; pantalón borlón, de color un poco gris; botas granaderas y gorra, que mantiene militarmente.
A primera vista se nota al hombre culto, de mundo.
Más tarde entrego mis prisioneros a la Superioridad Militar, que los deposita, primero en la Aduana, y después los embarcan en el Itata.
Relato del Teniente chileno del 4º de Línea Carlos Aldunate Bascuñán
«Pertenecía a la 1. ª del 1. º; mi capitán La Barrera era todo un valiente; Ricardo Gormaz, veterano del 4. º, ejercía de teniente; como subteniente de mi compañía, y en orden de antigüedad, servíamos el Maucho Meza, yo y Julio Paciente de La Sotta. Esa mañana teníamos 93 hombres, de capitán a tambor; la jornada había sido muy dura, muy cruda; nosotros perdimos ahí diez o doce hombres muertos, y los heridos de la 1. ª alcanzaron a 22. De la Sotta y Meza quedaron como arneros. Sólo mi capitán, Ricardo Gormaz, y yo, estábamos ilesos.
Nuestras clases habían peleado bien; el 1. º Jara y los sargentos Domingo Sepúlveda, Juan Francisco García, todos se habían conducido admirablemente.
Mi comandante San Martín cayó cerca del Morro, al salir del último bajo; la tropa lo supo, y los polvorazos, minas o la muerte de mi comandante, se decía que había perecido, enfurecieron a todo el mundo.
En estas circunstancias, después de 45 ó 50 minutos de pelea, llegamos al centro de la Plaza del Morro; me acompañaban cuatro o cinco soldados y un sargento; a mi retaguardia corría todo el regimiento.
No en el mismo centro, un poco cerca de las piezas que daban al mar estaba Bolognesi, don Juan Guillermo Moore, vestido de paisano; Espinosa, chiquito, y otros jefes peruanos más.
La tropa, obediente a mi voz, se detuvo y rodeó a los comandantes enemigos.
Bolognesi se dirigió a mí y me dijo:
-Estoy rendido; no me mate, que estoy herido; ¡soy un pobre viejo cargado de hijos!
En el acto contesté:
-Los oficiales chilenos no matan a los heridos ni a los prisioneros.
Bolognesi, en señal de rendición, gritó a los suyos:
-¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego!
Sobre la marcha, recibí de manos del coronel don Francisco Bolognesi, su espada, y del capitán Espinosa, la suya.
Esas armas las poseen hoy, don Juan Miguel Dávila Baeza, la de Bolognesi y la familia de mi capitán don José Losedano Fuenzalida, la de Espinosa.
Don Juan Guillermo Moore, Bolognesi y Espinosa, fueron inmediatamente puestos bajo custodia, para librarlos de la furia de los soldados que no querían dar cuartel.
Yo continué mi camino, acompañado por mi sargento Briones y tropa de mi compañía, y en demanda de otra situación.
Por desgracia, habiendo cesado el fuego y dándose por todos la orden de no continuarlo, y estando rendido aquel poderoso reducto, un infeliz soldado, dicen algunos, ¡jamás se sabrá quien fue, creo yo, hizo reventar uno de los grandes cañones de la batería del mar!
Esa felonía volvió loco a todo el mundo, y a nadie se perdonó entonces la vida.
Más tarde pude ver juntos los cadáveres de Bolognesi, Moore y otros que no recuerdo. Bolognesi tenía roto, destapado el cráneo de un culatazo.
La tropa, furiosa, los mató estando rendidos».
Carta de Manuel Salazar, Soldado peruano del Batallón Artesanos de Tacna
Barranco, junio 22 de 1909
Señores Editores de El Comercio:
Sobreviviente de la épica jornada de Arica que alumbra nuestra historia con resplandores de gloria, he leído con emoción la defensa que hacen ustedes de mi inolvidable jefe, héroe coronel don Francisco Bolognesi, agredido después de su noble martirio por un escritor chileno que pone en labios de mi coronel frases jamás expresadas.
Quiso la fortuna que me enrolase para defender a mi Patria en el batallón Artesanos de Tacna, comandado por el señor coronel don Marcelino Varela, en la 6ª. Compañía a orden del capitán don Pedro Vidaurre, y nos cupo defender la 1ª. batería del Este. Como a las 9 a. m. nos replegamos al Cuartel General, donde al lado del coronel don Manuel de La Torre se hizo la última resistencia.
Al llegar al lado izquierdo, dirigidos por el capitán don Luis Benavides, ayudante del comandante don José Joaquín Inclán, y antes de ser herido pude ver (y lo recuerdo con exactitud) que los soldados chilenos que avanzaban por las cuchillas del Cerro Gordo llegaban al Cuartel General, en donde se inició una lucha cuerpo a cuerpo. Al grupo donde estaban el señor coronel Bolognesi con el Capitán de Navío Moore, rodeaban en estrecho perímetro algo así como mil soldados chilenos que se estrecharon a la bayoneta con los de la primera fila. Rota ésta en un desorden espantoso en que se confundían gritos de ¡VIVA EL PERU! y Chile, los ayes de las víctimas y mil imprecaciones, y estando yo como a diez pasos de mi coronel Bolognesi, éste, revólver en mano disparó sobre la masa chilena. Cayeron heridos, lado a lado, el coronel Bolognesi y el capitán Moore.
Yo, sin apercibirme de que había sido herido en el cuello, disparaba contra el grupo. El coronel Bolognesi disparaba con su revólver intentando levantarse, y dándonos ánimo para continuar peleando, volteando hacia mi exclamó: “¡No hay que rendirse! ¡Miserables! ¡Viva el Perú!”. El mayor Blondell que estaba a su lado haciendo fuego con un Winchester, repitió las mismas frases cayendo muerto instantes después.
Cuando ya todo era un campo de muertos, el soldado de mi Compañía Pascual Méndez y los sargentos Carlos Rodríguez y Jorge Salgado del Granaderos de Tacna, nos trenzamos a bayonetazos con los de la primera fila chilena. Yo logré atravesar al chileno que me acometió, que era joven como de veinte años, el que alcanzó a herirme el hombro con su bayoneta. Al caer desangrado por ésta y la anterior herida, ya mi coronel Bolognesi estaba muerto. Un chileno avanzó y le arrancó la presilla del hombro izquierdo. En este acto de violencia, el cadáver de mi coronel fue movido hasta quedar casi sentado, desplomándose enseguida; otro soldado chileno, entrado en años, le puso el pie sobre el brazo y le arrancó la otra presilla del hombro derecho.
Un oficial de las fuerzas enemigas daba, en medio del vocerío, las voces de “alto el fuego”.
Es pues, completamente falso el relato del articulista chileno que calumnia al héroe del Morro haciéndolo aparecer como pidiendo piedad. El coronel Chocano, segundo jefe de mi batallón, fue también testigo de estos hechos. Esto es lo que he visto hasta el momento en que por efecto de las heridas perdí el conocimiento, encontrándome al volver en mí en el hospital de heridos.
Ruego se dignen publicar la presente como restablecimiento de la verdad histórica.
Manuel Salazar
Soldado peruano del Batallón Artesanos de Tacna
Barranco, junio 22 de 1909
Escrito del Sargento peruano Dionisio Vildoso
A la una de la mañana llega el jefe de día, coronel Marcelino Varela, a la primera batería del Este Cerro Gordo a decir a los capitanes que en esta madrugada era el asalto. Él, como jefe del Batallón de Artesanos de Tacna N° 27, que era el que guarnecía la batería dio órdenes que tres compañías quedaran adentro, 1°, 2°, 3°, y 4°, 5°, 6° salieran afuera, para impedir que se nos encorralara. Una vez afuera las tres compañías nos desplegamos en guerrilla desde la puerta de la batería hasta el primer parapeto que queda entre el fuerte y Cerro Gordo y quedarnos cada uno en su puesto esperando al enemigo.
El enemigo apareció entre oscuro y claro más oscuro. En este momento rompen los fuegos los centinelas perdidos y se generalizó en las dos baterías. A un principio no nos hacían daño porque nosotros quedábamos en altura y nosotros en cambio les hacíamos muchas bajas y en estos momentos se nos viene un jefe chileno a caballo y lo vi desaparecer muy pronto, él y el caballo. Después supe que era el comandante del 4° de línea San Martín. Conforme iba aclarando nos principiaron a hacer muchas bajas en nuestras filas y nosotros principiamos a retirarnos al primer parapeto de la coronación N. del Cerro Gordo, que también había otra trinchera. Aquí nos sostenimos bastante rato. Ya íbamos quedando muy pocos.
En esto llegan los coroneles Manuel C. de la Torre y el Jefe de la plaza coronel Francisco Bolognesi y nos dicen «Hijos un momento más, un momento más», y se dirigieron a una casucha que está al lado del parapeto donde estaban los aparatos de las minas. En esos momentos toman la primera trinchera que habíamos dejado la toman los chilenos y también salen de la casucha los coroneles Francisco Bolognesi y de la Torre y nos dice «Hijos: estamos perdidos, no dan fuego las minas» y nos retirábamos para el morro.
Bajábamos Cerro Gordo cuando subían refuerzos, parte del Batallón Iquique y parte del Batallón Tarapacá. Al mando del jefe de la 7ª División Alfonso Ugarte, y el comandante Sáenz Peña, el comandante Carrego. En este lugar nos unimos y seguimos haciendo fuego en retirada al morro para tomar posesión del parapeto que está a la entrada del morro. Nos reconcentramos todos los jefes y tropa. Aquí se hizo el último esfuerzo y aquí ví de muerto al coronel Ramón Zavala, y herido a mi primer jefe Marcelino Varela. En este grupo estaba el coronel Alfonso Ugarte que llegó momentos antes con su División a protegernos. De ahí nos retirábamos los pocos que quedábamos al centro del morro siempre haciendo fuego. Los chilenos avanzaban por ambos costados de Cerro Gordo y por la coronación del mismo.
Llegamos al plano donde estaban los cañones. Yo llegué al mismo borde del morro y retrocedí inmediatamente al ver el abismo que no se veía más que el mar. Regresé a donde estaban los estanques de agua. De ahí veía entrar a mis compañeros al cuartel de los artilleros en compactos, porque los chilenos venían muy cerca haciendo descargas cerradas al cuartel. En este momento dice un sargento de mi Batallón, Fabio Corrales, primero Vildoso el mayor Blondell está herido en el asta de la bandera, me fui a verlo y era cierto. Lo vi que estaba abrazado de la asta y herido no pude prestarle auxilio, porque este momento nos cruzaron los chilenos que venían haciendo una tremenda gritería y sigue la carnicería en el cuartel.
En este momento aparece el coronel Alfonso Ugarte en su caballo con una bandera peruana gritando “Muchachos, ¡Viva el Perú!” y echaba las espuelas a su caballo y desaparece en el abismo. Mi compañero ya estaba herido y a mí me dieron un culatazo para hacerme botar el rifle y quedé prisionero desde este momento. Los chilenos seguían matando a los que se adentraron al cuartel y corría sangre por debajo del entablado porque el piso queda en alta.
En esto llega el coronel Manuel C. de la Torre a la plataforma de los cañones y lo veo que hace una maniobra y hace volar uno de los mejores cañones. En eso llega un oficial chileno y habla con el coronel y le dice que ya ha concluido y hasta cuando siguen matando y gritando “Mueran los cholos”. Unos cuantos minutos más empiezan a juntar los pocos que había por distintas partes y los que quedaban con vida en el cuartel y nos hacen formar en hilera de a dos delante del cuartel. Yo calculo que habríamos entre todos cuarenta oficiales y tropa y nos hacen desfilar para la parte del sur. Ya sabíamos que era para fusilarnos porque sabíamos desde días antes que no teníamos cuartel.
Ya marchábamos por frente del cuartel y llegábamos a los cuartos de los oficiales. Veo con sorpresa a nuestro jefe de la plaza Coronel Francisco Bolognesi muerto y sin ropa exterior, caído de espaldas, con un balazo en el pecho y el cráneo destrozado desde la parte de la ceja. Calculo yo que está herida ha sido después de caído, con la culata de rifle, porque las dos bolsitas de los sesos estaban a doce pulgadas de distancia del cráneo y estaban enteritas las dos bolsitas. Ahí mismo otra sorpresa: de uno los cuartos de los oficiales sale uno de los soldados chilenos con una caja de cartón bien grande y tira por encima del cadáver del coronel Bolognesi. Se destrozó la caja y se vacía un estandarte peruano nuevo, sin estrenar el estandarte. Después supe que era del Batallón Iquique el estandarte.
En ese momento el sol estaba en su apogeo y llegó a brillar. Yo vertí unas lágrimas muy tristes. Seguíamos la marcha para recibir el último premio por haber cumplido con nuestro deber con nuestra Patria. Nos hacen hacer alto en una pampita y veo que salen a caballo dos jefes, el mayor Salvo del ejército chileno y el comandante Sáenz Peña del ejército Peruano.
A los veinte minutos estaba de regreso trayendo la noticia de que no se nos afectara. Inmediatamente nos hicieron marchar para el pueblo y al pasar por el costado de la iglesia vimos una tendedal de muertos en las gradas de la iglesia que habían fusilado los chilenos. Nosotros quedamos en la Aduana presos para marchar a Chile en calidad de presos de guerra.
Carta del Ingeniero peruano Elmore a su madre
“Le aseguro, querida mamá, que hubiera querido mil veces seguir la suerte de mis compañeros, haciéndome pasar por las armas, a haber presenciado desde aquí la violencia del combate en que buena falta he hecho. La defensa estaba preparada con una red de minas que no se ha hecho estallar; los polvorazos y la santabárbara tenían sus mechas; los cañones sus cargas para destruirlos, etc. etc. y sólo un polvorazo y unos cuantos cañones han sido reventados, lo que a buen seguro no hubiera sucedido yo adentro; pues ésa hubiera sido mi misión durante el combate. De todos modos la resistencia de Arica hace honor al país y me alegro haber contribuido a prepararla llevando a cabo, aunque precipitadamente el plan que propuse a Montero”.
Para finalizar:
Como leyenda a tan fenomenal hecho solo es plausible lo que los griegos tallaron en la piedra instituida en el desfiladero de las Termopilas:
«Caminante, ve a decirle a Lacedemonia que sus hijos han muerto sin abandonar su puesto.»
Notas:
La Batalla de Wagram (5 al 6 de julio de 1809) enfrentó a los ejércitos franceses de Napoleón contra el austriaco del Archiduque Carlos en la localidad de Wagram (actualmente en Austria), en el marco de las Guerras Napoleónicas de la Quinta Coalición. El resultado final de este combate fue la retirada austriaca, para volver a enfrentarse a los franceses en Znaim (o Znojmo) los días 10 y 11 de julio de 1809.
Batalla de Waterloo (francés: watɛʁ’lo), combate librado entre el ejército francés mandado por el emperador Napoleón Bonaparte frente a las tropas británicas, holandesas y alemanas dirigidas por el duque de Wellington y el ejército prusiano del Mariscal de Campo Gebhard Leberecht von Blücher, cerca de la localidad de Waterloo (Bélgica), el 18 de junio de 1815.
Batalla de Gravelotte (18 de agosto de 1870) recibe su nombre por la villa de Gravelotte (Lorena), situada entre Metz y la antigua frontera franco-alemana. Combatieron franceses y alemanes. El campo de batalla se extendió desde los bosques que bordean el Mosela sobre Metz hasta Roncourt, cerca del Orne. Otras villas con papel importante en la batalla fueron Saint Privat, Amanweiler o Amanvillers y Sainte-Marie-aux-Chênes, todas situadas al norte de Gravelotte.
Por:
Fuente:
Centro de Estudios Histórico Militares del Perú, Lima, Perú
Fuente de la carta de Elmore: Gerardo Vargas Hurtado. 1921. La batalla de Arica. 7 de junio de 1880. Lima: Imprenta Americana, página 108.
Lynch, Patricio. 1882. Memoria que el Contra-Almirante D. Patricio Lynch, Jeneral en Jefe del Ejército de Operaciones en el Norte del Perú presenta al Supremo Gobierno de Chile. Lima: Imprenta Calle Húsares de Junín Núm. 255.
Molinare, Nicanor. 1911. Asalto y toma de Arica: 7 de junio de 1880. Santiago de Chile: El Diario Ilustrado.
Universidad de Chile. 1881. Anales de la Universidad de Chile. Año de 1881. Agosto de 1881. Tomo LIX. Santiago de Chile: Imprenta Nacional.
Varas, José Antonio, ed. 1884. Recopilación de leyes, órdenes y decretos supremos concernientes al ejército, desde enero de 1878 a fin de 1883. Tomo VI. Santiago de Chile: Imprenta de R. Varela.
Vicuña Mackenna, Benjamín. 1881. Historia de la Campaña de Tacna y Arica 1879-1880. 2da. ed. Santiago de Chile: Rafael Jover Editor.
Vargas Hurtado, Gerardo. 1921. La batalla de Arica. 7 de junio de 1880. Lima: Imprenta Americana.
Espinosa, Manuel I. (1980). «Parte oficial de la Comandancia de la batería del Morro». Recopilación de Partes y Documentos de la Guerra del Pacífico. p 212-214.
Testimonio del sargento peruano Dionisio Vildoso sobre la toma de Arica
Ekdahl, Wilhelm. 1919. Historia Militar de la Guerra del Pacífico entre Chile, Perú i Bolivia (1879-1883). Tomo II, cap. XXII
http://www.ejercito.cl/asalto-y-toma-al-morro-de-arica.php
Galvarino Montaldo D. “Infantes de La Patria”, anuario 1991.