Dueño del mar, Chile prepara la invasión terrestre. Tarapacá se alista en medio de la quiebra de las finanzas peruanas y del egoísmo monstruoso de su clase dominante. El relato sigue siendo el del chileno Benjamín Vicuña Mackenna.
Insondable fue el desaliento que causó en todas las clases del Perú la pérdida del Huáscar.
La constante fortuna y la segura impunidad del monitor peruano, exagerando sus cualidades guerreras, habían hecho creer a todos que era invencible.
El barco había pasado a la categoría de mito, y su adalid (líder) a la de un verdadero semidiós.
Llevado su nombre en alas de la fama, especialmente a las regiones americanas en que Chile no era amado, el contralmirante Grau había sido ascendido a la condición de los inmortales antes de sucumbir, y cuando un trozo de fierro disipó su vida como un átomo de humo, se consagraron votos públicos en las catedrales de casi toda la América que fue antes española.
Moneda acuñada en 1924 instando a la reconstrucción de un gemelo del buque masacrado en Angamos.
Más práctica y más generosa su patria que la de los vencedores, no se contentó con pomposas cartas de duelo, con decretos y enlutados catafalcos de cartón, sino que otorgó a la viuda del héroe una valiosa casa que había sido la del antiguo Consulado español, y más tarde la morada del general O’Higgins a pocos pasos de la plaza principal de Lima, calle de Espaderos.
Fueron particularmente curiosas a este respecto las características e inevitables cartas y proclamas de condolencias que, aprovechando la ocasión, expidió el presidente y capitán general de Bolivia quien compartía su amor a la cerveza con el de la fraseología de las loas; espumas en uno y otro caso.
Llevó la fatal noticia a Arica, la sino cobarde, acobardada tripulación de la Unión, perseguida por transportes, y si bien en lengua balbuciente, el capitán García y García intentaba describir el heroísmo preliminar del abandonado Huáscar, y tal cual él lo divisara a cómoda distancia, se le atajaba de seguro la ponderación en las fauces porque el heroísmo ajeno no socorrido es un dogal para quien lo viera y lo cuenta.
Comunicó ese mismo día (9 de octubre) la noticia a Lima por un breve despacho en que todavía daba paso a ficticia esperanza el general Prado. La noticia definitiva de la captura del Huáscar se tuvo en Arica solo en la mañana del 12 de octubre por el vapor del sur.
En el telegrama en que la nueva se comunicó a Arequipa por el coronel don Aquiles Méndez se decía que el Huáscar había peleado siete horas, y en seguida estallaban estas exclamaciones a manera de salmo.
¡Honor al bravo Huáscar en la mansión de los héroes, donde sus valientes tripulantes habrán recibido de Dios el premio de sus virtudes militares!
Gloria al honor de la Patria enaltecido por un puñado de valientes que serán imperecederos con la gratitud nacional.
En cuanto a la impresión causada en Lima, he aquí el sumario telegráfico de las noticias que trajo el Bolivia, vapor que llegó del Callao a Valparaíso el 22 de octubre:
«El día 9 principió a circularse en Lima la noticia del combate Angamos.
Al principio se limitaron a decir que se había trabado un combate entre los buques peruanos y los chilenos, y se dio solo como probable la pérdida del Huáscar.
El día lo se confirmó la captura del monitor. Hubo grandes trastornos, cierra puertas, y las tropas amotinadas pedían la cabeza de Prado. El prefecto del Callao negó la noticia; y publicó que el Huáscar se había salvado haciendo volar el Cochrane.
El Comercio del día 11 dice:
Hoy han hecho dimisión de las carteras todos los ministros de estado.
» Los pasajeros del Bolivia ratifican esta noticia del cambio ministerial.
La prensa de Lima, en general, recomienda la calma.
La Tribuna ataca a Prado y al gabinete.
El presidente La Puerta se hallaba en conflicto.
El cambio en Lima estaba a 150.»
Se creía a nuestra escuadra por el norte, había con tal motivo alguna alarma. El general Prado estuvo en Arica a bordo del vapor Bolivia para indagar por sí mismo lo que ocurría en el norte. (Daza esta muy abatido).
Pero en carta intima al coronel Suárez, que más tarde fue sorprendida, el presidente del Perú Mariano Ignacio Prado desahogaba la congoja de su ánimo y presagiando oscuro porvenir para sus armas diseñaba a su confidente con sombríos colores el presente.
He aquí su propio y amarga confesión:
Arica, octubre 9 de 1879. Señor coronel Don Belisario Suárez.
Mí apreciado amigo:
Ha fondeado la Unión en la mañana de hoy y comunica que a las 10 a. m. de ayer dejaba al Huáscar batiéndose en medio de los dos blindados enemigos frente a la costa de Mejillones de Bolivia.
Todo hace presumir que hayamos sufrido un contraste de incalculables proporciones, atendido el superior poder de las naves enemigas y la situación en que el Huáscar se hallaba, y solo alimentamos vagas esperanzas que seguramente vendrá a disipar el vapor que debe llegar próximamente del sur.
Si hemos perdido el buque, corno consecuencia de la guerra, en donde uno de los combatientes tiene que sucumbir, nuestra inferioridad marítima se acentúa más, y entra ahora lo más crudo de la campaña, pues debe suponerse, que alentados los chilenos por este triunfo, se lancen decididamente a agredirnos en nuestro territorio.
Hay, pues, que vivir prevenidos a todas horas y, retemplando nuestro valor en el contraste que nos ha sobrevenido, procurar tomar la revancha cuando el enemigo se presente a combatirnos.
Nada debe descuidarse, es preciso no descansar ni un momento, tomar las medidas que las circunstancias exigen, y aprestarnos sin que nada nos falte para la hora del combate que probablemente ya se acerca.
Confío en su sagacidad para que al divulgarse allí la noticia, no produzca malos efectos en los ánimos, a los cuales debe retemplárseles y aumentar, si es posible, el valor.
Con particular afecto me repito de usted su afectísimo amigo y S. S. Prado.
» Por supuesto, y conforme a inevitable costumbre en el Perú, el general Buendía y el prefecto López Lavalle, echaron en Iquique su proclama al mismo tiempo que lanzaban la suya Prado y Daza en Arica y en Tacna. Y todavía más, Buendía echaba dos proclamas a su modo.Una al ejército peruano solo y otra al ejército peruano aliado con Bolivia. Las proclamas de Buendía tienen fechas 13 de octubre y las de López Lavalle del 14.
No era menos explícito para valorizar la situación el honrado coronel tacneño o don José Joaquín Inclán, el mismo pundonoroso jefe que más tarde ofreciera a su patria el tributo de su vida en el morro de Arica.
«La catástrofe del Huáscar, escribía el 26 de octubre al coronel Suárez desde Tacna, donde aquel jefe había ido a dar sepultura a su recientemente fallecido padre, ha herido profundamente el sentimiento nacional, y como sucede, particularmente el vulgo encuentra consuelo en cargar sobre alguno la responsabilidad de un suceso desgraciado.
En esta ocasión lo hacen pesar sobre nuestro amigo el general Prado, inventando la maledicencia las calumnias más infames y anti patrióticas al respecto. El general está enfermo física y moralmente por la catástrofe y sus consecuencias. Necesito alentarlo, pues las operaciones no deben tardar«.
Y más adelante, divisando llevar con certidumbre la invasión chilena, el leal Inclán, agregaba en esa misma carta, interceptada más tarde en Peña Grande, estas palabras de fatídico eco entre soldados:
«A pesar de que los chilenos no han obrado con la actividad que se esperaba después de la catástrofe del Huáscar, creo que muy pronto principiarán las operaciones activas. A unos y otros nos conviene, tanto porque se van agotando los recursos cuanto porque la estación de verano es funesta para el ejército«.
Los jefes peruanos tenían a la verdad razón sobrada para temer.
La puerta de su patria había sido derribada; el camino estaba franco, roto quedaba el prolongado encanto; y quitada del pecho del agresor la coraza y la niebla, la espada vengadora de Chile no tardaría en atravesar junto al corazón la débil malla. Las abultadas hazañas del Huáscar no habían sido entretanto parte para conmover la antigua molicie (comodidad) de Lima, sino antes bien para adormecerla con pomposos ensueños. La ciudad, más que el país, se hallaba gobernada por un anciano, el vicepresidente don Luis La Puerta, hombre probo (honrado) pero sin bríos (energía).
El congreso funcionaba desde el 24 de abril pero no como estímulo y vigilancia sino como obstáculo.
El ministerio impopular ante el país, y aborrecido como impersonalidad en la Cámara de Diputados, a su vez desprestigiada, entre los anhelos de la dictadura plebiscitaria, que tan en boga había estado el año precedente, y la importancia de su propia nulidad dejada a descubierto por el odio.
«Un gabinete, decía poco más tarde, reuniendo esa deplorable situación un sagaz clérigo peruano, no falto ni de patriotismo ni de talento, un gabinete cuya mayoría era la personificación de un régimen político sin porvenir gobernaba en Lima a nombre del antiguo jefe cuyas dolencias físicas atestiguaban su avanzada senectud.
Vicepresidente Luis La Puerta
Prado y La Puerta eran las dos columnas que sostenían el edificio de la constitucionalidad. No estaban solos: desde el 24 de abril se hallaba reunido el congreso en sesiones extraordinarias, y a la sombra de la guerra exterior cada cual se empeñaba en hacer política de partido.
Teníamos al frente un enemigo que acechaba nuestras discordias, que hacía esfuerzos para disolver la alianza por la traición, y fomentábamos la anarquía. El congreso no tenía la confianza del país, las necesidades de la guerra habían hecho posible su permanencia, pero él nada hacía por satisfacer esas necesidades.
La Cámara de Diputados no excusaba ocasión o pretexto para acentuar o irritar su oposición al gabinete, y el gabinete no ocultaba el profundo desdén que le merecía la Cámara.
Eran esos los antiguos odios de partido: el partido constitucional no quería dejar pasar esta oportunidad propicia para el logro de sus planes en las primeras elecciones, y el partido de los plebiscitarios, cuya presencia en el poder era una de las anomalías de la situación, no perdía de vista las posibilidades de un rompimiento que sobre la base del congreso impopular hiciera expedita la disolución de las cámaras. Así pasaban las semanas y los meses; así se jugaba cruelmente con los sagrados intereses de la patria; así se la entregaba maniatada e inerme al rigor del destino.
No había sido posible conseguir en todo inundo ni un centavo, ni una lancha.
Los comisionados del gobierno paseaban las autorizaciones por todas partes, y nadie quería prestarle al Perú.
Los mismos comisionados no se entendían entre sí, y vivíamos de quincena a quincena en la alternativa de ilusiones y desengaños, de alegres ilusiones y de tristes desengaños.
El ejército del sur carecía de vestuario, de abrigo, de armamento, de municiones, y muchas veces faltaron los víveres y el agua. Esta desorganización administrativa era tanto más deplorable cuanto más dispendiosos eran los gastos de la guerra, y como consecuencia inevitable del desorden en la administración, sobrevino la relajación en la disciplina y la moral«.
(Artículo publicado en la Sociedad de Lima del 14 de febrero de 1880.)
Se agregaba a esto que el caudillo Piérola, siempre turbulento pero siempre solapado, soplaba desde su retrete de abogado cesante y de su cuartel en acción la llama de la intestina revuelta.
Se había disfrazado con la casaca de comandante de un cuerpo de la guardia nacional, que solía hacer la parada de las procesiones y del sahumerio en las calles de Lima; pero en el fondo de su mente inquieta, su existencia, su ensueño y su venganza eran únicamente proseguir y llevar a cabo la conspiración de que desde hacía diez años traía su espíritu y su cuerpo completamente saturados.
Tan cierto era esto, que desde los primeros días de la guerra, un diario extranjero (Le Crédit National de París del 19 de abril de 1879), estudiando la cuestión financiera del Perú, se expresaba en los términos siguientes:
«El Perú no solamente tiene una guerra estéril con Chile, sino que está amenazado también de una guerra civil. El antiguo ministro de Hacienda, Piérola, se halla hoy más que nunca en vísperas de llegar al poder, él que siempre ha protestado contra la ruina de su país, en otro tiempo tan rico, proverbialmente la tierra del oro«.
Por su parte, un personaje arequipeño, pero antiguo y versado politiquero de Lima, que había sido en 1878 plebiscitario como Suárez, compendiaba aquella embrollada y mezquina situación que tan vivo contraste hacía con la magnanimidad parlamentaria de Chile, en el párrafo siguiente que extractamos de carta íntima y capturada que tiene la fecha de Lima, agosto 23 de 1879, y la firma de don Manuel F. Benavides:
«Aquí todo sigue lo mismo. A cada rato se levantan borrascas entre las Cámaras y el Ministerio de Hacienda, pero que se calman por sí solas, cediendo las más veces las Cámaras. Con solo estar Químper en contra de la emisión de billetes y tieso con los civilistas, se ha formado grande popularidad. Con todo, no le respondo de que pueda sostenerse«.
La hacienda pública era, en efecto, en el Perú, como de antiguo y desde el tiempo de los virreyes mismos, el gran escollo de la situación, porque nada había previsto contra la prodigalidad, ni nada había seguro contra el hábito se-cular de la dilapidación pública e individual.
Al desteñido e incapaz pero honrado ministro lame, simple empleado superior de aduana encargado de refrendar decretos, había sucedido un joven enérgico, creador y resuelto, don José María Químper, arequipeño como la gran mayoría de los hombres de Estado del Perú; pero como hubiese sido franco y varonil adversario de la política del presidente Pardo, encontraba entre los civilistas, herederos y usufructuarios de aquella en el Congreso, la más reacia y antipatriótica oposición de mayoría. Agravó este estado de cosas una circunstancia no prevista y dolorosa que puso el nombre del Perú en la picota de las naciones y arrojó los últimos restos de su crédito fiduciario en los abismos del pánico público. Sucedió esto de la siguiente manera.
Había celebrado el ministro Químper en sus apuros cotidianos un empréstito con el entonces bien reputado Banco Nacional del Perú, cuyo presidente era el conocido millonario Derteano, y aunque el monto de la negociación no era excesivo (apenas 1’360,000 soles) se hizo con crecidos descuentos, entregando el prestador solo 400,000 soles al contado. En el total del préstamo y del anticipo, estaba incluida y computada la suma de 220.000 soles que esa casa de crédito había prestado al gobierno, junto con otros bancos, al estallar la guerra.
Pero mientras se llevaba a cabo tan apurada operación, se descubrió por algunos de los accionistas y directores del banco prestamista, que éste se hallaba en vergonzosa quiebra, habiéndose verificado durante los cuatro últimos años, con la complicidad de su presidente y de sus principales empleados, emisiones fraudulentas de billetes hasta por la enorme suma de 2’186,000 soles.
Llevado este deplorable asunto al congreso en sesión secreta el 23 de agosto, transcurrió por las más guardadas rendijas de la codicia aquella misma noche al público, y fue tal el espanto y la indignación de la ciudad, que el presidente La Puerta, notorio en su país por su acrisolada y enérgica honradez, mandó en altas horas reducir a prisión a los culpables. Quedó sometido a tan precaria condición el erario (bienes) del Perú con este golpe mortal, que debió parecer a su ministro, ingente caudal, un recobro conseguido, por expreso emisario del gobierno en Costa Rica, devolución que en días de opulencia habría sido una migaja (159,250 soles, de los cuales solo 27,454 soles fueron pagados en junio al contado) que ahora alcanzaría apenas para el rancho de una semana, tasado parsimoniosamente al ejército de Tarapacá.
Se vio de esta suerte el combatido ministro, a la postre de indecibles apuros, reducido a declarar públicamente que el erario público se hallaba más o menos en la misma condición que las arcas del Banco Nacional del Perú, y sobre este acto de ineludible franqueza cayó en la sesión que la Cámara de Diputados celebró el 28 de agosto el terrible voto de censura que copiamos a continuación y que fue aprobado por una calurosa mayoría sobre 81 diputados presentes. «Señor:
El ministro de Hacienda, doctor don José María Químper, ha hecho publicar oficialmente en todos los diarios de la capital una nota dirigida a las cámaras, asegurando que desde mañana viernes carecerá de socorro diario el ejército de reserva y desde el día 27 no podrá mandar contingente alguno al ejército del sur.
Dada como cierta tal aserción, el ministro señor Químper no ha podido hacer público ese dato, porque ello implica dar un aviso al enemigo. Es lo mismo que si el puerto del Callao o cualquiera de los otros de nuestro litoral, es-tuviesen indefensos y de esto se diese noticia a los chilenos. El ministro ha incurrido, pues, en el delito previsto en el inciso 3° del artículo no del Código penal que dice:
«Los peruanos que revelen al enemigo noticias o le proporcionen documentos que conduzcan a dañar directamente al Perú, cometen también delito de traición a la patria.»
Esto manifiesta sencillamente que el señor Químper ha incurrido en un delito enorme, que debe ser castigado severa e inmediatamente.
Tales consideraciones me obligan a presentar el siguiente proyecto:
La Cámara de Diputados acusa ante el Senado al ministro de Hacienda doctor don José María Químper, por haber incurrido en el delito de traición a la patria.
Dado en Lima, agosto 28 de 1879.
Manuel Yarlequé.
» Ocasionó, como era inevitable, la sanción de este voto la caída del ministro de Hacienda que había sostenido el primer empuje de la guerra, siendo ése, a la verdad, el único despacho que funcionaba activamente en el Perú, resumiendo en sí a todos los demás, que como molino sin agua, estaban de para a causa de la guerra. Solo el ministro Irigoyen continuaba enredando la madeja del odio contra Chile en todos los países vecinos, sin que el último, perezoso, con-fiado y económico de sueldos, se preocupase un ardite de aquella funesta propaganda tan impune como el Huáscar.
Sucedió al avezado ministro Químper, un joven diarista de indisputable talento pero arrogante y presuntuoso, que hizo estreno peregrino, presentando al congreso en su sesión del 19 de septiembre un verdadero pandemónium de recursos, a la manera de Lanmnan y Kernp, sobre sus panaceas y píldoras, azucaradas, y tanto «que los niños lloran por ellas«.
Aludimos al doctor don Juan Francisco Pazos y sus famosos quince proyectos de gabelas pre-sentados todos en un solo haz, a manera de naipe de rocambor con cartas flojas y sus respectivos «matadores». Por el primero de esos proyectos se duplicaba el impuesto de los predios rústicos y urbanos; por el segundo se gravaba la renta privada, en un país sin más rentas que las públicas repartidas a domicilio, con un diez por ciento; en el tercero se quitaba a los empleados de próximo nombramiento el 50 por ciento del primer mes del primer sueldo; por el cuarto se despojaba de sus rentas a los municipios que en el Perú se llaman consejos entrando el gobierno a administrarlas; por el quinto se gravaba la propiedad con uno por ciento, sin contar con que la renta estaba ya doblemente impuesta; por el sexto se decretaba un 15 por ciento a las futuras herencias intestadas; por el séptimo se suprimían todos los empleos fiscales en Europa; por el octavo se ponía en venta todos los bienes inmuebles de la nación, y por otro se vendían las salitreras por títulos de salitre, lo cual era pedir con una mano y devolver con otra. Se mandaba, por último, pagar en plata sonante los derechos de aduana, y por otro artículo se gravaba en 25 centavos plata el quintal de azúcar exportado, faltando únicamente que, a título de legislador y de interpretador de la voluntad de los muertos, el joven ministro aconsejase la adjudicación a la caja de la guerra de los 200 mil pesos fuertes legados por el millonario arzobispo Goyeneche a las casas de misericordia de Lima y de Arequipa.
El más singular, sin embargo, de aquellos arbitrios, ninguno de los cuales tenía base ni salida inmediata, era el noveno que prohibía los bancos de emisión y en seguida el décimo tercero que los resucitaba, creando un banco de emisión con el título de Banco Peruano, el cual comenzaría sus lucrativas operaciones prestando dos millones de soles al Erario. Tal era la situación financiera del Perú cuando fue apresado el Huáscar, y es preciso reconocer que los arbitrios del joven ministro, semejantes a los proyectiles del Cochrane, habían hecho indecible estrago en el fondo eternamente vacío de su arca.
No quitaba esto que en Lima se hicieran ostentosas paradas militares de reclutas desnudos y de voluntarios traídos en colleras de la sierra por el camino de fierro de La Oroya, siendo la más concurrida y aparatosa de todas, una celebrada en julio en la carretera del Callao, entre la Portada y la Legua, en la cual, aunque se habló de doce mil combatientes, apenas entraron en línea unos quince diminutos batallones con la mitad de ese número.
«No es jactancia mía, exclamaba, sin embargo, a este propósito en su mensaje inaugural del 28 de julio el vicepresidente La Puerta; ajena de mi carácter decir que si fuese necesario, la República en pocos días tendría en esta capital un ejército de treinta mil soldados, sin traer a cuenta otros treinta (mil?) entre peruanos y extranjeros ansiosos de concurrir a la defensa del país. El entusiasmo de todo pe-ruano por repeler la invasión del gobierno de Chile es tal, que me he visto precisado a expedir un decreto imponiendo penas severas a las autoridades del departamento que sigan mandando batallones a esta capital sin expresa orden mía, comunicada por los ministerios de guerra y gobierno«.
No estará de más agregar que la mayor parte del ejército de Lima llamado de Reserva, y que la incuria de Chile dejó crecer y convertirse de andrajos en ejército, apareciese en la revista de julio con sus trajes y ojotas de la sierra, presentándose de levita la mayor parte de los oficiales. Y habiendo observado esto un militar al presidente La Puerta, le dio el último esta respuesta que fue tan celebrada por los diarios del Perú como la de las Terrnópilas:
«No revistamos uniformes sino hombres».
Tal era la triste condición del gobierno de Lima, de sus defensas, de sus recursos y de su ejército cuando en la mañana del 8 de octubre y frente a punta Tames, arrió su pabellón el atalaya de sus costas y de sus mares, dejando perdido en el desierto de Tarapacá un ejército aguerrido y numeroso, que por el solo hecho de aquella captura y del naufragio de la fragata Independencia quedaba reducido a la más absoluta nulidad militar, y expuesto a desastrosa capitulación, mucho más radical e inevitable queda de Paucarpata.
De suerte que si el gobierno de Chile hubiera tenido un tanto más de corazón, y no se hubiera hecho sentir y predominar en su consejo la constitutiva nimiedad de espíritu del jefe del Estado, nuestro ejército de Antofagasta habría marchado directamente a Lima, y ésta habría caído en nuestras manos con la misma o mayor facilidad que en 1838. Y eso, mediante la guerra de hecho, habría durado lo que duran hoy todas las guerras, el breve ciclo de un año, siendo larga. Tiempo es, por tanto, que conduzcamos al lector a los sitios en que debería desenlazarse la primera de las diversas campañas que ha necesitado emprender Chile para vencer parcialmente a sus enemigos, cuando una sola acometida hecha de frente al corazón del Perú habría sido decisiva sino para la paz, para el desenlace militar de la guerra.
Los peruanos no habían confiado únicamente al Huáscar la defensa de su litoral, amenazado por las armas de Chile. Con más precipitación que estrategia acumularon un numeroso ejército, la flor de sus soldados, en los médanos de Tarapacá sin parar mientes en que, una vez perdido para ellos el dominio del mar, ese ejército quedaba de hecho aislado e impotente, como náufrago en isla desierta del océano. Se componía ese ejército, antes del combate naval de Iquique, que levantó el bloqueo de esa plaza durante una semana, de unos cinco mil hombres, más o menos, mal armados. Pero desde junio a septiembre se aumentó con cuatro divisiones que elevaron el total de sus fuerzas a once mil soldados de pelea.
En el momento de la rendición del Huáscar se hallaban esas fuerzas bastante hábilmente distribuidas, dada la ingrata y extensa zona en que se dilataban, abarcando con su línea de observación por el lado del mar una extensión de treinta leguas marítimas desde Pabellón de Arica a Pisagua, cubriendo con sus divisiones esparcidas en grupos las diversas caletas de aquella costa en todas partes estéril.
Las tres primeras divisiones peruanas cubrían a Iquique, Velarde desde la ciudad, Bolognesi en el Hospicio y en el alto del Molle el coronel Cáceres, dándose entre sí la mano en aquellos parajes más o menos equidistantes y un poco al sur del puerto bloqueado. La división Dávila, que antes había sido llamada de vanguardia, estaba acantonada en la Noria para, aprovechar el más barato surtimiento de agua, y la caballería había sido enviada a forrajear en los reducidos y casi agotados alfalfares de Tarapacá.
Se hallaba acantonada también en esos sitios la caballería boliviana, si bien sus jinetes, viendo el portillo abierto para la deserción, que es su hábito, cuando no el de la fuga en la planicie, se aprovechaban de continuo de la tarea de segar el pienso cotidiano para irse. A estas fuerzas originarias de la defensa se agregó a principios de julio (decreto del día 8) una quinta división formada con la base del batallón cívico de Iquique y las diversas columnas improvisadas en Tarapacá, de que tenemos dado cuenta, y si no la más veterana, era ésta la división más entusiasta del ejército peruano. Constaba de 800 plazas y era mandada por el valiente coronel don José Miguel Ríos, cusqueño, natural de Lampa, excelente hombre y mejor soldado que había sido largos años cónsul del Perú en el Para y en Valparaíso y recientemente prefecto de Chachapoyas.
El alma de esa tropa era, sin embargo, el joven tarapaqueño don Alfonso Ugarte, salitrero millonario, que por entusiasmo patrio había tomado las armas, como el coronel Ríos, para morir como él por su patria.
El jefe de la quinta división había venido de las orillas del Marañón para comandar los cantones de Ite y Sama, siendo él aquel «personaje de la capa colorada» que tanto entretuvo los anteojos de nuestros marinos en la visita que a esos lugares hicieron en el mes de agosto.
Ugarte era comandante del batallón Iquique a cuyos soldados había dado de obsequio dos buenos vestuarios. Existía en Tarapacá todavía una sexta división del Perú, y ésta fue la que a fines de setiembre trajo de Lima el general Bustamante, y convoyó desde Arica a Iquique el contralmirante Grau en su último y fatal viaje al sur. Se componía esta división del batallón Ayacucho número 2, que mandaba el coronel don Manuel Antonio Prado, sobrino del director de la guerra, y dos cuerpos provisionales de Lima y Pasco, en todo unos 1.500 hombres.
Mandaba el 3° de Lima el coronel don Pedro José Zavala, que murió más tarde en el Morro, y los Voluntarios de Paseo el coronel Mori Ortiz, de quien habremos de dar buena cuenta más adelante.
Estas fuerzas habían duplicado la guarnición de Iquique y sus alrededores, en la proximidad inminente de la invasión chilena. Tal era, tomado en su conjunto, el ejército que defendía en octubre a Tarapacá.
En cuanto a su general en jefe, a quien hoy se reprocha su pérdida, tenemos ya dicho lo suficiente, agregando ahora que se le atribuyeron por sus acusadores fáciles amores con una chilena avecindada por tolerancia en Iquique, lo que acabó de postrar en su ánimo las fuerzas que el enervamiento de los años le había reservado.
Del estado mayor, cabeza, pies y vida de los ejércitos modernos, que subsisten solo en razón de la eficacia de la provisión y de la más incansable laboriosidad de ese centro directivo, dijimos que en los primeros días de la guerra estuvo confiado al general Bustamante, el inseparable compañero de las buenas y malas horas del presidente del Perú. Pero postrado por fiebre maligna, que un escritor peruano atribuye al calor de las contrariedades, vimos en la oportunidad del caso que delegó su puesto en su segundo, el anciano coronel Benavides, hombre honrado y laborioso, buen oficinista, pero además de viejo, mediocre en todo lo demás.
Fatigado éste, a su turno, del desgreño y sin ser parte a corregir-lo, pidió su pasaporte para Lima en los primeros días de junio, y entonces hizo el director de la guerra la acertada designación del valiente y activo jefe de Infante-ría que hasta el día del combate de Iquique había comandado la división del Molle, el coronel don Belisario Suárez. En cuanto a sus aptitudes profesionales, júzganlas hoy con poca indulgencia sus propios compatriotas porque lo acusan de imprevisor, de autoritario y hasta de atolondrado.
En cuanto a las fortificaciones de Iquique, comenzaron sus estudios preliminares solo a mediados de agosto por una visita ocular del terreno, que el 17 de ese mes pasó el coronel Suárez acompañado del coronel Castañón, jefe de la artillería, cuya inspección dio por resultado la expropiación de una oficina salitrera perteneciente a un don Manuel María Pérez, en cuyo sitio se puso un cañón.
Un mes después cuatro cañones estaban colocados y todo concluido según resulta de estas noticias que publicaba El Nacional de Lima a fines de septiembre:
«Iquique, septiembre 16 de 1879.
Al fin podemos respirar. Ya no esperamos cruzados de brazos y resignados la bala que ha de matamos, lanzada de la escuadra chilena. Ahora le devolveremos bala por bala, aunque presiento que la escuadra que bombardea puertos indefensos y descarga sus cañones sobre un tren de indefensos pasajeros, no tenga la energía suficiente para presentarse en nuestra bahía, sabiendo que tenemos unos cuantos cañoncitos.
Las baterías de tierra están admirablemente bien montadas. Con unos pequeños inconvenientes se ha tenido que luchar, pero el deber hace prodigios. El general Buendía, coroneles B. Suárez y Castañón no han dado paz al trabajo, tino y actividad que requerían los lugares de defensa.
Las fortificaciones, además de los cañones traídos del norte, cuentan también con algunos sacados de la malograda Independencia. Lástima grande es que no puedan sacarse todos los demás restantes, pero es casi imposible; los ingenieros y buzos a quienes se encomendó este trabajo han desistido de su empeño, porque en ese lugar el mar está continuamente agitado, lo que hace casi imposible la aproximación de embarcaciones menores. Para el día de Nuestra Señora de las Mercedes, patrona de las armas de la república, se ha reservado el bautismo de las baterías.
Ese día habrá formación general del ejército, y ejercicio al blanco de tiro de cañón». A esto solo tenemos que agregar que en el primer ensayo los cañones se cayeron de sus cureñas o se derribaron las plataformas y muros que los sostenían. No dependía sin embargo, la buena defensa del litoral de Tarapacá, ni de los hombres, que no escaseaban, ni de las municiones que nunca fueron ni medianamente suficientes, ni de las precauciones militares del vivac y de la ronda, sino de algo mucho menos valioso en todas partes: del agua y del sustento.
Iquique, aun después de suspendido el bloqueo, estuvo sometido a una ración de 18.000 galones diarios de agua que era conducida del interior por una cañería usada antes por un empresario de salitre, (un señor Barrenechea), para conducir sus cocimientos, y al auxilio intermitente de las máquinas de resaca del puerto.
Del 1° al 9 de junio el ejército y la población sedentaria y sedienta de Iquique, recibieron para su pro-visión 160.940 galones de agua, lo que hace una proporción de 17.882 por día. Tres mil de estos correspondían a la estación militar del Molle. En cuanto a los víveres; los hubo en regular abundancia mediante una contrata de provisión de ganados celebrada por subidos precios entre el estado mayor y los comerciantes argentinos Gómez y Puch, ganaderos de Salta. Condujeron éstos algunos millares de bueyes, o más propiamente de toros, desde la República Argentina por San Pedro de Atacama y posteriormente por los derroteros de la altiplanicie, llevando a mantener hasta cuatrocientos de aquéllos a la vez en los reducidos pero suculentos alfalfares de los canchones, lechos de verduras esparcidos en diversos parajes de la pampa del Tamarugal en que la humedad reviene la dura corteza del caliche.
Puede asegurarse, sin embargo, que mediante una imprevisión que es tan inherente y congenial a nuestros vecinos como su conocida prodigalidad, el ejército de Tarapacá no tuvo jamás asegurada su subsistencia para un espacio de más de treinta días. Y por lo que toca al suministro y a la administración siempre delicada de este género de recursos, preferimos ceder la palabra a un testigo de vista, que es un peruano.
En cuanto a la provisión del ejército, dice el narrador Molina, la torpeza por parte del estado mayor no tuvo entonces ni tiene ahora sino la más solemne censura. En los primeros días del bloqueo fue muy fácil repletar los depósitos de víveres, a fin de atender a una escasez costosa que podría poner en peligro la existencia del ejército y aun la de la población misma. Entonces la fiebre de la especulación no habría invadido a los logreros y el general en jefe, con su autoridad discrecional, pudo haber ahorrado al fisco la exacción que en forma de utilidad emplearon los judaicos negociantes de Iquique; sin embargo, en nada de esto se pensó y más de una vez que nosotros condenamos semejante conducta, se nos dio la respuesta de que la manía de las economías hallaba su orden en el bufete del director de la guerra.
Pero, en fin, se hizo un acopio de víveres en el campamento del Molle, sin que pudiese llegar hasta él la vigilancia militar de un valiente y honrado: el coronel Cáceres; y
¿Quién sabe el fin de esa aglomeración de recursos que representaban en dinero los últimos sacrificios de la nación?
Quizá les cupo mejor destino que a los que devoró el incendio en el Hospicio y que sirvieron para cubrir las iniquidades del abuso y las iniquidades de la cobardía». El punto más vulnerable de la situación militar del Perú desde que comenzó la guerra era, sin embargo, aquel que había sido en el fondo su motivo: la ruina de su erario. Conforme al pacto de la alianza de guerra ajustado por las dos naciones coligadas contra Chile, el Perú había tomado el arduo compromiso de pagar con su peculio las tropas bolivianas, convertidas por este arbitrio de legiones en langostas, y podrá valorizarse este gravamen recordando que únicamente una de las divisiones aliadas de Tarapacá (la del general Villegas) consumía solo en los diarios de la tropa, a razón de 60 centavos por cabeza de soldado, 80.000 soles mensuales, los cuales, es cierto, en raras ocasiones fueron pagados. He aquí un documento que lo comprueba: «Iquique, septiembre 10 de 1879.
Dispone su señoría el general en jefe del ejército que remita Ud. a la división del señor general Villegas treinta mil soles, por cuenta de los 40,000 que le corresponden por la primera quincena del mes presente, descontándole los seis mil soles que con fecha de ayer fueron remitidos por conducto del capitán don Enrique Valdés; y a la división del señor general Villamil cuarenta y tres mil soles, cuarenta y seis centavos, valor íntegro de la primera quincena de este mes, todo conforme a los adjuntos documentos.
Dios guarde a Ud.
Belisario Suárez.
Al pagador delegado de la comisaría general.
No tenían, con todo, lugar estas mermas y estos retardos, sin las comedidas pero acentuadas insinuaciones del insaciable capitán general de Bolivia domiciliado en Tacna, para ser pagado in imtegrum por su esquilmado y siempre urgido aliado.
«El capitán general del ejército boliviano, decía en una comunicación oficial del 20 de junio, que se ha mantenido inédita, su jefe de estado mayor el general Othon Jofré, vería con satisfacción que el Excelentísimo señor general en jefe del ejército unido, dictase las órdenes convenientes para que mensualmente se pague en Iquique la suma acordada a la orden del comandante general don Carlos de Villegas«. ( Al pié de esta nota y de la remisora del general Villegas del 29 de junio en que apremiaba por el pago desde su campamento de San Lorenzo, el jefe de estado mayor Suárez se contentó con poner la siguiente providencia: junio 30 de1879.
Contéstese en los términos acordados. Suárez.) Y aquí no será fuera de lugar decir que sobre el reparto de este mismo subsidio tan vivamente so licitado, se hicieron después de la derrota cargos graves y públicos a los jefes derrotados, en los diarios de La Paz.
En el capítulo precedente de este libro hemos dado ya cuenta del estado de completo agotamiento de las arcas del Perú, cuyos directores se veían arrastrados hasta pactar con el fraude. Referimos entonces que durante el mes de agosto se había declarado la falencia del erario hasta para mantener el ejército, y a la verdad no hemos encontrado en el paciente rebusque de los papeles enemigos huella alguna de haberse enviado a la comisaría de Iquique sino dos partidas de dinero, y esto en el depreciado papel moneda que abundaba todavía en las pulperías de Lima.
Una de esas remesas fue de 64 mil soles el 14 de junio y otra que un mes más tarde llevó en persona el «pagador» del ejército Don Samuel Márquez que nunca pudo pagarlo. Ascendía ese contingente (que así se llaman en el Perú las remesas de caudales), a 300 mil pesos, pero como se anota de prisa, se vio el funcionario público que tenía aquel desastre bajo su responsabilidad, obligado a renunciar su puesto por los motivos que apunta en el curioso documento que a continuación copiamos:
Iquique, septiembre 15 de 1879.
Número 169 Señor coronel:
Tengo el honor de dirigirme a Ud., manifestándole la imposibilidad en que me hallo para des-empeñar el honroso cargo que se dignó confiarme S.E. el supremo director de la guerra.
Ud. no ignorará que la deficiencia de fondos no ha permitido al supremo director de la guerra la remisión del valor total de los presupuestos, lo que ha hecho que se atienda de preferencia al socorro del soldado, gastos urgentes de la guerra y sostenimientos de las fuerzas bolivianas. Ha sido, pues, indispensable adeudar haberes de jefes y oficiales. Algunos de estos creen que la falta de cancelaciones reconoce como causa punibles preferencias hechas por el que suscribe a determinados cuerpos del ejército.
A Ud. le consta la inexactitud de esta aseveración. Como quiera que sea, ella me ha proporcionado la malquerencia de todo peticionario a quien no he podido satisfacer, duro me es decirlo, S.E. ha dado lugar a que se hagan comentarios injuriosos sobre mi honorabilidad. Ud. comprende que quien no tiene más bien que su honradez no puede continuar en el puesto que ocupa y debe pedir, como pido, que se nombre una comisión de jefes y oficiales que examine las cuentas de caja e informe lo que sea de justicia.
Mientras accede S.E. a mi súplica, para que me reemplace y no se crea que hago renuncia de mi comisión por falta de patriotismo, ruego Ud. que recabe de su señoría el general en jefe del ejército permiso para servir en cualquiera dependencia o cuerpo del ejército, en mi condición de empleado de la nación o como teniente de batallón número 14 de guardia nacional al cual pertenezco, desempeñando mis funciones de pagador el oficial 2° don Mariano Corrales Cossío o el que Ud. crea. Dios guarde a Ud. Samuel Márquez.
Benemérito señor coronel jefe del estado mayor general del ejército.
Ardua sino invencible tarea cabía, a la verdad, al infatigable jefe de estado mayor del Perú al tratar de contener en aquel caos dentro de las vallas del deber y de la moralidad los elementos que su estrella había puesto en sus manos para hacer de ellos un ejército. Resaltan, en efecto, con frecuencia en las comunicaciones de su despacho los actos de insubordinación, las deserciones, la falta de mutuo respeto que había comenzado entre los jefes, agrediéndose con injurias los generales La Cotera y Bustamante entre sí, y en seguida el impaciente coronel Dávila con todo el mundo.
Tenemos sobre nuestra mesa copias de telegramas en que se acusa por los jefes a los telegrafistas de insolente desobediencia, y cuentas en que se cobra dieciséis soles mensuales de arriendo por una mesa y doce sillas para el estado mayor. Continuas eran, por otra parte, las riñas del prefecto civil de Iquique con el coronel Suárez y con el general en jefe por cuestiones nimias o por celos de jurisdicción, no aviniéndose ni los unos ni los otros. Ni faltaban tampoco en los cantones de los aliados gentes que manifestaran abiertas simpatías por el invasor chileno.
Aparecen al menos señalados por este delito el vice cónsul de Italia en Pabellón de Pica don Santiago Vignolo y un don Juan Harris, inglés, vecino de Palillos.
¿Pero qué decimos?
En su propia tienda iban a tentar al defensor del suelo de la patria las codicias de bastarda ambición, al paso que en Lima, un conspirador más afortunado preparaba la arena de próximos y sangrientos encuentros para asaltar el poder a nombre de la salvación pública.
¿Y cómo tal ejército así tenido, así mandado, así socorrido y así minado por la cábala y la discordia, no había de mostrar su intrínseca inferioridad sobre el que en onda compacta y nutrida iba a desbordarse sobre sus ciudades y sus villas?
Juan Francisco Pazos: el ministro de Hacienda que sustituyó a Químper.