En su imprescindible libro «Miguel Grau, marino y ciudadano» el historiador y periodista Héctor López Martínez habla de la correspondencia que el héroe sostuvo con Carlos María Elias de la Quintana y del artículo que este escribió, en octubre de 1880, en el diario «La Nación» de Guayaquil.
Carlos María Elias de la Quintana: amigo y confidente del peruano del milenio.
“El epistolario de Miguel Grau hasta el momento conocido y publicado lamentablemente disperso tiene entre sus piezas más valiosas las cartas que el héroe remitiera a Carlos M. Elias, su fraterno amigo, compadre y correligionario. En el tenor de las mismas hay muestras evidentes de la profunda y cálida confianza que existió entre ellos; de cómo compartían los mismos ideales, angustias y esperanzas en horas tan difíciles y trágicas para la patria como fueron las de la guerra con Chile.
Conociendo estos antecedentes tiene gran importancia, como testimonio histórico, un artículo publicado por Elias en el diario «La Nación» de Guayaquil, al conmemorarse el primer año del combate de Angamos.
Con evidente emoción y afecto, el autor traza en el mismo una emotiva semblanza de Grau, evocando algunas facetas íntimas del Almirante, recogiendo también opiniones e incluso confidencias que este le hiciera en torno a la marcha de la contienda.
- En el orden profesional, tres asuntos principales desasosegaban constantemente a Grau:
- El errado optimismo de la opinión pública respecto al poderío de nuestro material a flote;
- Los desaciertos del presidente Mariano Ignacio Prado en la dirección de las operaciones navales, y La certidumbre de que si no llegaban a tiempo buques y armamento de refuerzo la victoria de Chile en el mar era sólo cuestión de tiempo.
Respecto al primer punto, tanto en la Memoria de Marina de 1878, cuanto en las juntas de marinos que tuvieron lugar en Palacio de Gobierno, al inicio de la guerra, y en su ya mencionada correspondencia, oficial como privada, Grau había sido y era lúcidamente realista al prever la suerte que correrían los buques peruanos enfrentados a la escuadra chilena. Sin embargo, los infaltables estrategas de café y hasta algunos marinos, en artículos periodísticos, hablaban de una casi pareja correlación de fuerzas en el mar entre Chile y el Perú.
El equívoco llegó a tanto que se propaló en Lima la especie atribuida al comandante Salcedo que el Huáscar era tan poderoso como cualquiera de los blindados chilenos.
Grau, consultado al efecto por Elias, sentenció:
«Sólo los que no entienden nada de marina pueden decir semejante cosa, el blindaje y número de cañones indica la superioridad de los unos sobre el otro. Cualquiera de los blindados puede echar a pique al Huáscar en media hora«.
Pero Grau no sólo tenía el problema de la falta de medios materiales y de buenas tripulaciones. Sumábase a ello son palabras del héroe la «vanidad (de Prado) quien cree saber ya más de marina que cualesquiera de nuestros jefes, y da órdenes y discute asuntos profesionales con un aplomo asombroso«.
Elias en el artículo mencionado recordaba que la pérdida de la Independencia había impresionado mucho a nuestro Almirante quien le confiaba con inocultable tristeza:
¡Cuánto mal hacen en nuestro país las pequeñeces de partido!
«Si Prado, como debía, y como yo se lo indiqué tantas veces remarcaba le da el mando de la escuadra a Montero, todo hubiera marchado mejor, porque así este, como Almirante, hubiera ido en la Independencia, que era buque aparente para Estado Mayor, y el 21 de mayo la Independencia se hubiera quedado en Iquique combatiendo con la Esmeralda y a mí no se me hubiera escapado la Covadonga».
Después sobre Antofagasta concluía:
«Hubiéramos sorprendido, tomado y echado a pique los transportes con 4,000 hombres que llevaban y sabe Dios cuán distinto hubiera sido el sesgo de la campaña«.
Mariano Ignacio Prado, era notorio, desconfiaba muchísimo de los principales jefes de la Marina de Guerra, mayoritariamente civilistas. Esta sospecha, empero, demostró ser injustificada ya que todos ellos, más allá de sus legítimas convicciones partidarias, cumplieron gallardamente con su deber. Lizardo Montero, uno de los civilistas más representativos, sorpresivamente fue nombrado comandante general de las baterías de Arica. Este, en carta que le honra, aceptó inmediatamente la designación «aunque podía haber esperado le decía al ministro de Guerra y Marina que se me destinara en el puesto profesional, donde he manifestado mi patriotismo y formado mis antecedentes«.
Nosotros creemos también, por otra parte, que primó el criterio político al no darle a Aurelio García y García el comando de la fragata Independencia, ya que este había supervisado su construcción en Inglaterra y conocía y estaba tan posesionado de ese buque como Grau del Huáscar.
Miguel Grau, pues, marchó estoicamente al sacrificio. Él no podía engañarse sobre el resultado final de su patriótico empeño. Por eso cuando sus amigos le hablaban de la buena suerte que había tenido en los primeros meses de la guerra, les contestaba:
«Pues esto es lo que me extraña y a veces me asusta. Yo en todos los lances de mi vida he tenido que luchar en contra del destino, que siempre hacía nacer a mi paso dificultades para todo. Desde mi niñez si he salido bien en lo que me he propuesto ha sido después de dificultades y luchas que ponían a prueba mi carácter y mi constancia… ¡He sido fatal en todo…!».
La hora del holocausto se acercaba inexorable. El héroe se daba cuenta de que las posibilidades marineras de su buque principalmente la velocidad habían mermado sobremanera.
«Mi última expedición al sur (le decía a Elias) no tuvo todo el buen resultado que se esperaba. En Antofagasta pocas veces he visto al buque más en peligro…».
La propia salud del Almirante, pese a su legendario vigor, comenzaba a sentir los efectos de una tensión constante, de preocupaciones profesionales y personales, de presentimientos funestos que, por desgracia, muy pronto se convertirían en realidad.
«La vida de campaña (le explicaba a Elias) no tiene nada de grata, pero el deber lo obliga a uno a estar contento«.
Llegó al fin la nefasta y brumosa mañana del 8 de octubre de 1879 cuando Miguel Grau, el alma del Huáscar, aceptó el reto de toda la escuadra chilena con la seguridad de perder el combate; pero también estaba seguro de que su último deber para con la patria era conservar incólume el honor de su rojo y blanco pabellón, enseñándonos a los peruanos, con su muerte, el camino de la inmortalidad…
Fuente:
Hildebrandt en sus trece, 18 marzo del 2016, páginas 24 – 25.