En la revista «Mundial» edición del 9 de octubre de 1925, apareció esta entrevista que Edgardo Rebagliati le hiciera a la anciana viuda del héroe Miguel Grau Seminario, Dolores Cavero. En ese diálogo se revela, una vez más, la absoluta convicción que el peruano del milenio tenía de que estaba condenado a morir por su país.
Monitor Huáscar
En el día del patriótico rumor de la jormada de Angamos, yo he querido singularizar la memoria de la portentosa efemérides. He buscado recuerdos del héroe y los he encontrado bajo el techo perfumado de leyenda de la casa en que fina sus días la viuda del Almirante. Allí, guardados en un relicario familiar, están los trofeos del marino insigne.
Está la espada de oro y brillantes que las damas peruanas de Francia le obsequiaron como premio a sus sorprendentes correrías marinas, están las medallas que de innumerables ciudades le remitieron con amorosa devoción admirativa, están los anteojos que alguna vez calaron sus pupilas para avizorar en el mar la huella borrosa y negra de las chimeneas enemigas, están los álbumes en que firmas selectas de la América y corazones enardecidos le enviaban a manera de estimulantes abrazos por encima de las distancias, están sus retratos y están todos sus añorantes artilugios.
Y para que la escena evocadora sea cabal está la viuda, la que compartió el tálamo con él, la que veló su sueño, la que escuchó su aliento, la que acarició sus cabellos y lo reconfortó en las breves y ligeras horas de tregua.
Doña Dolores Cavero
Doña Dolores Cavero tiene el noble sello distintivo de las augustas damas patricias. El peso de los años no encorva todavía su figura procer ni descompone la brillantez de su cerebro.
Va y viene por la estancia, en donde mi visita se desliza, con desenvoltura juvenil. Cita episodios y determina fechas y nombres con sorprendente exactitud. Es amable, le retoza el espíritu y al observar su indiferente majestad y constatar su bondadoso interior brota arrulladora la idea de sus amores con el Almirante.
A continuación transcribimos una entrevista realizada a la esposa del Caballero de los Mares:
-¿Era de buen genio el héroe?, se me ocurre preguntarle a guisa de iniciación conversadora.
-Un hombre fino como pocos. Dulce, suave, nunca lo vi descomponerse ni poner en la casa la nota grave de su desagrado. Pero, eso sí, en su barco era tremendo. La disciplina había de cumplirse a toda costa.
-¿En qué época fue su boda?
-El año 1867. El matrimonio se efectuó en Lima en una casa de la calle de Belén.
-¿Qué graduación tenía entonces?
-Era capitán de navío.
-¿Y usted recuerda sus conversiones íntimas a raíz de la guerra?
-Él me decía que la causa del Perú no tenía muchas probabilidades de salir triunfante.
-Cuando salió del Callao a sus extraordinarias y fabulosas correrías por el sur, ¿no le daba a entender el temor de la caída?
-Él repetía siempre que los pocos buques nuestros no podrían nunca sostener un combate con los blindados chilenos. Del «Huáscar» decía que:
«Era un insignificante buquecito».
-Y sin embargo con esa nave insignificante asombró al mundo con sus proezas.
-Pero murió en Angamos y se perdió con su muerte y la captura del « Huáscar» la última esperanza nuestra en la marina peruana.
-Antes de marchar a su último viaje, ¿no dio el Almirante señal de comprender la gravedad del peligro que corría?
-Miguel sabía que la muerte iba tras de su buque y me acuerdo que antes de su postrera salida del Callao se confesó, arregló todos sus asuntos y me entregó una carta cerrada y tomándome la promesa de abrirla sólo en el caso de que dejara de existir.
-¿Y esa carta?
-Como él lo quiso, sólo fue abierta al confirmarse la noticia de su caída en el combate.
-¿Pudiera mostrarme ese precioso documento?
-En ella sólo había disposiciones de carácter familiar y poco interesante, por lo mismo, para los extraños.
-¿Cómo y cuándo supo usted de la muerte del Almirante?
-La primera noticia la recibí en mi casa de la calle de Lezcano por intermedio de Carlos Elias. Al principio sólo se me dijo que estaba herido y poco después un ayudante del general La Puerta me informó oficialmente en nombre del gobierno de la desaparición de mi esposo.
-El día de la triste noticia… ¿quiénes estaban a su lado?
-Mis hijos, mi madre y una hermana de Miguel.
-¿Recibiría Ud. expresiones de condolencia de muchas partes?
-Fueron tantas que no podría recordarlas. Venían las tarjetas de pésame de la república y del extranjero. Recibí álbumes, medallas, diversas demostraciones de adhesión a mi duelo.
-Y de reverenda a la gloria del héroe.
-Es cierto, porque todos me hablaban de él y de su heroísmo.
-Cuando lo nombraron Almirante de nuestra pequeña flota ¿se envaneció el bravo marino?
-Él era muy modesto y más discreto. Jamás quiso poner al tope de su nave la insignia de Almirante, ni aceptó usar el uniforme que le correspondía. Mi madre le obsequió una gorra cuya ornamentación respondía a su rango y él la dejó en Lima. Alguien le habló de la conveniencia de enarbolar en el «Huáscar» su insignia pero él rechazó la idea porque juzgaba sin importancia ese detalle y porque le parecía infamante que llegado el caso de hallarse el monitor frente a la escuadra de los blindados chilenos no pudiese empeñar, por su inferioridad, combate igual y victorioso.
-¿No le contaba el Almirante cuando regresaba de sus correrías algunos detalles de ellas?
-Sí, con minuciosidad.
-¿Le relató el combate con la «Esmeralda»?
-Me refirió todo el episodio de esa refriega desde que ambas naves se pusieron a la vista hasta que, espolonada, se hundió en el abismo la «Esmeralda».
-¿Qué dijo de Prat?
-Que al verlo caer sobre la cubierta del «Huáscar» descendió presuroso de la torre de comando pero que en el entrevero de la lucha no pudo llegar a él con la presteza deseada y sólo tarde cuando uno de los tripulantes del barco acababa de victimario. Grau tomó la espada y algunas prendas de Prat y poco después junto con una carta las hizo poner en las manos de su viuda.
-¿Conserva Ud. copia de esa carta?
-De la de Grau y de la contestación de aquella dama, señora Carmela Carbajal de Prat.
-Pero ¿pudo el Almirante quedarse, a guisa de trofeo, con la espada del vencido?
-También pudo dejar sucumbir en el mar a los náufragos de la « Esmeralda» y si tal cosa no hizo y si devolvió aquella espada que le pertenecía fue porque a su noble corazón le repugnaba el mal y le atraía la generosa esplendidez.
-¡Qué hombre aquel, señora!
-Admírese usted más. No sólo salvó a los náufragos y cubrió sus cuerpos desnudos. También los recomendó a su amigo Aza que fue quien recibió a los vencidos cuando se los internó en la sierra.
-¿Quisiera usted permitir a «Mundial» publicar aquellas cartas?
-¡Oh! Sí. Con el mayor placer.
Sus manos delgadas y breves envuelven ambos documentos y los ponen en las mías.
De pie me despido y al franquear la puerta del dorado salón reparo, en uno de sus ángulos, un soberbio retrato del Almirante que ocupa casi todo el alto de la pared.
Al verlo, pregunto:
-¿Es bueno por el parecido, ya que no por la calidad que se proclama sola, este retrato?
-Es Miguel tal como era.
-Pero este retrato lo muestra con las insignias de Almirante.
-Fueron cosas del pintor porque Grau no se vistió nunca así.
Fin de la entrevista.
En el umbral la despedida se consuma.
En la casa queda la ilustre dama rodeada de la amorosa memoria del héroe.
«Yo en la calle olvido el pasado y miro inquieto el presente y al ir camino de mi buhardilla periodística pienso con dolor, con angustia, con ira mal reprimida en que aún espera el Héroe de Angamos el monumento que dé fe de la gratitud de su pueblo, el monumento que tenga la grandeza correlativa a sus hazañas, el monumento que, perennizando la memoria del estupendo marino, exalte a la raza en cuyos senos bebió la vida”.
Monumento al comandante del Huáscar(Callao)