Travesías Infantiles del Almirante Grau

A los 9 años Miguel Grau se hizo a la mar. A esa edad ya supo de naufragios, motines y ballenas y se curtió como marinero.

En torno a los héroes se construyen siempre imágenes casi perfectas. Por lo general, esas imágenes corresponden a su momento de gloria o a los inmediatos a él, despojando así al hombre de su dimensión humana para convertirlo en un mito, un ejemplo a seguir. Pero no menos valiosas son, muchas veces, las enseñanzas que podemos encontrar cuando les restituimos su condición terrena.

Tal es el caso de nuestro gran almirante Miguel Grau, de cuyos años de infancia y juventud pocos se han ocupado y que constituyen, sin dudarlo, una magnífica lección para los peruanos de ésta y de las generaciones por venir.

Sin caer en excesos, podemos afirmar que a Miguel Grau la fortuna le fue esquiva en sus primeros años. Nacido el 27 de julio de 1834, fruto de la unión de Juan Manuel Grau y Berrío, un militar colombiano llegado al Perú con las tropas de Bolívar, con la piurana Luisa Seminario del Castillo, su futuro no era el más promisorio, si tenemos en consideración los rígidos convencionalismos que imperaban en la sociedad de aquel entonces. La unión de sus padres habría de durar poco y, tras el nacimiento de cuatro vástagos, cada uno tomaría caminos distintos, dejando una frondosa descendencia.

A Miguel y sus hermanos les tocó permanecer al lado de su padre, quien en sus numerosas ausencias de la ciudad de Piura debidas a su actividad comercial, les dejaba al cuidado de sus vecinos Pedro José Torres y Rafaela Angeldonis, quien era también madrina del pequeño Miguel.

En 1842, al ser nombrado vista de la Aduana de Paita, Juan Manuel Grau dejó su casa en la calle Cusco y se trasladó con sus hijos a ese puerto norteño. Residía allí un viejo amigo, el panameño Manuel Herrera, quien navegaba entre Paita y Colombia al mando de pequeñas naves. Había sufrido ya dos naufragios cuando Juan Manuel Grau puso bajo su cuidado al pequeño Miguel, para que se hiciera hombre de mar. A bordo del bergantín colombiano Tescua, cuya escasa tripulación, era de ocho hombres de capitán a grumete, se embarcó Miguel, probablemente en esa última condición, para comenzar a ganarse el pan de cada día.

En agosto de ese año el Tescua partió del puerto de Huanchaco con dirección a Buenaventura, en Colombia, pero la suerte volvió a jugarle una mala pasada a Herrera, y el bergantín naufragó a la altura de la isla Gorgona. Para entonces Miguel tenía apenas nueve años. A pesar de esta experiencia que resulta traumática incluso para hombres curtidos en el oficio marinero, Miguel volvió a embarcarse con Herrera en marzo de 1844, quien en esta ocasión tomó el mando de la goleta Florita, de apenas 45 toneladas. Según referencias un tanto imprecisas, durante los tres meses que permaneció en Paita, tras retornar de su naufragio, Miguel asistió al colegio que dirigía José Nieto.

Grau navegaría dos años más al lado del capitán Herrera en la referida goleta y en el bergantín Josefina, tocando los puertos de Panamá, Buenaventura, Paita, Huanchaco, Huacho y Callao. En noviembre de 1846, mientras Herrera intentaba competir con los vapores que habían comenzado a cubrir la ruta a Panamá, Miguel inició una nueva aventura.

Por entonces llegaban a Paita numerosos buques balleneros de diversa procedencia, donde hacían algunas reparaciones, tomaban víveres y agua fresca, desembarcaban enfermos y tomaban algunos tripulantes. Con sólo doce años, Grau se embarcó en el ballenero norteamericano Oregon.

Gracias al diario de esta nave, conservado en el Kendall Whaling Museum, conocemos algo del heterogéneo grupo humano que componía la tripulación. La nave había partido de Fairhaven en junio de 1845 con catorce hombres y retornaría a ese puerto en enero de 1849, luego de cuarenta y cinco meses empleados en cargar sus bodegas con esperma, aceite y barbas de ballena. A bordo se hallaban tripulantes portugueses, peruanos, chilenos y canacas, o polinesios, que recorrieron una extensa zona que abarcó Kamchatka, Hawaii y las islas Galápagos.

Durante los veintidós meses que Grau permaneció a bordo del Oregon, al mando del capitán Theodore Whimpenny, cazó ballenas y cachalotes alrededor de las Galápagos, dirigiéndose luego a las Islas Marquesas antes de poner proa a las costas ecuatorianas, bajar luego a Tumbes y arribar a Paita el 27 de julio de 1847, día en que Miguel Grau cumplía los trece años. Zarpó dos semanas después a reanudar la caza en torno a las Galápagos y en enero se dirigió a Talcahuano. De allí partió nuevamente con rumbo a las Galápagos, perdiendo en el trayecto a un joven tripulante canaca, fallecido tras una breve enfermedad. Los balleneros de entonces carecían de médico a bordo, por lo que era el capitán quien se hacía cargo de la salud de la tripulación, lo que no ofrecía muchas garantías.

De las Galápagos el Oregon pasó nuevamente a Tumbes y de allí a Paita, donde finalmente desembarcó Miguel Grau el 17 de agosto de 1848, con catorce años cumplidos y una ya larga experiencia marinera.

Es probable que haya pasado entonces a Lima, donde residía su padre, y también que recibiera alguna instrucción formal. Un año después se embarcaba en el Callao como tripulante de un buque mercante. Hasta 1854 navegó en otros mercantes, antes de tomar la decisión de ingresar a la Armada Peruana para servir a su país.

Miguel Grau se hizo hombre en el mar, pasó largos meses alejado de sus padres y hermanos. Su familia estuvo conformada por un variopinto grupo de hombres rudos, al lado de quienes aprendió los secretos del mar, y también a sobreponerse a las adversidades. Conoció puertos lejanos, sobrevivió a un naufragio, fue testigo de un conato de motín, vio morir a un compañero, joven como él, cuyo cuerpo fue entregado al mar según era costumbre. Debió enfermar a consecuencia de una poco saludable dieta de escasos víveres frescos, galletas y agua rancia, así como por los rigores del clima en mares tormentosos.

Fueron esos años los que templaron el carácter de quien más tarde sería el gran almirante Miguel Grau, los que le enseñaron a conocer y tratar a los hombres, y cultivaron en él valores como la lealtad y la firmeza. Un papel importante en esa formación les corresponde a los capitanes Herrera y Whimpenny, quienes debieron transmitirle al niño y adolescente su pasión por el mar. Fueron, sin duda, años decisivos en su vida, que se encargaron de afirmar una vocación marinera que logró superar numerosas pruebas.

Hemos querido recordar, con ocasión de los 170 años de su nacimiento, no a Miguel Grau cubierto por la gloria de Angamos, sino al muchacho que tuvo que atravesar y vencer innumerables dificultades, pues una lucha similar a la que él emprendió entonces es la que hoy deben enfrentar muchos niños y jóvenes peruanos. Esta etapa de su vida debe ser, no menos que su heroísmo, una lección y un aliciente para las nuevas generaciones del Perú.

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*Jorge Ortiz Sotelo, Capitán de fragata en retiro. Graduado en Historia en la PUC, con estudios de especialidad en Historia marítima y naval en la Universidad de Londres, y doctorado en Historia marítima en la Universidad de Saint Andrews, Escocia. Es secretario general de la Asociación de Historia Marítima y Naval Iberoamericana y autor de Miguel Grau: el hombre y el mar (Lima, Congreso de la República, 2003).

 

Datos de los buques mencionados

Bergantín Tescua. No hay información de su tamaño. Tenía una dotación de ocho hombres.

Goleta Florita. 45 toneladas. Dotación: seis hombres.

Bergantín Josefina. 79 pies de eslora (largo) y 22 de manga (ancho), 121 toneladas, proa con tajamar y figura, popa lisa y costados volados. Dotación: nueve hombres.

Ballenero Oregon. 339 toneladas. Dotación promedio: 24 hombres.

Fuente:

caretas.pe