La miserable condición material del ejército peruano

Al señor general de división y en jefe del ejército.

 

¡Y cosa curiosa! Mientras nuestro ejército iba a enclavarse en las arenas del desierto, esperando durante seis meses y con los brazos estirados hacia el mar, diez o quince millones de cartuchos, el estado mayor peruano se contentaba con solicitar de la maestranza de Lima 250 mil tiros, de los cuales 160 mil correspondían al Chassepot peruano, 60 mil al Comblain y 30 mil a las carabinas Henry.

Todo esto lo sabía positivamente el gobierno del Perú al lanzarse a la guerra, y tres días después de declarada ésta, el diario de sus más íntimas confidencias se explicaba a este propósito en los siguientes términos:

“No ha mucho decíamos al Supremo Gobierno que el armamento del ejército, aparte de no ofrecer unidad alguna, carecía en algo de las ventajas mecánicas que es forzoso exigir de esa clase de elementos bélicos. No negamos que hay cuerpos de ejército que disponen de armas manuables y precisas; pero innegable también es que existen cuerpos de infantería y aun de caballería cuyo armamento se encuentran en deplorable estado.

La verdad de este aserto la hemos visto ratificada personalmente en el regimiento “Lanceros de Torata”, cuyas carabinas, la mayor parte de ellas de un pésimo sistema, no han sido cambiadas hasta la fecha, no obstante las reiteradas peticiones que con ese objeto hiciera su muy activo y valeroso jefe, el coronel Zamudio.

Lo que decimos del regimiento “Lanceros de Torata”, podemos decirlo también del de “Húsares de Junin”, enviado hoy, no sabemos si con el mismo armamento, al litoral del sur.

Ocioso nos parece indicar aquí cuáles serían los resultados prácticos de tan grave mal, una vez lanzados a los azares de la lucha. Basta el simple sentido común, para apreciarlos debidamente y formular en vista de ello las medidas que puedan evitarlo total o parcialmente”.

Por causas más poderosas y naturales, las municiones de boca del ejército de Tarapacá corrían más malhadada (mala) suerte que los pertrechos de su parque.

Un ejército bloqueado en las caletas de un desierto es un ejército bloqueado dos veces; y en realidad queda de hecho abandonado a su suerte, a manera de tripulación náufraga que arriba a isla rocallosa y estéril.

La principal necesidad y principal inquietud de los proveedores de aquel ejército consistía precisamente en el suministro de un elemento de vida con el cual no cuentan por lo común los ejércitos, excepto en las arenas de la Libia: el agua. Los 120 mil franceses asediados con Bazaine en Metz tenían a su disposición un río caudaloso (el Mosela), y dieron por razón de su capitulación ignominiosa, más que el hambre, la privación de la sal en sus sustentos. El medio millón de hombres armados encerrados al mismo tiempo con Trochu, en París, bebían a sus anchas el agua del Sena, del Marne y de sus numerosos acueductos. Pero en la zona de Tarapacá, para cuyos médanos espantosos la naturaleza no ha tenido jamás una sonrisa ni la noche benigna una sola gota de rocío, excepto el frígido ósculo de sus camanchacas, estas mortajas del desierto, el agua era todo porque el agua era la vida.

Y agua no había.

Al contrario, paralizadas a cañonazos las máquinas resacadoras del puerto cada vez que los sedientos iquiqueños intentaban encender sus fogones, el ejército defensor de Tarapacá se habría visto forzado a asilarse con sus fauces secas en los pozos del interior y especialmente en la región de la Noria, en que los insípidos manantiales son abundantes y someros, a no haber existido una cañería llamada de Rivadeneira, por el nombre de su implantador, destinada a conducir los caldos de los cocimientos del salitre desde el interior a la playa.

De manera que habilitando, no sin trabajo, ese cauce interrumpido por incrustaciones y casi abandonado, los soldados peruanos tuvieron, contra las previsiones de los optimistas de Chile, los medios de apagar su sed. Quedó confiado este servicio al ingeniero don Narciso de la Colina, convertido en Moisés del Tamarugal.

La ración diaria otorgada a cada individuo sobre las armas era un galón, o sea cuatro litros y medio, que es el mínimo del consumo en tales climas, incluso el aseo y el rancho. Y aun así, ocurrían todos los días desavenencias y hasta riñas en unas ocasiones porque el jefe de un cuerpo o de un destacamento había extraído de la cañería y de los estanques del ferrocarril mayor cantidad del líquido que la otorgada, y en otras porque alguien había recibido de menos. La ración del hospital era apenas de 150 litros diarios, lo que bebe y consume en Santiago una mediocre y económica familia de arrabal.

Respecto de los víveres secos, la provisión era tan escasa como el agua. Hay constancia oficial que a fines de abril el quintal de arroz valía veinte soles: el quintal de papas doce pesos y el de charqui treinta y seis soles, aumentándose en proporción el costo en el mercado.

La carne no tenía positivamente precio, y los jefes de división, fuese por regalo, fuese por hambre, llegaban a sustraerse entre sí para su consumo propio o el de su gente una vaca o un buey.

“Este estado mayor general tiene conocimiento, decía un documento oficial, de que las únicas dos reses que existían en el campamento del Molle, se las ha llevado consigo el Comandante General de la división de Arequipa, al pasar al de Noria. Como por esta causa es indispensable proveer inmediatamente de este artículo a los cuerpos de la 2° división que ha ocupado ese campamento, se servirá U.S. librar las órdenes convenientes para que sin demora se entreguen al sargento mayor graduado don Miguel Espinosa las 194 raciones ordenadas por nota de 1° del presente con su respectiva movilidad.

Dios guarde a U. S.

Antonio Benavides”.


Confirman esta dolorosa situación, de un ejército que comenzaba a padecer hambres antes de haber peleado, los estados de víveres parciales de las divisiones, porque de los que tenemos a la vista, correspondientes al cantón del Molle, donde existían acampados dos batallones, no aparece ni sustento indispensable para una semana.

No es de extrañar, en consecuencia, que el Estado mayor del ejército de Tarapacá manifestara su alarma con anterioridad al pedido de municiones y con mayor encarecimiento respecto de aquel servicio, poniendo a cubierto su gravísima responsabilidad ante el general en jefe; y esto sucedía cuando el bloqueo no había entrado todavía en el primer mes de su ciclo. El documento de que esta petición constaba estaba concebido en los apremiantes términos siguientes:

“Iquique, mayo 3 de 1879.

Me he impuesto del contenido del estimable oficio de U. S. fecha de ayer, por el que se sirve manifestarme que a pesar de las distintas órdenes que ha librado a la prefectura del departamento para la provisión de artículos de subsistencia con destino al ejército, no tiene U. S. hasta la fecha noticia alguna acerca de lo que él haya practicado.

Sensible por demás es, señor general, tener que recordar a U. S. que este Estado Mayor General, por su parte ha cumplido con el mayor celo todas las prevenciones que U. S. tuvo a bien comunicarle, en el sentido ya manifestado; porque para inteligencia de U.S. le pasé con fecha 30 del próximo pasado la contestación original del señor prefecto dada a la orden que se le comunicó por disposición de U.S. para el acopio de víveres, por lo menos para cinco mil hombres por el término de seis meses; y con fecha 1° del presente por cinco distintas notas, puse en conocimiento de U.S. las contestaciones de aquel funcionario, sobre el mismo objeto acompañándole a una de ellas en copia, el inventario de las existencias en la provisión del Molle, llamándole la atención sobre las diferencias que se advertían entre ese documento y la razón pasada en 20 del próximo pasado, por el señor prefecto.

Si a pesar que en su oportunidad esas diversas órdenes no han tenido su puntual cumplimiento, como debe suponerse, porque el jefe de la provisión general no ha pasado hasta hoy ningún parte acerca de nuevos artículos recibidos, como se le tiene prevenido en sus instrucciones, no es pues porque este Estado Mayor General haya desatendido el cumplimiento de las órdenes que se le tienen impartidas, sino que el notable retardo de ellas no emanan de su autoridad sino de la del prefecto del departamento.

U.S. se dignará hacer traer a la vista los documentos a que me refiero y proceder en consecuencia como lo estime conveniente*.

Dios guarde a U. S.

Antonio Benavides”.


Al señor General de División
en Jefe del Ejército.

Solo cuando pudo restablecerse cierta corriente para el arreo periódico de ganados desde la provincia argentina de Salta mediante la agencia de un contratista de aquel pueblo llamado Puch, fue dable normalizar mediocremente el suministro de esta preciosa subsistencia al ejército.

Pero esto con enormes dificultades.

Será suficiente recordar para dejarlo demostrado que el pasto verde o enjuto que con el sudor del cuerpo, más que con el de impertinente riego, logran recoger algunos labriegos en el distrito llamado Canchones, se vende como el té y la yerba mate a tanto por libra, siendo en mayo el precio oficial el de 4 centavos la libra.
Tenemos a la vista una cuenta de Canchones saldada por el estado mayor peruano, en que se pagaba 115 soles por 2,596 libras de pasto o sea la carga diminuta de una carreta entre nosotros.

Y esto que para vender sus cosechas los infelices cultivadores de los Canchones (canchas de alfalfa, de unos pocos metros de superficie, excavadas en las salitreras) se necesitaba una orden o decreto del estado mayor peruano.

No así los especuladores que venían desde Lima hasta Arica, incluso un hermano del jefe de estado mayor, que desde ese puerto le ofrece por telégrafo 4,000 fanegas de cebada.

Los recursos pecuniarios destinados al ejército de Tarapacá era tan desmedrados como los víveres, como el agua, como la pólvora, como la previsión, como la honradez de los proveedores, porque al Perú habían llevado juntas todas las calamidades como al Egipto las plagas.

Corrían por esto con más crédito en las pulperías y en las faenas de las salitreras las señas de estas, de cobre y nickel, que tenían como valor figurativo de dos a cuatro reales, que el papel de igual denominación del gobierno del Perú. Tenemos a la vista varias de estas señas de cobre recogidas por nuestros soldados en las pulperías de Tarapacá. En una, del tamaño de nuestros antiguos centavos, se lee esta inscripción:

Oficina de San Juan de la Soledad, y al respaldo Pulpería, vale 40 centavos.

Otra del mismo tamaño dice: Pisagua -San Francisco. Evaristo Brañes -Vale en la Pulpería 4 reales.

Las monedas de nickel tienen en la orla República peruana, y aunque inferiores en porte a nuestros centavos llevan el signo de 10 centavos. Las pulperías eran los bancos de Tarapacá y el vil nickel había reemplazado el caudal de plata líquida de Potosí y de Pasco.

Pero aun este fácil recurso era escatimado a las tropas, fuera para atender a otras urgencias o por las estrecheces de la emisión legal. Los millones derramados fraudulentamente por el Banco del Perú no alcanzaban a cubrir los incesantes desfalcos del gobierno; y por este motivo se le ocurrió desde el 23 de abril el arbitrio de suspender las raciones otorgadas al soldado, en virtud, dice el decreto del general Buendía, de la “penuria del Erario”. Desde ese día se concedió al ejército un diario que aunque tenía el nombre y significado pomposo de un sol, no alcanzaba para satisfacer las más apremiantes necesidades de sus estómagos, hostilizados a la vez por el papel moneda y por el bloqueo que todo lo encarecía hasta la avaricia y hasta el hambre.

No se hallaba más favorecido el ejército de Tarapacá, prisionero de sí mismo en las arenas, en cuanto a los elementos de movilidad, sea para la conducción de recursos, sea para las operaciones estratégicas de la guerra. Es cierto que existía un ferrocarril de vía angosta, mal construido y de propiedad particular, pero se hallaba éste interrumpido en sus dos extremidades, entre Pozo Almonte y Santa Catalina, punto extremo el primero de la línea de Iquique al interior y el segundo de Pisagua.

La distancia intermedia era más o menos de diez leguas de terreno plano pero absolutamente desprovisto de agua; y aunque el general en jefe tomó algunas medidas en el papel para la prolongación de aquella importantísima vía estratégica y el director de la guerra y presidente del Perú trasmitió las mismas algo más tarde por los alambres desde Arica, la incomunicación subsistió durante un año como subsiste todavía en la hora en que escribimos, con agravio evidente del sentido común, en la administración de aquellas regiones en que los fletes son la riqueza en tiempo de paz y los rieles la salvación en época de guerra. Los ferrocarriles son la caballería de los ejércitos modernos.

Habría podido suplirse en alguna manera aquella grave deficiencia con las muías sufridas y abundantes de las salitreras de la pampa del Tamarugal; pero los dueños de éstas, temerosos de las prorratas, que en el Perú llaman brigadas, despacharon las de sus faenas a las cordilleras y valles de Salta. El decreto que en el libro del Estado Mayor del ejército de Tarapacá lleva el número 2 dispone la organización de una brigada de 50 mulas para el servicio de víveres, pero durante los dos meses a que se extiende este primer período de la guerra en el desierto el Estado Mayor no pudo disponer sino de 157 mulas y 106 caballos, contando entre estos y aquellos las acémilas de la artillería y el parque y las monturas de los jefes y oficiales.

Tan duras y tan ingratas son en este particular las comarcas de Tarapacá, que todos los días ocurrían trastornos y dificultades aun para los servicios urgentes de movilidad, como los expresos, las descubiertas y aun hasta el acarreo del dinero. ¡No hay bestias! es una frase casi estereotipada en todos los telegramas del servicio de la línea entre Iquique y Pisagua, siendo digno de recordarse que cuando el 21 de mayo se batían nuestros buques con los del Perú en la bahía de Iquique, llegaba a esa misma hora a la estación de Pozo Almonte un contingente (nombre que en el Perú se da a la remesa de caudales); y necesitando el oficial que lo conducía doce muías, se telegrafió a Iquique la frase sacramental ¡No hay bestias! y el contingente quedó tirado en las salitreras hasta que, por su contenido, hubo bestias.

Tal era la fiel pintura, calcada sobre sus propios documentos, del ejército que el de Chile, mucho más numeroso, más aguerrido, infinitamente mejor armado y provisto, estaba destinado a combatir en los primeros meses de la guerra, abreviándola, sino resolviéndola. Era un ejército falto de todo, con excepción tal vez de lo que fantástica vanagloria nacional le negaba con el mayor ahínco: el valor. Su personal, tomado en conjunto y como entidad militar, era digno de respeto; pero a diferencia del ejército de Chile, no tenía armas, ni municiones, ni víveres, ni dinero, ni movilidad, ni retirada. Tarapacá era una tumba.

Estratégicamente hablando, era aquel un ejército perdido, porque no tenía base de operaciones, ni línea de comunicación, ni línea de retirada. Y sicomo lo hubiera ejecutado todo gobierno que no hubiese sido el que presidía con indecible indolencia congenial a su alma y a su linfa física el honorable señor Pinto, la campaña definitiva que después de un largo año no comienza todavía, habría podido terminarse como las antiguas guerras de Chile en esos climas en solo dos jornadas.

Una de estas habría sido Iquique en abril o en mayo, y la otra en junio o en julio habría sido Lima.

 

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