No puede calibrarse con certeza lo que significó la muerte de Miguel Grau y el apresamiento de su monitor sin consultar con las fuentes. Eso es lo que hace el historiador venezolano Jacinto López, quien recoge en este capítulo diversas crónicas de la prensa chilena. Todas coinciden en resaltar la euforia popular y el alivio gubernamental y castrense por haber eliminado el único obstáculo que impedía el comienzo de la invasión terrestre.
La declaraciones de los directores del gobierno y de la guerra en Chile, y de los escritores, oradores e historiadores chilenos, a propósito del vencimiento del “Huáscar” , constituyen el más explícito reconocimiento por parte de Chile de la importancia decisiva del “Huáscar” en la guerra. La sensación que en todo el pueblo de Chile produjo el acontecimiento de Angamos, el delirio de alegría a que toda la nación se entregó a la noticia de la captura del “Huáscar”, la interminable sucesión de fiestas con que el país entero celebró este suceso, la peregrinación popular de todas las ciudades y campos para ver con los propios ojos en las aguas de Valparaíso los restos del “Huáscar” prisionero, prueban que la nación comprendía tanto como sus conductores políticos la significación y trascendencia del vencimiento del “Huáscar”. El país se consideró salvado de un gran peligro; y el sentimiento de seguridad y la promesa de éxito en la guerra hallaron ruidosa y desbordante expresión en los festejos oficiales y populares de la victoria. Todo Chile se conmovió hondamente y por muchos días el “Huáscar” muerto absorbió por completo loa vida del país como había absorbido la atención durante cinco meses el “Huáscar” vivo.
En el Perú y en Bolivia la emoción fue de una terrible desgracia nacional, y el duelo público y las declaraciones oficiales y particulares revelan el concepto común del papel del “Huáscar” en la guerra y del alcance y magnitud de las consecuencias de su pérdida.
“Chile entero celebra entusiasmado tan fausto acontecimiento que viene a poner término a la contienda marítima y expedita la senda por donde nuestro ejército no tardará en marchar”, escribió Sotomayor.
“El poder marítimo del enemigo ha desaparecido”, dijo el ejército en una proclama su jefe, general Escala. “Esto significa que la hora del triunfo se acerca. Pronto tocará su turno al ejército”.
Aun antes de la destrucción del “Huáscar”, pero suponiéndola consumada, Santa María escribía a Sotomayor (agosto 21):
“La desaparición de este buque permitirá mover inmediatamente nuestro ejército y entonces yo opinaría porque expedicionáramos sobre Lima”.
A fines de setiembre, Amunátegui, ministro de relaciones exteriores de Chile, describía la situación así:
“Tenemos encima varias reclamaciones diplomáticas originadas de la guerra y pronto tendremos otras. Los argentinos, aprovechándose de nuestro actual conflicto, pretenden imponernos la ley. Es muy de temer que las naciones europeas quieran hacernos entrar en vereda e imponernos la paz, ya que ha pasado medio año sin que hayamos hecho una guerra bien seria. Todas estas tempestades que se divisan en la lontananza sombría del porvenir serían disipadas con una victoria”.
Otro aspecto de la situación para Chile, que la victoria de Angamos resolvió, era la cuestión económica. “El mantenimiento y pago de un fuerte ejército en todo el país –dice Bulnes -, con un núcleo poderoso en una plaza desprovista de recursos como Antofagasta, y el de una escuadra en campaña, era superior a la potencia económica de la república. Los recursos fiscales se hacían insuficientes para atender a la guerra”. Y el ministro de hacienda, Matte, escribía a Sotomayor en setiembre: “tenemos ya autorizados doce millones de pesos de emisión fiscal. La circulación del mercado no puede demandar para su servicio una suma mucho mayor que esa cantidad. Cuando lleguemos al agotamiento de los últimos seis millones será necesario recurrir a otros medios diversos de los que hemos empleado hasta aquí, medios que por supuesto serán infinitamente más dolorosos para el país. El país no cuenta con recursos para sostener una guerra prolongada”. Y en la misma fecha justamente en que Amunátegui pintaba el cuadro que hemos visto (setiembre 26), el ministro de hacienda decía: “si no llegamos pronto al fin no tendremos oro, que ya emigró, ni plata, que ya se ha puesto en camino, ni papel, que está para agotarse”.
Esta situación fue la causa del viaje de la escuadra chilena a Arica en busca de los buques peruanos; y había asimismo determinado la resolución del gobierno de Chile de movilizar el ejército de Antofagasta aún con el “Huáscar” en el mar. El gobierno chileno había perdido ya la esperanza de alcanzar y destruir al “Huáscar”.
A mediados de setiembre el presidente Pinto, con la escuadra ya preparada y lista después de la ruina y la catástrofe del bloqueo, consideraba el problema del mejor plan que debería adoptarse para las operaciones navales inmediatas. ¿Se movilizaría el ejército del “Huáscar”? ¿Se destinaría la escuadra exclusivamente a la persecución del “Huáscar” hasta su eliminación? La subsistencia del “Huáscar”-pensaba- “será un gran estorbo para nuestras operaciones. Una vez emprendida alguna operación terrestre nuestra escuadra tendrá que contraerse a proteger convoyes y trasportes y mientras tanto el “Huáscar” hostilizaría impunemente nuestros puertos, al mismo tiempo que no creo seguro que podamos apresar y hundir al” Huáscar” y si esto no sucediese, ¿qué haríamos? ¿Nos quedaríamos eternamente en Antofagasta? Esto tendría inconvenientes más graves”.
Santa María, por su lado, planteaba la cuestión: “¿Si nuestros buques no encuentran a los peruanos, de manera de no poder ser batidos con ventaja, habríamos de resignarnos a permanecer cruzados de brazos, destruyendo por segunda vez nuestra fuerza marítima, o haremos mover el ejército inmediatamente aprovechando la seguridad que pueden prestarnos nuestros buques?”.
Declaraba que el presidente Pinto y todos los miembros del gobierno no creían que debía movilizarse el ejército, es decir, comenzar la invasión. En todo caso, había escrito Pinto a Sotomayor, “yo creo que debemos proceder a ocupar algún puerto del departamento de Tarapacá”. La alternativa, según Santa María, era la pérdida del ejército. “Si quedásemos en la inacción, espiando la ocasión favorable de atacar a las naves peruanas, que no se presentaría, no sólo desconcertábamos y perdíamos el ejército, sino que correríamos el riesgo seguro de que fuese diezmado por las enfermedades, que sería la más triste de las derrotas”.
Había todavía otro peligro en la situación, y era la revolución. La opinión en este país –pensaba Santa María- “no toleraría una situación semejante, y ella sola bastaría para traer conflictos de tal manera serios que podrían poner en peligro la existencia misma del gobierno”.
Pero aún en esta solución (el desembarco inmediato del ejército en territorio peruano) se veían peligros. Altamirano escribía: “Desembarcar un ejército que necesita llevar hasta el agua y esto bajo los fuegos del enemigo es un peligro mayor”. Altamirano juzgaba la situación “Terrible”. Lo mejor, a su parecer, sería que el “Huáscar” nos espere en Arica y que allí le diéramos muerte, porque entonces quedaríamos en completa libertad para las operaciones del ejército”. Veía, empero, “un grave peligro” para la escuadra en “atacar los buques peruanos dentro de puertos fortificados”. El mayor peligro de todos estaba, sin embargo, en su opinión, “en no obrar, en consumirnos haciendo vida de cuartel, en dar tiempo a los europeos para cansarse y mandarnos a dormir a todos”, porque esto sería “la vergüenza ante el mundo y la revolución”.
De estas perplejidades, ansiedades, conflictos y peligros sacó al gobierno de Chile la inesperada noticia del paso del “Huáscar” y la “Unión” para el sur el 2 de octubre, confirmada dos días después. Se vio la luz entonces, se abrió el cielo para la esperanza chilena.
Los buques peruanos regresarían al norte y se les armaría una emboscada para esperarlos. Todo el problema de la guerra, que en octubre era ya irresistiblemente opresivo para Chile, quedaría así providencialmente resuelto, y quedó efectivamente resuelto apenas cinco días más tarde en Angamos.
El general Prado y el general Daza dirigieron al Perú y a Bolivia y al ejército aliado sendas proclamas con motivo de la muerte de Grau y la pérdida del “Huáscar”.
En un manifiesto a la nación, el congreso del Perú, próximo a clausurar sus sesiones, menciona las hazañas del “Huáscar” y el heroísmo de sus combatientes en Angamos como una fuente de estímulos y un ejemplo de inspiración y de energías en la guerra que comenzaba. “Iluminado está –dice el manifiesto del congreso- con los resplandores de una gloria que nada opacará el camino que acaban de señalarnos los esforzados tripulantes del “Huáscar”. No hay más que seguirlo, y a su término encontraremos la paz honrosa y la amplia reparación que Dios concede a los pueblos cuando sus virtudes se sobreponen a la adversidad”.
El congreso decretó, además, la erección de un monumento con la estatua de Grau y esta inscripción: “La república del Perú a su más heroico defensor, Miguel Grau”. Los restos del héroe serían depositados en un mausoleo construido por la nación.
Al ejército aliado del sur, en Tarapacá, su jefe, el general Juan Buendía, dijo en una locución:
“Las ilustres víctimas del “Huáscar” dejan una página gloriosa en la historia. Sus nombres inmortales viven en la gratitud de los contemporáneos y pasarán a la admiración de la posteridad, ellos nos han impuesto, con la severa majestad del ejemplo, la abnegación de sus virtudes, el heroísmo de sus actos y el esfuerzo de sus empresas eminentes”.
Y en una proclama al pueblo:
“Después de tener en el mar, durante seis meses, aterrorizado a un enemigo excesivamente superior por su número como por los elementos de que dispone; de haberle hundido y apresado naves, de haber libertado nuestros puertos, y en fin después de haberlo humillado con altos ejemplos de inteligencia, intrepidez y gallardía los marinos del “Huáscar” han sucumbido escribiendo con su sangre una de las páginas más gloriosas que registra nuestra historia. No es posible caer defendiendo a la patria de una manera más heroica y sublime que como han caído sobre la cubierta del “Huáscar”, al pie del pabellón nacional, aquel grupo de nobles y distinguidos patriotas”.
El vicepresidente La Puerta, en ejecución de un decreto del congreso disponiendo que se tributara a la memoria del contralmirante Grau “los honores fúnebres que corresponden a los presidentes de la República”, fijó un día, el 29 de octubre, para la celebración de solemnes ceremonias religiosas en la iglesia catedral de Lima. Ese día sería de duelo público en la capital nacional; se cantaría una misa y el arzobispo pronunciaría la oración fúnebre. El congreso, el ejecutivo, el poder judicial, el ejército, la armada, el cuerpo diplomático, los funcionarios públicos, el clero, las comunidades religiosas concurrirían o estarían representados en este acto de honras fúnebres del héroe”.
“Lima ha estado de duelo hoy”, dice una descripción de los actos del 29 en honor de Grau. “Ha concurrido con el alma apesadumbrada a acompañar a la iglesia en sus últimas preces por el gran espíritu que dio a la patria la gloria inolvidable del 8 de octubre. A las once de la mañana principiaron a llegar a la plaza principal los cuerpos del ejército de reserva designados para la formación. Poco antes de las doce del día salió de palacio la concurrencia oficial. Servía de escolta a la comitiva oficial la columna guardia de honor con una banda de música tocando marcha fúnebre. Pontificó la misa el ilustrísimo arzobispo… A las doce comenzó la fúnebre ceremonia, que terminó a las cuatro de la tarde”.
El gobierno de Bolivia expidió un decreto de honores a Grau y declaró la muerte del héroe motivo de duelo nacional.
El concejo provincial de Lima pasó una resolución abriendo una suscripción popular para levantar un monumento a Grau y los tripulantes del “Huáscar” y contribuyendo con cuatro mil soles al costo del monumento.
En un telegrama firmado por todo el ministerio –Domingo Santa María, Miguel Luis Amunátegui, Antonio Matte, José Antonio Gandarillas- el gobierno de Chile dijo al jefe de su escuadra, Galvarino Riveros, a raíz del combate de Angamos:
“Según relación de V. S. el almirante Grau ha muerto valientemente en el combate. Cuide V.S. de que su cadáver sea dignamente sepultado de manera que jamás se dude de su autenticidad. Será devuelto al Perú cuando lo reclame. El pueblo chileno, obedeciendo a sus tradiciones, se hace un deber de presentar homenaje al valor y a la honradez”.
Pero Grau había muerto, como hemos visto, despedazado por la metralla chilena y sus fragmentos habían volado en la explosión de una bomba en su torre de mando.
“Sólo se han podido encontrar –contestó Riveros a su gobierno- pequeños restos del finado almirante Grau, los que se conservan cuidadosamente para darles digna sepultura”. Estos restos, según el mismo Riveros, “fueron encontrados al pie de la torre de mando del monitor “Huáscar”.
“Su autenticidad –agrega- fue reconocida por los oficiales peruanos que montaban el buque”.
Los gloriosos muertos del “Huáscar” fueron enterrados en Mejillones, inclusive los restos de Grau.
Los restos del “Huáscar” fueron también llevados a Mejillones, y luego en procesión a través de todas las poblaciones de la costa hasta Valparaíso. En todas partes, en Chile, había ansiedad de ver con los propios ojos al gran buque destruido, sus restos prisioneros, el legendario buque que por tanto tiempo había maravillado con sus hazañas al mundo entero y había sido el terror del litoral y de la escuadra chilena.
De todos los puntos de la costa partieron telegramas expresando el deseo popular de ver al “Huáscar” e instando a Sotomayor a que oyera este clamor de la curiosidad general mezclado al grito nacional de la victoria. “Fue necesario acceder a esta petición”, dice Bulnes. Y así, los venerables despojos del ilustre monitor peruano peregrinaron en exhibición pública por los puertos de Chañaral, Caldera, Huasco, Coquimbo, en los que se agolpada la gente para verlos, los mismos puertos en que había reinado el desierto cuando el famoso buque era por su audacia y su arrogancia señor de aquellas aguas, señor de todas las aguas del teatro de la guerra, señor que visitaba impunemente, a su antojo, y en ellos se pavoneaba, aquellos remotísimos parajes costaneros chilenos, desconcertando con sus inesperadas e increíbles apariciones a los jefes de la escuadra chilena, y asombrando y amedrentando a las poblaciones que ahora “acudían en romería”, como dice Bulnes, como en un gran día de fiesta, o de feria, a contemplarlo muerto, a palpar el cadáver prisionero del Cid Campeador de los mares e la guerra del Pacífico.
En Valparaíso, donde, hasta el 8 de octubre, es decir, hasta el fin de la guerra naval, no se encendían las luces de noche por temor al “Huáscar”, la explosión de alegría a la noticia de su destrucción y la captura de sus escombros en Angamos fue universal y delirante. “Resonaron los vivas, todos corrieron, se agruparon en las plazas, las campañas se echaron al vuelo, la población se engalanó con el pabellón nacional, se cerraron todos los almacenes y tiendas, las calles se llenaron de transeúntes, en cada semblante se veía el gozo de los corazones. Las bandas de música salen a contribuir al contento general. El regocijo público se prolongó hasta horas avanzadas de la noche. Todos los hoteles y cafés que hay en Valparaíso han estado ayer de gran triunfo: el consumo ha sido extraordinario, hasta agotarse muchas cantinas, como sucedió en el café de la Bolsa, donde fue necesario proveerse casi de nuevo de toda clase de licores. El entusiasmo en las primeras horas de la noche fue mayor aun que en el día. Los carros de ferrocarril urbano no cesaron de ir y venir atestados de gente hasta tarde de la noche. No sólo la gente del pueblo vivaba y cantaba desde los imperiales, sino también muchas familias decentes que no podían contener su entusiasmo. Los trabajadores que se ocupaban en los calderos de la “Chacabuco” arrojaron sus herramientas diciendo: “Para qué necesitamos más buques”. Y se largaron a celebrar el triunfo. Entre los vivas del pueblo se oía con mucha frecuencia este: ¡viva el “Huáscar” chileno ¡
El” Huáscar chileno” eran los restos prisioneros del “Huáscar” paseados en procesión espectacular desde Mejillones hasta Valparaíso, adonde llegó en la mañana del día 20 de octubre. Los cañones anunciaron el 19 el arribo de la histórica nave el 20. A las 7 de la mañana de este día, la sombra del “Huáscar” estaba a la vista”.
“A esa hora comenzó también a embanderarse la ciudad y las naves fondeadas en la rada subían a los mástiles su banderas y gallardetes. El “Huáscar” se llevó cruzando en la boca del puerto hasta las doce del día, a cuya hora puso proa al fondeadero y comenzó a avanzar muy lentamente. Ostentaba en sus palos dos banderas nacionales, una de ellas de gran tamaño, que le había sido obsequiada por la compañía salitrera de Antofagasta. De la bahía se desprendieron centenares de chalupas, botes, lanchas y pequeños vapores adornados con banderas, flores y coronas, cargados de gente. Desde el muelle hasta tres millas afuera se había formado una cuádruple fila de estas embarcaciones. Algunas hubo que llegaron hasta el costado del mismo “Huáscar”, cuando apenas se divisaba su casco de la población. A las doce y media comenzaron los fuertes a disparar sus cañones, empezando por el Rancagua y terminando por el Callao, desde playa Ancha hasta Viña del Mar se veía un espeso cordón de espectadores de todas condiciones y sexos que ocupaban las explanadas, la plaza, las colinas, las rocas mismas donde rompen las olas. Valparaíso entero había dejado sus habitaciones para ver al invencible monitor. Cuando el “Huáscar” llegó a la boca del puerto, de los cerros, de las explanadas, de los buques y embarcaciones menores, de todas partes se lanzó un grito grandioso y unísono de ¡viva Chile! Poco antes de la una el monitor soltaba anclas no lejos de la explanada…
A la una y media salió de la intendencia la comisión que debía ir a bordo a recibir la bandera peruana del ¡Huáscar”. La componían el señor intendente, el comandante general de Marina, el comodoro Riveros, varias señoras, caballeros y jefes del ejército y de la armada, que llevaban la hermosa y rica bandera de seda que las señoras de Santiago obsequiaban al monitor. Ya a esa hora formaban carrera en la plaza de la intendencia el batallón núm. 1 de infantería, el 2 de artillería cívica y los bomberos armados de la capital”.
En el izamiento de la bandera de las señoras de Santiago, hubo discurso. El orador fue el arzobispo Taforó, quien antes bendijo la bandera. Habló de la “necesidad de la guerra entre los pueblos”. Esta necesidad llega cuando las naciones tienen que defender con las armas sus derechos “injustamente atacados”. “Nuestra patria se ha visto forzada a optar entre esta calamidad (la guerra) o su deshonra. ¡Cuánta violencia no ha tenido que hacerse antes de decidirse a romper con dos repúblicas hermanas con quienes nos ligaban los vínculos más dulces y estrechos de la amistad y hasta de la sangre! ¡Qué tremenda responsabilidad para aquellos que provocan guerras injustas y fratricidas por orgullo y ambición! Debemos consolarnos de esta desgracia (la guerra) con la justicia de nuestra causa y ved aquí por qué la Providencia ha querido premiar el valor de nuestros guerreros. Lejos de ensoberbecernos con los triunfos obtenidos hasta aquí inclinemos nuestra frente hasta el polvo reconociendo únicamente en ellos el poder de aquel que saber dar la victoria a los que se hacen dignos de ella. Y al colocar este estandarte que acaba de recibir la unción del cielo sobre el mástil más elevado de esta nave que hacía poco era la pujanza y el orgullo de la escuadra enemiga, elevemos nuestras oraciones de gracias al Dios y Señor de los ejércitos”.
De regreso del muelle la multitud, con los cuerpos directivos de los festejos, se dirigieron a la plazuela de la intendencia.
“La marcha se hacía casi imposible, muchas personas estuvieron expuestas a perecer ahogadas”. En la parada flameaba la bandera peruana del “Huáscar”, llevada por ocho marineros del “Blanco”. Iba también la bandera de la “Esmeralda”, capturada por el “Huáscar” y encontrada en este el 8 de octubre. “Imposible es describir los gritos de júbilo que el pueblo lanzaba al ver el pabellón peruano. Abrían la marcha, después de las banderas, los alumnos de las escuelas públicas. Las tropas formadas en columnas de honor que venían a retaguardia desfilaron delante del presidente de la república, que se encontraba en uno de los balcones del palacio de la Intendencia. Jamás Valparaíso había presenciado nada igual. De todos los balcones arrojaban flores y vivaban a Chile”.
De la Intendencia la multitud se encaminó a la iglesia del Espíritu Santo, donde se cantó un Te Deum. Eran las 4 de la tarde. Al párroco de la iglesia, el comandante general de marina entregó la bandera del monitor peruano con estas palabras:
“Al templo de Dios vengo, señor cura, a entregaros en depósito la bandera peruana que enarbolaba el monitor “Huáscar” el 8 de octubre, en que fue rendido por nuestros bravos y diestros marinos en combate legal. Al entregaros este trofeo, tengo encargo de rogaros lo conduzcáis hasta el altar de la patria, en donde el pueblo de Valparaíso con vos nos prosternaremos para dar gracias al Ser Supremo por la protección que nos ha dispensado, y pedirle a la vez guíe al pueblo chileno que henchido de patriotismo camina a la victoria”.
El cura contestó:
“Nada más propio que ofrecer al Divino libertador del mundo estos emblemas que recuerdan a las naciones las horas felices en que sus hijos han sabido combatir por la más noble y la más justa de las causas confiadas por Él mismo, a la hidalguía del corazón humano, el amor y honra de la patria. Como chileno y como sacerdote, os felicito y me felicito al depositar al pie del ara Santa, donde día a día se recuerda la grandiosa victoria del Rey de los ejércitos, este estandarte conquistado con sangre generosa a nombre de la religión que confía en Dios y a nombre de la patria que confía en el heroísmo de sus valientes defensores. Ya está destruida la escuadra enemiga y mediante la protección del cielo somos dueños del mar. ¡Bendito sea Dios! Confiemos en Él y pronto vendrá el triunfo de nuestro ejército. ¡Adelante en el nombre de Dios! ¡Adelante en el nombre de la patria! Para mí no está lejano el día en que volvamos a reunirnos para guardar en este mismo templo otras banderas y otros trofeos que la Divina Providencia nos depara como premio y galardón a nuestra cristiana esperanza. Por hoy, entonemos el himno de la victoria, un solemne Te Deum al Autor de todo bien, cuya misericordia todo Chile admira y bendice recordando el glorioso 8 de octubre de 1879”.
Después, el “Huáscar” fue lugar de peregrinación de todo Valparaíso y de los pueblos cercanos. “Todos se apresuraban a preguntar por el sitio en que había caído Prat, y muchos besaron la cubierta en el punto en que murió el héroe de Iquique”.
En Santiago, a las doce, había más de 2,000 almas en los patios de la Moneda. Requerido por esta multitud Vicuña Mackenna habló y dijo: “¡Pueblo de Chile! ¡Al fin ha llegado tu hora en ese mar que fue siempre tuyo! ¡Pueblo de Chile! ¡La bandera del “Huáscar” está a tus pies! ¡Compatriotas, aceptemos esta primera ofrenda de la victoria como una enseñanza suprema y oportuna, y marchemos en pos de ella con celeridad y vigor a coronar la obra americana que con el auxilio de Dios estamos empeñados en llevar a cabo!”.
“En esos mismos momentos se enarbolaba el pabellón nacional en el Palacio de la Moneda, edificios públicos y particulares y la ciudad se vio embanderada como por encanto. El comercio cerraba sus puertas, los tribunales, oficinas públicas, ponen también término a sus tareas. A las dos de la tarde, en la plaza de Armas, en los portales, en las calles, se ven numerosos grupos que marchan en todas direcciones, retratándose en todos los semblantes el entusiasmo patrio. Minuto a minuto aumenta el gentío, y al lado del lujoso carruaje pasan las procesiones de ciudadanos ostentando el tricolor y vivando a Chile. De muchos balcones se arrojan flores sobre sobre los transeúntes. Muchos carros urbanos, así como carruajes del servicio público y diversos vehículos, estaban embanderados o engalanados con flores. A las dos y media los alumnos de todos los establecimientos de educación están de asueto y vienen a aumentar la concurrencia de las calles y plazas, diversas bandas de música recorren la población, tocando himnos marciales, y la animación y el entusiasmo siguen creciendo, así como el gentío que invade los paseos, portales, Moneda, etc.
A las cuatro de la tarde, hora en que se recibe el cuarto telegrama confirmando la victoria, las calles de han convertido en verdaderas oleadas humanas. La banda de granaderos sale de su cuartel tocando el himno de Yungay, acompañada de una avalancha de gente a pie y de a caballo, y en medio de vivas a Chile y a nuestros marinos. En la noche la mayor parte de los edificios habían iluminado sus frentes. Las procesiones, encabezadas por banderas nacionales y faroles de colores, recorren las calles. En el teatro la concurrencia era inmensa”.
Los días 9 y 10 fueron declarados de fiesta en Santiago y un programa oficial se publicó para su celebración. Hubo salvas de artillería, dianas marciales en los cuarteles, bandas de música, en las calles y plazas, embanderamiento de la ciudad, iluminación nocturna, discursos, función en el Teatro Municipal. Un número del programa para el día 9 era este:
“A la una y media estarán formadas desde el Palacio de la Moneda a la iglesia catedral las tropas de línea y cívicas existentes en Santiago, para hacer carrera al presidente de la república, que se trasladará con los ministros del despacho, miembros del congreso, de la universidad y la ilustre municipalidad, etc., etc. A solemnizar el Te Deum que se entonará en acción de gracias a la Providencia por tan fausto acontecimiento”.
Riveros fue ascendido a contralmirante y Latorre a capitán de navío en reconocimiento y consagración de sus servicios en Angamos el 8 de octubre”.
Autor: Jacinto López, historiador venezolano.