Prepararon la guerra desde 1872

El italiano Tomás Caivano describe en este capítulo la antigüedad de la ambición chilena sobre los desiertos de Atacama y Tarapacá y las varias veces que el gobierno del sur conspiró para que Bolivia entrase en conflicto con el Perú para quedarse, a cambio de su ancestral litoral, con Tacna y Arica.

Como hemos indicado, el poder público en Chile se halla concentrado en pocas manos.

Este es un hecho que nadie se atrevería a negar. Las pocas familias de origen español, que durante el régimen colonial se establecieron definitivamente en Chile, se apoderaron con tiempo de la única riqueza que entonces ofrecía el país: las tierras.

Federico Errázuriz, presidente de Chile en 1872, el año en el que se encargaron los blindados que determinarían el destino de la guerra.

 

Habiéndose encontrado por esto, cuando fue proclamada la República, las solas poseedoras del suelo, del cual era necesario procurarse los medios de subsistencia; y además de esto, siendo las solas que gozacen de una relativa civilización, el resto de la población, hallándose envuelto en una  semi barbarie que en su mayor parte dura todavía, no les fue difícil organizar entre ellas, bajo el nombre de República, una especie de oligarquía disfrazada, que por las mismas causas, ayudadas eficazmente por un sistema de Gobierno fuerte y en extremo rígido, han podido conservar hasta el día.

Libres de la abrumadora pesadilla de las revoluciones intestinas, los Gobiernos de Chile procuraron asiduamente mejorar las condiciones de su país. Y descubriendo los Estados vecinos, continuamente envueltos en desórdenes interiores, sobre ellos principalmente basaron sus aspiraciones; sabiendo perfectamente que, como sucede generalmente en todos aquellos países que se hallan destrozados por las pandillas políticas, sus Gobiernos debían ser necesariamente poco celosos de los verdaderos intereses nacionales, y sumamente débiles en el extranjero.

Su primera aspiración fue la preponderancia en el Pacífico, para asegurar al comercio nacional, con más o menos daño de sus vecinos, las mayores ventajas posibles; y la primera manifestación positiva de esta aspiración tuvo lugar en el año 1837, con motivo de la Confederación Perú-boliviana, formada por el general Santa Cruz. Tomando como pretexto el que algunos prófugos peruanos invocaban en Santiago la ayuda de Chile para restablecer la forma de Gobierno nacional que creían comprometida por el despotismo de Santa Cruz, el Gobierno chileno invadió dos veces el territorio del Perú:

1.- Primero con un pequeño ejército que volvió atrás inmediatamente, después de haber estipulado con el Gobierno federal un tratado de paz que él desaprobó; y

2.- Luego con un ejército más numeroso, compuesto en parte de prófugos y malcontentos peruanos. Cuando este ejército desembarcaba en las inmediaciones de Lima, se encontró con que la Confederación había sido disuelta por el presidente del Perú, el cual en su consecuencia lo invitaba a retirarse, por haber cesado el objeto de su expedición, por lo menos aquel bajo cuyo pretexto había salido de Chile.

Sin embargo, en vez de retirarse, comenzó por derrotar al pequeño ejército de este último, que habiendo incorporado luego en sus filas le ayudó a derrotar igualmente al antiguo ejército de la Confederación, todavía en pie, o sea el de Santa Cruz, y colocar en la presidencia del Perú al general Gamarra, jefe de los prófugos y malcontentos peruanos que habían invocado la ayuda de Chile.

Los verdaderos móviles de Chile en esta guerra eran dos:

1.- Destruir en sus gérmenes la Confederación Perú-boliviana, contra la cual no hubiera podido luchar una vez que se hubiese consolidado, y

2.- Exigir al Perú la abolición de dos leyes que perjudicaban enormemente al comercio chileno; una, que declaraba Arica puerto franco, y la otra que imponía a los barcos mercantes de procedencia europea una doble tarifa, que, muy módica para los barcos que llegasen a los puertos peruanos sin hacer escala en los chilenos era por el contrario gravosa en el caso adverso: y solamente después de haber conseguido ambas cosas, el ejército chileno volvió a los patrios lares.

Desde entonces Chile no dejó un solo momento de tomar una parte activa, aunque indirecta, en los asuntos interiores del Perú y Bolivia, fomentando con todas sus fuerzas la rivalidad que existía entre los dos países, como única consecuencia de la extinguida Confederación, y las interiores discordias de los partidos, con las consiguientes guerras intestinas de entrambos.

Después de Gamarra, fue siempre en Chile, donde eran amistosamente acogidos y secundados en sus miras, que se refugiaron constantemente todos los malcontentos y revoltosos, tanto del Perú como de Bolivia.

Para no hablar sino de los casos más notables, fue precisamente en Chile, donde luego recibió el grado de general chileno, que se refugió el año 1868 el entonces coronel peruano M. I. Prado, que una revolución echaba de la Presidencia del Perú, a la cual había llegado él mismo por medio de una dictadura ganada, dos años atrás, en los campos revolucionarios.

Fue en Chile donde se organizó, con la connivencia y protección del Gobierno chileno, y de donde salió el año 1872, la expedición del general Quevedo, que debía llevar y llevó por centésima vez la triste antorcha de la revolución a la República de Bolivia.

Fue en Chile donde se refugió desde el 1872 al 1879 el incansable revolucionario peruano Don Nicolás de Piérola; fue en Chile, repetimos, donde con el beneplácito de las autoridades locales y a su vista, organizó las innumerables revoluciones con las cuales afligió y destrozó el Perú durante aquellos siete años, y que fueron una de las causas principales del estado de desorganización e impotencia en que se encontraba el Perú al aparecer el conflicto chileno-boliviano; estado del cual se aprovechó Chile para envolverlo solícitamente en la guerra.

Mientras fomentaba las discordias interiores que debían debilitar cada día más a Bolivia y el Perú, Chile alimentaba también continuamente las rivalidades existentes entre los dos países, que ambos heredaran de su efímera Confederación; y esto, para poderlos derrotar cómodamente, ya separados, ya con la ayuda ora del uno, ora del otro, y llegar de este modo al logro de todas sus aspiraciones, que habían ido siempre creciendo, y que no fueron jamás un misterio para quien quiso conocerlas.

Ensoberbecido por el primer éxito de la campaña iniciada el año 1837, Chile no se contentaba ya con las simples ventajas comerciales obtenidas entonces. Comenzó la fiebre de conquista, con el doble objeto de aumentar las escasas rentas del Estado, y de dar una salida y un trabajo más productivo a su población que se consumía sin fruto sobre sus pobres tierras, y dedicó a ella exclusivamente toda su atención.

Después de los hechos ya referidos de 1842, le vino el deseo de apoderarse del rico desierto boliviano de Atacama.

Más tarde, después del descubrimiento del carbón fósil bajo las nieves de la costa patagónica, sobre el estrecho de Magallanes, fue asaltado por un segundo deseo no menos ardiente y tenaz: el de arrancar de las manos de la República Argentina el inmenso territorio de la Patagonia, que aquella había tenido siempre puesto en olvido.

Y finalmente, más tarde todavía, puestos los ojos en los ricos depósitos de salitre del desierto peruano de Tarapacá, confinante con el de Atacama, no pudo resistir a un tercer deseo: el de ponerlo bajo la bandera chilena; a falta de otra razón, para librarlo del perpetuo desgobierno del Perú, así como pretendía apropiarse el de Atacama para sustraerlo, en beneficio del comercio chileno y extranjero, a la perpetua anarquía de Bolivia.

La República de Bolivia, lo hemos dicho ya varias veces, es un inmenso territorio colocado detrás de la gran cordillera de los Andes, en la parte central del continente, sin más salida al mar que la desgraciadamente mezquina e inservible del desierto de Atacama; siendo así que para las necesidades de las dos terceras partes, por lo menos, de su comercio, se halla obligada a recurrir al puerto peruano de Arica; lo que, hasta cierto punto, la coloca en un estado de servidumbre perpetua respecto del Perú; al cual le bastaría negar el paso por su territorio a las mercancias bolivianas para que estas se quedaran secuestradas en su propio país.

Esta es el arma de la cual se ha servido Chile, desde el 1842, para convertir a Bolivia en enemiga acérrima del Perú.

Bolivia, decían los hombres políticos de Chile a los de aquella nación, y principalmente a los revolucionarios que acogían y favorecían en su país, no tiene necesidad del inútil y estéril desierto de Atacama, sino de la provincia peruana de Tacna con su magnífico puerto de Arica; esto es innegable: que Bolivia ceda, de consiguiente, su inútil desierto de Atacama a Chile, y procure adquirir con el apoyo y alianza de este último, la provincia peruana de Tacna con su puerto de Arica; esta es la sola, la verdadera rectificación de confines que la justicia y los intereses de Bolivia reclaman.

Quizás sería difícil encontrar un solo hombre político de Bolivia, que una vez por lo menos no se haya oído susurrar a los oídos semejante proyecto por los de Chile; proyecto al cual se refería precisamente el presidente de Chile, con una simple transposición de los verbos PODER y QUERER, cuando decía al plenipotenciario peruano, como hemos visto, que PODÍA Chile firmar la paz con Bolivia con detrimento del Perú, si hubiese QUERIDO.

Sin embargo, en este proyecto no se manifestaba más que una parte solamente de las verdaderas intenciones de Chile; la otra, quizás la más importante, se quedaba escondida entre los pliegues, para salir a luz cuando Chile y Bolivia se encontraran con las armas en la mano contra el Perú. Entre el desierto de Atacama, que Chile decía abiertamente que quería hacerlo suyo, y la provincia peruana de Tacna que pretendía dar a Bolivia, se encuentra el apetitoso desierto peruano de Tarapacá, que tantos millones ha dado, da y dará con su salitre.

Puesto que se trataba de rectificar los confines, no era del caso dejar al Perú una porción de territorio que hubiera quedado al otro lado de sus fronteras con Bolivia; y puesto que esta no tenía necesidad para ponerse en comunicación con el océano, más que de la provincia de Tacna con su puerto de Arica, venía como consecuencia lógica que el desierto de Tarapacá, lo mismo que el de Atacama poblado de chilenos, tocaba de derecho a Chile, sino por la razón, por la fuerza, como dice la divisa de las armas de la República, que se lee en sus monedas.

El periódico más autorizado de Chile, «El Ferrocarril«, que se publica en Santiago, escribía en sus artículos editoriales en setiembre de 1872:

«No hay antagonismo entre los intereses de Chile y Bolivia, ni hay entre Chile y Bolivia cuestiones provechosas de frontera. Esas cuestiones, sólo existen entre el Perú y Bolivia.

Es Bolivia quien puede ganar adquiriendo una parte del litoral peruano. Chile no necesita del litoral de nadie (!). He aquí la verdad. Por eso, si Bolivia ambiciona rectificar sus fronteras, debe ser nuestro aliado y no nuestro enemigo, en lugar de hacerse el aliado del Perú y el enemigo de Chile, que nada gana ni nada pierde con que Bolivia tenga buenos o malos puertos, esté cerca o lejos del mar, para hacer sus exportaciones».

Este es el bosquejo de la política chilena. Ahora veremos el retrato.

En el mismo año de 1872, y en el mismo mes de setiembre, un insigne escritor boliviano, Julio Méndez, escribía en el periódico «La Patria» de Lima, una serie de doctos artículos sobre los intereses generales de la América meridional, y sobre las tendencias de sus diversos Estados.

De uno de ellos tomamos las palabras siguientes:

«Chile ha comprendido que, cuando pasa el río Paposo obra contra la estabilidad de Bolivia y la del Perú. La Legación (representación diplomática) que negoció ese Tratado de límites (el de 1866) con Melgarejo, dejó en el ánimo del Dictador boliviano el incesante conato de romper con el Perú.

Melgarejo terminaba los accesos de la embriaguez (muy frecuentes), lanzando su bamboleante persona en campaña contra el Perú, en busca de aquella rectificación de fronteras que Chile aconseja a Bolivia, después de tomarle su territorio y sus tesoros. La erección de las dictaduras de Bolivia y el Perú, a cuya sombra medró en 1866, le han enseñado a homologar la guerra civil en ambos Estados.

Las cruzadas partirán en adelante de Chile, sobre ambos focos; y el motor que deba cambiar la escena en Bolivia no entrará antes de cambiar la que le sea adversa en el Perú… La escuela internacional que se ha levantado en Chile pretende que Bolivia, después de cederles los cinco grados de la costa de Atacama, se haga su aliada a fin de desmembrar las costas del Perú, y venga a ser Chile el único gigante del Pacífico«.

Como se ve, las antiguas aspiraciones de Chile, más o menos realizadas con la victoria de sus conquistadoras armas, no eran un secreto para nadie desde el 1872; porque se discutían públicamente por los chilenos y por los bolivianos, en Chile y en el Perú, como la cosa más sencilla del mundo.

En aquel mismo año de 1872, que al parecer fue la época en la cual las antiguas aspiraciones de Chile, revistiendo las formas más simples y determinadas, se hicieron aún más ardientes y más activas, los hombres de Gobierno de Chile se esforzaron más que nunca en todos los sentidos, para hacer aceptar sus proyectos por los hombres políticos de Bolivia de todos los partidos; es decir, tanto de la fracción dominante que tenía en sus manos las riendas del Estado, como de la adversaria, cuyos jefes, como de costumbre, estaban organizando en Chile una de las tantas revoluciones que ensangrentaron el suelo de Bolivia: la misma precisamente capitaneada por el general Quevedo, de la que nos hemos ocupado ya.

No pudiendo saber anticipadamente quién sería el victorioso en la lucha que estaba para empeñar en Bolivia la revolución que con la ayuda de Chile preparaba en Valparaíso el general Quevedo, los políticos chilenos creyeron oportuno atraer separadamente a sus ideas al representante oficial del Gobierno boliviano y al jefe de la revolución.

Todo esto se hacía, tanto para salir ganando siempre, si era posible, sea con el Gobierno, sea con la revolución; cuanto para poder determinar la medida de las simpatías que era necesario acordar a cada uno de los dos. Este hecho es tan grave, como medida de moralidad política, que nosotros, en modo alguno partidarios del sistema de la doblez, no nos hubiéramos creído autorizados a mencionarlo en estas páginas, si además de las afirmaciones recogidas sobre el terreno de individuos tan estimables como bien informados, no tuviésemos entre las manos las pruebas escritas en documentos oficiales, que nuestros lectores encontraran como comprobante al fin de éste párrafo.

Los hombres políticos de Bolivia, de todos los partidos, los mismos que invocaban la ayuda de Chile para organizar sus guerras intestinas, no se prestaron jamás a dividir y secundar los secretos manejos chilenos. Fieles a los pactos internacionales, en medio de todas sus discordias interiores, procuraron siempre conservar su propiedad sin desear la del prójimo.

Esto sin embargo no sirvió en modo alguno de ejemplo a los políticos chilenos, ni pudo jamás hacerles desistir de su insidiosa propaganda contra el Perú: ellos que, para colocar su propio pais por encima de sus vecinos en la estima del mundo, hacen continuo y estrepitoso alarde de su paz interior, como antítesis de las guerras civiles que son la ruina de los otros,  que como hemos visto, no es un mérito propio, sino el resultado de una situación poco envidiable, no dejaron jamás de procurar corromper la moralidad internacional de la tan vilipendiada Bolivia; y las antiguas sugestiones encaminadas a armar a esta contra el Perú hicieron todavía oír su insidiosa voz cuando se escuchaba ya el rauco (rudo) estampido del cañón de la conquista.

El proyecto de una alianza chileno-boliviana, que debía producir a Bolivia, no solamente la provincia de Tacna, sino todo el departamento peruano de Moquegua, con los puertos de Arica e Yslay, era casi oficialmente propuesto al presidente de Bolivia, general Hilarión Daza, por el excónsul de Chile en Bolivia, en cartas confidenciales de los días 8 y 11 de abril de 1879. Dichas cartas entraron inmediatamente bajo el dominio público; y el presidente de Bolivia, para alejar todas las sospechas que pudieran surgir sobre su lealtad, hacía pasar una copia de ellas al Gobierno del Perú, por medio de la delegación boliviana. Y aquí hay que advertir:

Primero, que el excónsul chileno Justiniano Sotomayor, autor de esta cartas, es pariente cercano de otros dos Sotomayor que figuraban, uno principalmente, entre los directores de la política de Chile; segundo, que en tales epístolas (como hacía observar el plenipotenciario boliviano al remitir copia de ellas al Gabinete de Lima), a la par que se ofrecía a Bolivia una parte del territorio peruano, se dejaba fuera, y casi implícitamente, para Chile, como dijimos más arriba, el rico desierto peruano de Tarapacá, situado entre el ofrecido departamento de Moquegua y el desierto boliviano de Atacama que Chile hacía suyo; tercero, que dicha propuesta, reproducida en abril de 1879, cuando el Perú había sido ya arrastrado a la guerra por la sola razón o pretexto de ser aliado de Bolivia, encerraba para esta última, en el caso que bajo la fascinación de la fuerte recompensa que se le prometía, la hubiese aceptado, no va una combinación política de más o menos mala fe, sino la más inicua quizás de las traiciones que registra la historia universal.

No se asusten de esto los lectores, porque de semejantes manejos oiremos todavía hablar más tarde, sobre los campos mismos de batalla, cuando una culpable retirada del presidente de Bolivia, general Daza, con el ejército que tenía a sus órdenes, abandonaba fácilmente a Chile la victoria en la primera batalla de Dolores, o de San Francisco, que decidió el éxito de la guerra.

Las palabras varias veces citadas, que el presidente de Chile lanzaba a quemarropa en su cara al Plenipotenciario peruano, de que habría podido hacer la paz con Bolivia con detrimento (daño moral) del Perú, si hubiese querido, no eran de consiguiente, más que la fiel expresión del principal objetivo de la política chilena; debiéndose suprimir únicamente el si hubiese querido, puesto que no fue el QUERER lo que nunca le hizo falta, sino el PODER , por no haber consentido Bolivia.

Volviendo ahora a la declaración de neutralidad del Perú, que con tanta insistencia solicitaba el Gabinete de Santiago, no es difícil comprender cuán engañosa era semejante propuesta, por las gravísimas consecuencias que hubiera tenido para el Perú.

No debiendo luchar más que con Bolivia solamente, la victoria para Chile hubiera sido no tan sólo segura, sino a poco precio, a costa de nulos o insignificantes sacrificios, así de hombres como de dinero. Pero no era esta la única ventaja que Chile pensaba sacar de la neutralidad del Perú, ni tampoco la más importante. La ventaja principal y verdadera consistía en el odio y deseo de venganza que hubiera engendrado en todo boliviano contra el Perú la neutralidad de este último, que ya de antemano se hallaba unido a Bolivia por un tratado de alianza defensiva.

Abandonada por el Perú, a pesar del antiguo pacto de alianza, en la desigual lucha provocada por Chile, Bolivia hubiera indudablemente aceptado los insistentes proyectos de este (que ofrecidos en la punta del acero vencedor se habrían presentado como una necesidad y como un medio de salvación) de hacer causa común contra el Perú; y ciertamente no le hubiera faltado razón, tanto por vengarse de la ofensa, o por mejor decir de la traición de que habría sido víctima, cuanto para reparar con creces, a costa del traidor, el daño que por su culpa hubiese sufrido en su guerra con Chile, en la cual había sido deslealmente abandonada.

Relativamente nula en una guerra contra Chile, aliada con este último, Bolivia hubiera sido de gran importancia en una guerra contra el Perú, pudiendo con la mayor facilidad invadir las provincias limítrofes de Tacna, Puno y Moquegua, mientras Chile operaría por mar sobre los mismos puntos y sobre otros de la República; la cual, obligada a dividir sus fuerzas y a luchar contra enemigos muy superiores numéricamente, habría debido indudablemente sucumbir.

He aquí palmariamente explicada la conducta de Chile; tanto su gran solicitud para arrancar al Perú una declaración de neutralidad en su conflicto con Bolivia, como la precipitación con la cual lo envolvió en dicho conflicto, cuando se apercibió que no le era posible obtener semejante declaración con la prontitud que deseaba, y que quizás no la hubiera obtenido jamás, sin abandonar antes sus ideas de conquista sobre el desierto de Atacama.

La guerra emprendida por Chile el 14 de febrero de 1879 invadiendo el territorio boliviano era contra el Perú y no contra Bolivia. Este es y era desde entonces un hecho generalmente reconocido en Chile y fuera de Chile. No habiendo conseguido durante largos años decidir Bolivia a unirse a él contra el Perú, intentó obligarla a este paso con la fuerza, o servirse de ella como pretexto para arrastrar al Perú sobre los campos de batalla, en la oportuna, y tal vez única ocasión en que este se encontraba sumamente débil.

El dilema puesto por Chile era de los más rigurosos; y no podía dejar de dar sus resultados. Abierta la guerra contra Bolivia en un momento tan difícil para el Perú, una de dos: o este, vista su propia impotencia, se abstenía de correr en socorro de su aliada, lo cual hubiera dado más tarde como resultado evidente una guerra contra Chile y Bolivia juntos; o por el contrario, se negaba a declarar su propia neutralidad, y Chile lo hubiera derrotado como aliado de Bolivia, en el solo momento favorable en el cual podía esperar conseguirlo con la casi seguridad del triunfo.

A fin de que semejante dilema diese todos los resultados apetecidos, era necesario no dejar al Perú el tiempo suficiente para mejorar sus anormales condiciones, y sobre todo de aumentar en lo más mínimo su flota; y ya hemos visto cómo sin ni siquiera esperar que el Perú declarase si quería permanecer neutral o no, fue suficiente que no lo hiciera inmediatamente, como Chile exigía, para que este con una precipitación sin ejemplo, y agarrándose a los más fútiles pretextos; le declarase la guerra.

Que la guerra emprendida en perjuicio de Bolivia fue principalmente dirigida contra el Perú, como hemos dicho, lo prueba también el hecho de que el 9 de marzo de 1879 (reinando todavía la más perfecta paz entre Chile y el Perú, antes de comenzar las negociaciones para la mediación ofrecida por este último, y cuando aún no había pedido Chile la declaración de neutralidad) el plenipotenciario chileno en Lima telegrafiaba ya a su Gobierno, que sorprendiese y se apoderara de una parte de la flota peruana con la división de soldados que trasportaba a Iquique. Esto se desprende claramente de una Nota oficial que con fecha de 12 de marzo escribía el citado plenipotenciario de Chile, Joaquín Godoy, al Ministro de Relaciones Exteriores en Santiago.

En dicha Nota se dice:

«… En mi telegrama del 9 no pude menos de manifestar a V. S. el concepto de que nos interesa sobremanera precipitar la solución, obligando al Perú a que se pronuncie antes que él mismo considere llegado el momento de pronunciarse, esto es, antes de que complete la organización de sus elementos bélicos.

Llevé mi idea en el telegrama del 9 hasta creer conveniente la captura del trasporte Limeña con las tropas y armamento que a su bordo iban encaminados a Iquique; porque preveo que guarneciéndose aquel puerto con un ejército que puede hacerse llegar a 4,000 hombres, más tarde su ocupación nos impondrá grandes sacrificios…«.

Evidentemente, el plenipotenciario chileno no se habría en modo alguno permitido escribir y telegrafiar tales cosas a su Gobierno, cuando no había aparecido aún la más ligera nube que amenazase romper la paz entre Chile y el Perú, si se exceptúan las espontáneas injurias hechas en Valparaíso al plenipotenciario y Consulado del Perú, sino hubiese plena y oficialmente conocido que las intenciones de su Gobierno eran de romper a toda costa con el Perú.

La conducta del plenipotenciario chileno no podría explicarse, sin un acuerdo precedente con su Gobierno; lo que prueba evidentemente de cuánto tiempo atrás venían los designios desarrollados luego en tan breve tiempo contra el Perú.

Las palabras arriba citadas prueban también cuán antiguo y determinado fuese en la política de Chile el proyecto de apoderarse de Iquique, o sea del desierto peruano de Tarapacá; y prueban al mismo tiempo, como no hubieran completamente olvidado en Chile el sistema con el cual se apoderaron de la flota peruana el año 1836, puesto que el plenipotenciario Godoy pedía la repetición de tan escandaloso hecho.

 

General boliviano Quintín Quevedo: la diplomacia chilena intentó con-vencerlo de que a su país le convenía ceder Atacama a cambio de Tacna, Arica y Moquegua.

 

Fuente:

Hildebrandt en sus trece, 22 de junio del 2107, pag. 22 al 24.