Desde su prisión en Rancagua, Chile, el presidente peruano Francisco García Calderón, depuesto por las tropas de ocupación y enviado preso en las más deshonrosas condiciones, le escribe esta carta a su amigo José María Químper, quien había sido ministro de Hacienda de Prado hasta diciembre de 1879. La comunicación tiene como objetivo desbaratar las repugnantes calumnias que peruanos como José Antonio de Lavalle estaban tejiendo en contra de García Calderón, quien originalmente se había opuesto a que la paz con Chile supusiera cualquier cesión territorial. El propósito de los calumniadores era preparar el camino que Iglesias ya había concertado con Patricio Lynch: la firma del Tratado de Ancón, el que se suscribiría el 22 de octubre de 1883. De hecho, los firmantes de ese tratado impuesto a balazos y traiciones fueron José Antonio de Lavalle y Mariano Castro Zaldívar, en representación del gobierno de Iglesias, y Jovino Novoa, por el régimen del chileno Domingo Santa María González. La carta aquí publicada fue respondida por otra de Químper en la que se avala cada una de las afirmaciones de García Calderón.
De izquierda a derecha: Francisco García Calderón, vilmente calumniado; José Antonio de Lavalle, que terminó portándose como un canalla; y José María Químper, el honesto camanejo a quien la difamación pretendió envolver.
Rancagua, 19 de julio de 1883
Sr. Dr. D. José M. Químper
Valparaíso
Querido amigo:
Cuando estaba contigo en Valparaíso, nos escribieron de Lima a ti y a mí que Lavalle aseguraba públicamente dos cosas:
La una, que tú habías concluido las negociaciones de paz con el señor Santa María, a nombre mío, y que te habías disgustado conmigo porque me negué a firmar lo que habías pactado en mi nombre. A esto se agregó, como segunda noticia, que mi negativa a firmar la paz emanaba de que el gobierno de Chile se había negado a darme dinero que yo pedía para mí.
Hablando de esto con algunos amigos, recuerdo que te pareció mal ese tema de conversación, y que me dijiste que debía mirar con desprecio esas vociferaciones de la calumnia, a que no debía dar oídos.
Acepté tu consejo, y no volví a ocuparme más del asunto. Pero hoy no puedo guardar el mismo silencio, porque han ocurrido varias cosas que nos atañen a los dos, y de las cuales tengo que enterarte.
Lavalle, precisando su acusación, ha dicho en Lima que por medio de ti exigí del señor Santa María que Chile reconociera 800,000 libras esterlinas a favor de la Compañía Salitrera de la que fui presidente; y que por no haber sido aceptada tal solicitud, el tratado no se hizo; y se enojó conmigo el señor Santa María, y tú te indignaste.
Lavalle, que ha dicho eso de palabra, no ha tenido valor para repetirlo en público. Pero debes notar que en el artículo que contra mí ha publicado en la “Tribuna” de Lima, y que los diarios de Valparaíso y Santiago han reproducido, inserta al fin ciertas frases que por la oscuridad de la redacción nada dicen, pero que, explicadas con los antecedentes que tú y yo tenemos, importan una verdadera y formal acusación.
A pesar de todo, no te hablaría de esto si no hubiera más que lo que dice Lavalle, porque ese caballero, a pesar de sus protestas de que no desea tener cargo político en el Perú, está animado de la pasión política, y cree que difamándome y haciendo constar que he podido hacer la paz y no la he hecho por omisión, ganará terreno Iglesias.
Persuadido de esto y de que el Perú jamás aceptará a Iglesias, esperaría a que llegase el tiempo de esclarecer la verdad, para volver a tratar este asunto. Pero te repito que hay algo nuevo, que me obliga a escribirte; y es lo que te digo enseguida.
En cartas que he recibido de Santiago, me dicen que el señor Vicuña Mackenna, en sus interpretaciones, demostró la necesidad de tratar conmigo, con argumentos de tal fuerza, que inclinó de su lado la opinión de la Cámara. Pero que el señor Aldunate replicó exhibiendo documentos tales que se probó con ellos hasta la evidencia que yo era inhábil para hacer la paz.
La persona que me da estos datos no puede saber cuáles sean esos documentos, y yo tampoco lo acierto a comprender, porque no hay documento ninguno de la naturaleza que se indica. A falta de esto me dice la misma persona que el señor Santa María me tiene tan mala voluntad, que no quiere ni siquiera oír mentar mi nombre; y que explica esta disposición de su ánimo diciendo que el tratado de paz fue concluido por ti, como representante mío; y que aun se fijó el día en que habíamos de embarcarnos para el Perú: que en ese estado exigí como condición (sine qua non en latín), que se reconociera el saldo de 800,000 libras esterlinas a favor de la Compañía Salitrera: que tal demanda indignó profundamente al señor Santa María, de cuya indignación participaste tú, y que en definitiva declaró el señor Santa María que jamás volvería a entablar negociaciones conmigo.
Aunque estos datos me vienen de fuente segura, no puedo ocultarte que no creo que el señor Santa María haya sido capaz de decir lo que se le atribuye, y esto por dos razones: la primera, porque jamás he hablado contigo de la Compañía Salitrera, y por tanto no podías tú decir lo que yo no te había encargado que dijeras, y la segunda, porque no creo que el señor Santa María, por respeto a su persona y al elevado puesto que ocupa, descienda al
lodo y se vista con el sucio ropaje de la calumnia. Ese procedimiento deshonraría a su país, y sería poco airoso para él mismo.
Además me has dicho que nunca hablaste con el señor Santa María de condiciones de paz, o mejor dicho que no las discutiste minuciosamente, y te limitaste a decir que a una Asamblea peruana se someterían esas condiciones, y que entonces serían discutidas. No ha habido, por tanto, ocasión de hablar de las deudas del Perú, ni tú pudiste ocuparte de la Compañía Salitrera, ni el señor Santa María pudo oír tal propuesta de tus labios.
Esto me hace creer que la calumnia propalada contra mí no sea del señor Santa María, sino de alguna persona en el Perú que ha querido tomar el nombre de este, por aquello de que “el mentir de las estrellas es un seguro mentir”.
Para que no se me aplique este verso, mi primera idea ha sido dirigirme al señor Santa María, pero no lo he hecho, porque no tengo con él relación ninguna. Lo único que puedo hacer, pues, es molestarte con esta carta y pedirte que me contestes los siguientes puntos:
1° En las negociaciones que has hecho a nombre mío, nunca hablaste de condiciones de paz ni de reconocimiento de deudas; y me dijiste que habías sostenido siempre que toda discusión a este respecto era inútil ahora; y que lo único que podía hacerse era someter las bases de Chile a una Asamblea del Perú.
2° No sólo no has hablado con el señor Santa María de la Compañía Salitrera, sino que yo jamás te he dicho una palabra acerca de ella; por lo cual no ha podido haber la indignación y enojo de ti para conmigo.
3° El señor Santa María, después de convenir contigo en las bases discutidas, exigió que yo las firmara con el señor Logan, y me negué a hacerlo, de acuerdo contigo; y esta fue la causa de que nada se hiciera.
Tales son los puntos de que necesito constancia; y te la pido ahora, y no espero a que volvamos al Perú, no para hacer publicación ninguna, sino porque hoy se dice que estoy en desacuerdo contigo, y tu testimonio tiene la fuerza de la actualidad; mientras que más tarde podría decirse por el calumniante, quien quiera que sea, que pasado el enojo del momento, me había entendido contigo para que me dijeras en el Perú lo que no me habrías dicho en Chile.
Con frecuencia te recordamos en familia, y del modo que corresponde al fraternal afecto que nos une.
Tu amigo
F. García Calderón
Rancagua es una ciudad central de Chile, al sur de Santiago.
Fuente:
Hildebrandt en sus trece