Las batallas de San Juan y Chorrillos ocurrieron el día 13 de enero de 1881, en el marco de la Guerra del Pacífico. En ellas se enfrentaron el Ejército de Chile y el Ejército del Perú.
Estas batallas se desarrollaron consecutivamente en Villa, las pampas de San Juan y Santa Teresa, el cerro Marcavilca, el morro Solar y el pueblo de Chorrillos. Después de ocho horas de combates en diversos frentes, el ejército chileno resultó victorioso. Luego de la batalla, hubo incendios y saqueos en Chorrillos y Barranco y, al día siguiente, se acordó una tregua y se efectuaron negociaciones, mientras ambos ejércitos hacían preparativos para un posible enfrentamiento, que se produjo en la batalla de Miraflores, después de la cual las tropas chilenas entraron a Lima.
Fue la mayor batalla librada en América del Sur, en lo que concierne al número de combatientes. Según algunos historiadores debió finalizar la Campaña de Lima pues los remanentes peruanos en la línea defensiva de Miraflores no estaban en situación de contener el avance chileno.
Sin embargo, tras acordar el Armisticio de San Juan, que debía evitar un nuevo derramamiento de sangre, por razones que nunca han sido determinadas, se produjo en la batalla de Miraflores, después de la cual las tropas chilenas entraron a Lima.
San Juan:
El asalto a esta línea de defensa tuvo lugar el 13 de enero de 1881, y empezó a las cuatro y media de la mañana. La marcha nocturna de los invasores mermó las ventajas del campo de tiro con que contaban los peruanos. Se cuenta que a media noche, un miembro del cuerpo de sanidad del ejército invasor, extraviado o desertor, cayó en poder de una avanzada peruana, y reveló que dicho ejército se lanzaba al ataque. Había tenido el tiempo de aproximarse y de descansar, una hora. Un testigo extranjero, Middendorff, coincidiendo con la afirmación de Mason ya citada, censura la falta de servicio de centinelas al pie de las alturas peruanas. Igual crítica fue hecha por los oficiales argentinos, Ramón R.
Rodríguez y Valentín Espejo, incorporados al ejército que defendía San Juan, en una carta que después publicaron en La Pampa de Buenos Aires. «(El enemigo) aprovechándose de mal servicio y poca vigilancia de nuestro ejército, había salvado en la noche el arenal que, como hemos dicho antes, les era un obstáculo». El santo y seña para el día 13 fue, sin embargo:
«Enemigo pretende sorpresa». Cabe preguntar si el ejército de San Juan estaba en condiciones de detener en todo caso este avance nocturno. En la pampa de San Juan se conserva todavía el pino histórico en el que un niño sirvió de vigía utilizándolo como atalaya y allí pereció por una bala chilena.
La primera división chilena (capitán de navío Patricio Lynch) estaba designada para atacar a la derecha peruana; la segunda (general Emilio Sotomayor) el centro por San Juan; y la tercera (coronel Pedro Lagos) el ala izquierda. La reserva con tres regimientos quedó a cargo del Coronel Juan Martínez.
Lynch avanzó con cuerpos de infantería y la artillería Krupp de montaña y encontró a los regimientos de Iglesias, extendidos en guerrillas. Sotomayor, por errores en el horario y en el itinerario del ataque, se extravió en la obscuridad y en la niebla y entró en acción tres cuartos de hora más tarde, cuando el centro peruano amagaba a Lynch. Este fue reforzado por tres regimientos de reserva. Los peruanos del sector derecho, después de enérgica resistencia, se replegaron en orden, hacia las 8 de la mañana, en su mayor número hacia el Morro Solar y otros hacia Chorrillos. Sotomayor golpeó completamente fuera de su eje, casi con las espaldas a las tropas de Lynch y con su flanco izquierdo a un sector del frente que debía atacar; su finalidad fue entrar cuanto antes al fuego. Resultó entonces combatiendo precisamente contra el punto más débil de la defensa peruana entre la falda suroriente de los cerros de San Juan a la extrema izquierda de Cáceres y la falda sur-poniente del cerro de Pamplona, a la extrema derecha de Dávila cuya espalda se vio amenazada por este ataque oblicuo. Salieron a reforzar el centro peruano dos batallones: el Huánuco N°17 cuyo ataque fue hecho con bravura pero comenzó a desorganizarse por la abrumadora acción del enemigo y la herida recibida por su jefe el coronel. Más que hubo que retirarse del campo; y el Paucarpata Nº 19 que no pudo llegar al sitio designado, entró en la lucha desventajosamente desde la pampa del Gramadal muriendo su primer jefe el coronel José Gabriel Chariarse, para terminar en la dispersión que arrastró consigo al resto del Huánuco. El desbande del batallón Libertad, mandado desde la izquierda ocasionó el del Ayacucho y el de ciertas porciones de la caballería que en ese sector había sido colocada. El centro peruano llegó a ser flanqueado por el lado izquierdo en cuyas proximidades combatió, con bizarría, Canevaro con una división y más a la derecha, con singular denuedo, Cáceres. Así se produjo un ancho hueco entre la izquierda y el centro. Una carga de caballería chilena profundizó esa brecha y convirtió a muchos dispersos
en fugitivos, lo cual sirvió para acentuar el colapso de la defensa en este sector.
La izquierda, con Justo Pastor Dávila amenazada por la espalda y cortada el resto de la línea, se retiró sin combatir, salvo el batallón Libertad.
Antes de las nueve de la mañana los chilenos estaban en posesión de San Juan.
Vinieron en seguida luchas mucho más reñidas y que algunos chilenos han denominado batallas de Chorrillos y del Morro Solar, como si hubiesen sido acciones distintas de la de San Juan.
Los fusiles que sólo dispararon sobre 1.800 yardas:
Willian Acland, en la relación antes citada, manifiesta su sorpresa por haber visto, al caminar a través del campo de batalla de San Juan muchos chilenos muertos a una distancia algo mayor de las 1.000 yardas del lugar donde estuvieron los defensores peruanos. En seguida explica dicha anomalía afirmando que estos tenían sus fusiles preparados para disparar sobre 1.800 yardas y que no supieron cambiar este punto de mira. La evidencia increíble acerca de la improvisación o de la ignorancia de los soldados reclutados en la sierra para la defensa de Lima.
«No vi, (agrega) un solo herido. Aquellos que pudieron escapar se habían ido, quienes no pudieron hacer lo mismo, fueron ultimados con las bayonetas o con disparos de fusil».
La heroica resistencia en el Morro Solar:
En el Morro Solar se habían parapetado con Miguel Iglesias cien o doscientos artilleros de Chorrillos y los restos de los batallones Guardia Peruana mandado por Carlos de Piérola, hermano del Dictador, Callao que había combatido en Villa, a las órdenes de su jefe el coronel Rosa Gil, Ayacucho y los tres cuerpos en los que el Secretario de Guerra tenía especial confianza que eran Cajamarca, Tarma y Trujillo. Dirigía a este último el coronel Justiniano Borgoño. Hasta ellos llegó, por unos instantes, el Dictador, y conferenció con Iglesias.
Sin embargo no se trató sino de una desesperada resistencia ofrecida en un cerro y en un pueblo después de una batalla campal. Los factores decisivos de la organización el armamento y el número gravitaron en esta oportunidad en proporción mucho más acentuada a favor de los chilenos. Fue, en realidad, una operación suicida.
Lynch, reforzado, atacó a Iglesias en el Morro Solar, mientras Chorrillos quedaba encerrado «en un círculo de fuego», según dice en su parte el general Pedro Silva. El asalto del Morro Solar, iniciado por los regimientos 4º de línea y Chacabuco y proseguidos por otros, fue rechazado con grandes pérdidas. Lynch se encontró con el desánimo y la confusión en sus tropas según confiesa el militar francés De León al narrar esta jornada. Lo que quedaba de la reserva peruana, dentro del área de las tropas envueltas en la batalla de San Juan, fue lanzado sobre Chorrillos, lo cual ha sido censurado desde un punto de vista práctico. Al mando del coronel Isáac Recavarren (de quien se dice que exigió a Suárez que lo dejara combatir) entró el batallón Zepita N° 29 por la calle Lima, y peleó con decisión hasta quedar casi destruido. Lo apoyaron el Ancash Nº 25 y el Jauja N° 23 entre grandes pérdidas. Después de media hora de incertidumbre, entre 10 y 10 y 30 de la mañana, reforzaron a Lynch tropas de refresco y un número considerable de cañones, incluyendo los de montaña que por razón de las incidencias de la lucha, poco habían podido antes hacer. A costa de 88 jefes y oficiales y 1.873 soldados (según cifras oficiales chilenas) Lynch logró por fin escalar el Morro Solar y capturar a Iglesias, a
cuyo lado veíase a otros jefes, a las dos de la tarde.
Sólo hubo 280 prisioneros en este lugar aunque habían combatido 4.500 peruanos. Entre los muertos estuvo el hijo primogénito de Iglesias, Alejandro. Al bajar del cerro prisionero el valiente jefe de la resistencia, saludó militarmente a este cadáver, según narra una tradición familiar.
La resistencia en el Morro Solar duró más tiempo que la resistencia en el Morro de Arica. Pedro Dávalos y Lissón, a base de un relato de Guillermo Billinghurst, ha escrito: «A las dos de la tarde, el ministro de Guerra don Miguel Iglesias, su ayudante Víctor Castro Iglesias, el jefe de Estado Mayor don Guillermo Billingurst, don Carlos de Piérola, jefe de Guardia peruana, el coronel Valle Riestra, su hijo Alfredo, teniente, y otros de más alta graduación, en conjunto, fueron tomados prisioneros y puestos en la fila para ser fusilados. Pasó esto en el Malecón de Chorrillos: Guillermo Billinghurst rompió la línea, dio algunos pasos al frente y encarándose con el sargento chileno que mandaba el pelotón de soldados, le dijo pasando la vista por los prisioneros: «El señor es el ministro de Guerra, el coronel Iglesias; el que le sigue es el coronel Carlos de Piérola, hermano del Presidente de la República, yo soy el jefe de Estado Mayor y los demás son militares de alta graduación. ¿No es de mayor honra y provecho para usted entregarnos vivos al general Baquedano y no decirle después de fusilamos que nos ha victimado, lo cual tal vez no se lo crean y de ninguna manera se lo agradezcan?». Sin decir una palabra, el sargento chileno suspendió la orden de fusilamiento. Billinghurst se acercó a él y le regaló su reloj de oro. Este jefe de Estado Mayor que debió ser fusilado el 13 de enero llegó después a la Presidencia de la República y lo mismo pasó con Miguel Iglesias en 1883. Cuántas y raras novedades tiene la historia en su tortuoso camino y cuántos acontecimientos por causas entorpecedoras no debieren haberse realizado».
La lucha en Chorrillos:
En Chorrillos se peleó casa a casa, ventana a ventana, azotea a azotea, si bien estaban los peruanos rodeados por los chilenos que convergían sobre el balneario y aumentaron después de caer el Morro Solar. «Increíble y nunca visto hasta aquel momento era el arrojo y el encarnizamiento con que se batían los peruanos» dice Vicuña Mackenna refiriéndose a esta fase de la batalla. A las 2 y media de la tarde ella había terminado. Suárez con el batallón Concepción, los restos del Jauja y otros cuerpos se replegó sobre Barranco. Comenzó entonces un intenso trabajo de reorganización de los dispersos.
Los muertos, heridos y dispersos:
La cifra total de los muertos chilenos ascendió, según algunos cálculos, de cuatro a cinco mil en San Juan y Chorrillos. En cuanto a las pérdidas de los peruanos, no se sabe con certeza cuántas fueron y unos informes de este lado las hacen llegar a más de cuatro mil y otros a más de seis mil, sin contar cuatro
mil heridos y dos mil prisioneros. Mason consigna 1.500 muertos, 2.500 heridos y 4.000 prisioneros peruanos. Por el temor que inspiraban las bombas sembradas en el campo de batalla muchos heridos no fueron recogidos y agonizaron al lado de los cadáveres; algunas explosiones destrozaron a hombres y mujeres que se atrevieron a intentar recogerlos.
Según Piérola en su carta a Julio Tenaud, de los 19.000 hombres reunidos en San Juan y Chorrillos, sólo pudo mantenerse a 6.000 para la batalla de Miraflores. Los demás se dispersaron, murieron o quedaron heridos.
Los horrores de Chorrillos:
Después de la batalla, los vencedores se entregaron al saqueo y a la embriaguez en gran escala, y llegaron a pelear entre ellos.
El Mercurio de Santiago reveló que murieron unos trescientos a cuatrocientos soldados con tal motivo (24 de marzo de 1881). Entre las víctimas estuvo el comandante Baldomero Dublé Urrutia.
El asalto a diversas tiendas y bodegas de vino dio lugar a que la tropa rompiera todos los frenos y a que se sucediesen escenas de destrucción y horror algo muy pocas veces visto (dice Acland) en los tiempos modernos. Casas y objetos de propiedad mueble destruidos, hombres peleando y disparándose o usando la bayoneta o el corvo como un entrenimiento, o bailando alrededor de las fogatas, mujeres violadas, civiles inocentes asesinados. El cementerio se volvió un lugar donde soldados beodos celebraron orgías y hasta llegaron a desenterrar cadáveres de sus tumbas para ayudar a sus enloquecidos camaradas. El olor de los muertos y del incendio resultaba irrespirable. Entre aquellos estuvo un médico inglés de ochenta años, asesinado delante de la casa del ministro de su país.
En la misma noche comenzó a arder la población de Chorrillos; el incendio prosiguió por tres días. La destrucción fue sistemática. El 14 fue incendiado Barranco.
Los bomberos fusilados:
Los chilenos fusilaron en Chorrillos, después de la batalla a once bomberos italianos. Sus nombres son los siguientes: Angelo Cepollini, Battista Leonardi, Lorenzo Astrona, Lecca Chiappe, Angelo Desalzi, Giovanni Ogro, Egidio Valentini, Paolo Margano Giovanni Pale, Filippo Borgua y Enrico Nerini. El 2 de agosto de 1890 el Concejo Provincial de Lima mandó hacer un cuadro alegórico que debía contener los retratos y nombres de los bomberos para colocarlo,
en el local del Concejo o en la galería nacional de pinturas que estaba bajo su supervigilancia.
Hubo una rectificación oficial de la colonia italiana a la noticia, por algunos propalada, de que una columna de «garibaldinos» combatió al lado de los peruanos en Miraflores.
El intento de Cáceres y Canevaro de atacar a los chilenos:
El político chileno Manuel José Vicuña, testigo de todos estos acontecimientos, escribió en su folleto titulado Carta Política (impreso en Lima en 1881 y destinado a criticar la actuación del general Baquedano, para impugnar su candidatura presidencial que no llegó, por lo demás, a triunfar):
«Recuerdo que, con el ministro de Guerra, hacíamos esta reflexión: ¡Cómo nos iría esta noche si los peruanos, con un poco de audacia, vinieran a atacarnos en número de cuatro mil hombres, sólo de cuatro mil! Todo esto se lo llevaba el diablo, me decía el ministro y la obra de Chile se perdería miserablemente en una hora. Quién nos diría, amigo Ibáñez que aquello que como simple hipótesis, como mero recelo, conversáramos en nuestra tienda de campaña estuviera precisamente discutiéndose y verificándose allá en el campamento enemigo. El coronel Canevaro le decía a Piérola: Con mi fortuna y con mi vida le respondo a usted de que
esta noche doy cuenta de los chilenos si me confía cinco a siete mil hombres para ir a sorprenderlos, en medio del desorden y borrachera que inevitablemente les habrá traído el saqueo de Chorrillos y cuya prueba está allí en aquellas llamas que divisamos».
El historiador militar peruano Carlos Dellepiane aunque dice que un comando atrevido debió lanzar a las tropas de Miraflores sobre Chorrillos, duda en cambio, de la exactitud plena de los temores señalados por el crítico de Baquedano. En todo caso, Cáceres y Canevaro opinaron con insistencia en favor del avance. La cuestión puede ser debatida indefinidamente. Siempre quedarían, sin embargo, abiertos muchos interrogantes.
¿Podría haberse sabido en el campamento peruano la extensión a la que llegó el desborde indisciplinado y tumultuario de los vencedores?
¿Estaba el ejército parapetado, en los reductos de Miraflores que había visto llegar en desorden a muchos dispersos de San Juan, en las necesarias condiciones internas y tenía la preparación militar suficiente para una ofensiva relámpago como lo harían en esta época los «comandos» para abandonar la seguridad de sus atrincheramientos?
¿La borrachera de Chorrillos había reducido efectivamente a la impotencia a la totalidad o a la gran mayoría del ejército invasor o se limitaba, como cree Dellepiane, a un par de millares de hombres?
¿La sorpresa podría contrarrestar en forma definitiva los efectos del número, del armamento, de la organización militar y de la derrota ya sufrida?
Más inobjetables parecen, en cambio, las censuras del historiador militar Ekdahl a los peruanos, porque ocuparon simultáneamente dos posiciones, con lo cual bifurcaron sus fuerzas (que hubiesen podido combatir mejor estando unidas) y desdeñaron el peligro de que los efectos sicológicos o materiales de una primera derrota fuesen nocivos para el caso de un segundo choque. Ekdahl cree que la lírica de Miraflores con obras de fortificación de mucho mayor envergadura debió ser el escenario de una batalla decisiva.
Negociaciones para un armisticio:
En las primeras horas de la mañana del 14, un mensajero chileno se presentó en las líneas peruanas con el fin de solicitar un pase para el general Miguel Iglesias. Al poco tiempo, el ex Secretario de Guerra llegaba al cuartel general peruano como portador de proposiciones destinadas a entrar en arreglos de paz. Regresó Iglesias al campamento enemigo y horas después llegó un parlamentario chileno, Isidoro Errázuriz con quien Piérola no quiso tratar pues no traía credenciales en regla. Esa misma tarde hubo junta de comandantes generales cuya duración llegó hasta las siete de la noche. Un documento de la época que perteneció a Carlos
Paz Soldán y hoy se guarda en la Biblioteca Nacional, comprueba el pesimismo total de esa junta. Las tropas durmieron sobre las armas y se hizo un escrupuloso servicio de avanzadas. No faltaron disparos aislados. Llegó la aurora del 15 de enero iluminada por el incendio de Barranco; a lo lejos, entre la neblina que cubría el mar, a la altura de Miraflores, veíanse cuatro o cinco buques de guerra enemigos.
Al promediar la mañana, estaban en el alojamiento de Piérola el almirante inglés Stirling y el francés Petit Thouars y los ministros de esas nacionalidades St. John y de Vorges con el de El Salvador, Jorge Tezanos Pinto. Bajo sus auspicios se había acordado temprano en la mañana un armisticio verbal, fijándose el plazo hasta las doce de la noche. A propósito de la demanda chilena de rendición entonces formulada para la paz, dice Alberto Ulloa Cisneros en su folleto Lo que yo vi: «No oímos que Piérola aceptase semejante proposición (la de rendición). Pero lo positivo es que, si se hubiese dejado arrastrar por consejos y opiniones que pocos tenían circunspección para silenciar delante de él, se habría hecho la paz en ese día.
Todos aquellos, empero, quienes por reflexión deseaban la paz, supieron después, en el momento decisivo, cobrar ánimo y energía suficientes para obtener la victoria, si ésta hubiese dependido únicamente de ellos. Sería más de la una p.m. cuando pasaron, precedidos por el Dictador, al comedor los personajes que hemos mencionado. Apenas comenzaba el primer servicio cuando un oficial del Batallón N° 4 vino a avisar a nuestro comandante que el enemigo se acercaba, consultando, de parte de su coronel, si se debía romper el fuego. Se comunicó a Piérola lo que pasaba.- «Que no se haga un solo tiro», fue su respuesta. Poco después, sin embargo, narra el mismo testigo «el ruido atronador de una descarga llegó a nuestros oídos. A esta siguieron nuevas detonaciones, las balas silban, las bombas pasan zumbando por el aire y estallan; la madera de los edificios cruje y humea y de repente mézclase a este fragor el estrépito de los disparos de grueso calibre: el Cochrane y el Huáscar hacen temblar la tierra y arrojan sus granadas sobre Miraflores».
La batalla de Miraflores había comenzado. Eran, más o menos, las 2 y 15 de la tarde.